– Eso ya lo sabía -le dije.
Lo sabía, sí, pero con todo y eso, cuando veía a una mujer que parecía diferente de cintura para arriba, seguía pensando que lo era de cintura para abajo, no tenía remedio.
Jiazhen era así. Si estaba descontenta conmigo, nunca lo mostraba; lo que hacía era llamarme la atención de manera indirecta y dando rodeos. Pero yo no aprendía ni por las buenas ni por las malas. Ni los zapatazos de mi padre ni los platos de Jiazhen lograban detenerme: a mí, erre que erre, me seguía gustando ir a la ciudad y andar metido en burdeles. Mi madre era la única que sabía de verdad lo que tenemos los hombres en la cabeza.
– Los hombres son todos unos gatos golosos -le decía a Jiazhen.
Con esas palabras, mi madre no sólo me justificaba, también revelaba el pasado oscuro de mi padre. Él estaba en su silla; al oírlo, entornaba los ojos dejándolos como dos rendijillas, y se reía. De joven, él tampoco era nada formal. Sólo de viejo, cuando ya no le daba el cuerpo para andar follando, sentó cabeza.
La Casa Verde también era donde yo jugaba, casi siempre al mah-jong, al paijiu [7] o a los dados. Cada vez que jugaba perdía y, cuanto más perdía, más deseaba recuperar los más de cien mu de tierra que había dilapidado mi padre de joven. Al principio, cuando perdía, pagaba al contado. Cuando dejé de tener dinero, iba a robar las joyas de mi madre o de Jiazhen. Hasta llegué a robar la gargantilla de oro de mi hija. Luego ya pasé directamente a pagar a crédito. Mis acreedores conocían la situación económica de mi familia, de modo que me fiaban. Y a partir de entonces ya no supe ni cuánto perdía. Tampoco me lo decían los acreedores: cada día que pasaba iban contando para sus adentros los cien mu de tierra de mi familia.
Hasta después de la Liberación no supe que los ganadores habían amañado las partidas. Con razón perdía yo siempre: habían ido cavando una trampa para hacerme caer en ella.
En esa época, había en La Casa Verde un tal señor Shen, de casi sesenta años. Tenía los ojos más relucientes que los de un gato. Vestía una túnica de algodón azul, y andaba más tieso que un pincel. Normalmente estaba sentado en un rincón, con los ojos cerrados, como echando una cabezada. Sólo cuando las apuestas iban creciendo en la mesa de juego, el señor Shen carraspeaba, se acercaba despacito, elegía un sitio para mirar la partida y, cuando llevaba un rato mirando, curiosamente, alguien se levantaba y le cedía el sitio.
– Señor Shen, siéntese aquí.
El señor Shen se remangaba la túnica y se sentaba.
– Sigan, por favor -decía a los otros tres jugadores.
En La Casa Verde nunca se había visto al señor Shen perder. Cuando mezclaba las fichas con esas manos de venas azules e hinchadas, sólo se oía el ruido -cshh, cshh-, pero las fichas iban aumentando o disminuyendo, apareciendo y desapareciendo bajo sus manos. Hasta me dolían los ojos al mirarlo.
– Un jugador depende por completo de sus ojos y sus manos -me dijo un día, bebido-. Tiene que entrenar los ojos hasta que se vuelvan penetrantes como garras, y las manos hasta que se vuelvan escurridizas como anguilas.
El año en que se rindieron los retacos japoneses, llegó Long Er. Long Er tenía una mezcla de acentos del norte y del sur. Nada más oír su pronunciación te dabas cuenta de que era un tipo complicado. Había estado en muchas partes y había visto a gente de todo el mundo. No vestía túnica, llevaba un traje de seda blanca. Con él venían otros dos, que le llevaban dos grandes maletas de mimbre.
Las partidas entre el señor Shen y Long Er eran realmente apasionantes. El salón de juego de La Casa Verde estaba abarrotado. Jugaban el señor Shen y ellos tres. Long Er tenía detrás un camarero que le sostenía una bandeja de toallitas secas. De vez en cuando, Long escogía una y se limpiaba las manos. No se las limpiaba con toallitas húmedas, a todos nos extrañó. Y lo hacía como si acabara de comer.
