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* * *

– Jiazhen murió muy bien -dijo Fugui.

En ese momento, estaba a punto de caer la tarde. La gente que trabajaba en los bancales iba subiendo a los senderos por pequeños grupos. El sol pendía del cielo al oeste, ya menos deslumbrante, convertido en una esfera roja, derramando su luz en un mar de nubes resplandecientes.

Fugui me miraba sonriente. La luz del poniente le daba en la cara, dándole un aspecto extraordinariamente vital.

– Jiazhen murió muy bien -repitió-. Murió serena y limpiamente, sin dejar ninguna riña pendiente, no como algunas mujeres del pueblo, que hasta muertas dan que hablar.

Ese anciano que tenía sentado delante de mí, con su manera de hablar de su esposa muerta más de diez años atrás, me llenó el corazón de una ternura indescriptible.

Como hierba verde mecida por el viento, vi el sosiego ondear a lo lejos.

Cuando la gente se fue, el campo cobró un aspecto despejado, parecía tan extenso, tan inmenso, lanzando destellos a la luz del poniente como de agua… Fugui tenía las dos manos sobre las rodillas y me miraba con los ojos entornados. Todavía no parecía ir a levantarse, y yo sabía que su historia no se había acabado. Pensé en pedirle que terminara de contármela antes de que se levantara.

– ¿Qué edad tiene ahora Kugen?

Una expresión misteriosa afloró en los ojos de Fugui. No supe dilucidar si era de tristeza o de alivio. Su mirada pasó por encima de mi cabeza y voló a lo lejos.

– Si contamos por años, Kugen tendría ahora diecisiete.

* * *

Cuando murió Jiazhen, sólo me quedaban Erxi y Kugen. Erxi pagó a alguien que le hiciera una mochila para poder llevar a Kugen todo el día a la espalda; con lo cual, Erxi se cansaba más en el trabajo. Era mozo de carga, y tiraba de un carretón lleno de cosas hasta arriba, y encima tenía que llevar a Kugen. Iba jadeando, casi sin poder respirar. Aparte, llevaba un paquete con los pañales de Kugen. A veces, cuando hacía mal tiempo, los pañales no se secaban y no tenía de recambio, no le quedaba más remedio que montar tres cañas sobre el carretón, dos verticales y una horizontal, para tender los pañales. En la ciudad se reían de él. El compañero de trabajo de Erxi sabía lo mal que lo pasaba y, al ver que la gente se burlaba de él, soltaba:

– ¿De qué coño te ríes? ¡Como te sigas riendo, te haré llorar!

Cuando Kugen lloraba en la mochila, Erxi sabía por el llanto si el niño tenía hambre, o si se había meado.

– Si es largo, es que tiene hambre -me decía-. Si es corto, es que le escuece el culo.

Y era verdad. Cuando Kugen cagaba o meaba, lloraba «Mmh, mmh», y al principio hasta parecía que se estaba riendo. Un hombrecito tan pequeño, y ya sabía diferenciar llantos. Eso era porque quería a su padre, y le decía claramente lo que quería, y así Erxi no tenía que andar rompiéndose la cabeza.

Cuando Kugen tenía hambre, Erxi dejaba el carretón y buscaba a una mujer que estuviera criando. Le daba diez céntimos y le pedía a media voz:

– Dele un poco de mamar, por favor.

Erxi no era como otros padres, que miran cómo crecen sus hijos. Por el peso que sentía a su espalda, sabía si Kugen había crecido algo. Y él, como buen padre que era, se alegraba, claro.

– Kugen pesa más -me decía.

Cuando iba a verlos a la ciudad, a menudo veía a Erxi tirando del carretón, caminando por las calles, chorreando de sudor. Y Kugen iba en su mochila, moviendo la cabecita. Viendo que Erxi estaba tan cansado, le decía que me diera al niño, que me lo llevaría al pueblo. Erxi no quería.

– Padre -decía-, no me podría separar de Kugen.

Menos mal que Kugen creció rápido. Cuando supo andar, Erxi se quedó más relajado. Mientras cargaba, dejaba al niño a un lado, jugando. Y cuando tiraba del carretón, lo subía encima. Cuando fue un poco mayor, ya supo quién era yo. Como oía tantas veces a Erxi llamarme «padre», lo recordó. Y cada vez que iba yo a la ciudad a verlos, en cuanto me veía Kugen desde el carretón, se ponía a gritar con su vocecilla.

– ¡Padre! -le decía a Erxi-. ¡Allí está tu padre!

Cuando el crío iba todavía en la mochila, ya sabía decir palabrotas y, si se enfadaba, empezaba con su boquita «blibli, blabla», con la cara toda colorada. Nadie sabía qué estaba diciendo, sólo veían la saliva que rociaba al hablar. El único que lo sabía era Erxi.

– Está diciendo palabrotas -me contó.

Cuando Kugen supo andar y decir cuatro cosas, se volvió todavía más despierto. En cuanto veía a otro niño con algo que le gustara en la mano, él le hacía señas como loco, todo risueño.

– ¡Ven! ¡Ven! ¡Ven!

Y cuando el otro niño se le acercaba, él estiraba la mano para quitarle lo que llevara. Si el otro no se lo daba, Kugen ponía mala cara y, muy enfadado, lo echaba:

– ¡Vete! ¡Vete! ¡Vete!

Al perder a Fengxia, Erxi ya no se recuperó. Si de por sí no era muy hablador, al morir Fengxia, habló todavía menos. Si alguien le decía algo, con un «hum» ya se daba por contestado. Sólo hablaba un poco más cuando me veía. Kugen se había convertido en el pilar de nuestra existencia. Cuanto más crecía, más se parecía a Fengxia. Y cuanto más se parecía a Fengxia, más tristeza nos entraba al verlo. A veces, a Erxi se le saltaban las lágrimas. Y yo, su suegro, trataba de animarlo.

– Fengxia murió hace ya tiempo. Si puedes, olvídala.

Kugen tenía entonces tres años. El crío estaba sentado en un taburete, balanceando las piernas y esforzándose cuanto podía en oír lo que decíamos, con los ojos muy abiertos. Erxi se quedó pensando, con la cabeza ladeada.

– Pensar en Fengxia es el único momento de felicidad que me