Al principio, Long Er perdía siempre, pero no parecía importarle en absoluto. En cambio, los dos hombres que había traído con él no podían disimular su disgusto: uno no paraba de renegar y refunfuñar; el otro, de lamentarse y de suspirar. En cuanto al señor Shen, a pesar de que llevaba todo el rato ganando, no se le veía la menor expresión de triunfo. Fruncía el ceño igual que si hubiera perdido mucho dinero. Estaba cabizbajo, pero con los ojos clavados como chinchetas en las manos de Long Er. El señor Shen era ya mayor, llevaba media noche jugando, y empezó a costarle respirar y a sudarle la frente.
– Vamos a jugar la definitiva -dijo.
– De acuerdo -contestó Long Er tras alcanzar una toallita y limpiarse las manos.
Amontonaron el dinero sobre la mesa, ocupando casi todo el espacio; sólo quedaba un hueco en el centro. Cada uno recibió cinco cartas. Tras enseñar cuatro, a los compañeros de Long Er se les cayó el alma a los pies.
– Se acabó, hemos vuelto a perder -dijeron apartando las cartas.
– No habéis perdido, habéis ganado -se apresuró a decir Long Er mientras enseñaba la carta que le quedaba.
Era un as de picas.
Nada más verlo, sus compañeros se pusieron a reír. En realidad, la última carta del señor Shen también era un as de picas. Llevaba tres ases y dos reyes; y uno de los compañeros de Long Er, tres reinas y dos sotas. Pero Long Er había sido el primero en enseñar el as de picas. El señor Shen se quedó de piedra, y así estuvo un buen rato antes de recoger sus cartas.
– He perdido -dijo.
Tanto el as de picas de Long Er como el del señor Shen habían salido de sus respectivas mangas. En una sola baraja no puede haber dos ases de picas. Pero como Long Er se le había adelantado, el señor Shen sabía que no le quedaba más remedio que reconocer su derrota. Era la primera vez que veíamos al señor Shen perder. Se apoyó en la mesa para levantarse, saludó a Long Er y los otros dos, dio media vuelta y fue hacia la salida.
– Estoy viejo -dijo sonriendo al llegar a la puerta.
A partir de entonces, nadie volvió a ver al señor Shen. Dicen que ese mismo día, al amanecer, tomó un palanquín y se fue.
Al irse el señor Shen, Long Er se convirtió en el gran maestro fullero del lugar. Era diferente del señor Shen. El señor Shen sólo ganaba, nunca perdía. En cambio, Long Er solía perder cuando las apuestas eran bajas, pero no perdía una sola partida si las apuestas eran altas. Yo jugué muchas veces, allí en La Casa Verde, con Long Er y sus hombres. Unas veces gané y otras perdí, de modo que yo no tenía la impresión de haber perdido tanto. En realidad, cuando ganaba yo, siempre era poco dinero. Y cuando perdía era mucho. Vivía engañado, creyendo que estaba a punto de honrar a mis antepasados.
La última vez que jugué, se presentó Jiazhen. Estaba cayendo la tarde; me lo dijo Jiazhen mucho después, porque yo en ese momento no tenía ni idea de si era de día o de noche. Jiazhen, con su barrigota, había encontrado La Casa Verde. Mi hijo Youqing, en su vientre, tendría siete u ocho meses. Cuando me encontró, se arrodilló ante mí sin decir ni mu. Al principio, ni me di cuenta. Ese día estaba teniendo mucha suerte. De diez tiradas, ocho o nueve salía el número que yo quería. Long Er, sentado delante de mí, al ver el número se echó a reír.
– Hermano, he vuelto a perder.
Desde que Long Er había ganado al señor Shen, ya nadie en La Casa Verde se atrevía a jugar con él a las cartas. Yo tampoco. Él y yo sólo jugábamos a los dados. Lo malo es que a Long Er también se le daban muy bien los dados. Ganaba mucho más que perdía. Pero ese día lo tenía yo en mis manos, él no había parado de perder. Long Er tenía un cigarrillo entre los labios y entornaba los ojos haciendo como si tal cosa. Incluso se reía cada vez que perdía. Pero luego, cuando empujaba hacia mí el dinero, con esos brazos esmirriados que tenía, lo hacía de muy mala gana. Yo pensaba: «Long Er, alguna vez tenías que sufrir.» Todo el mundo es igual, cuando alargan la mano para vaciar los bolsillos a los demás, todo es alegría y sonrisas. Pero cuando les toca a ellos soltar los cuartos, no falla: cara de entierro.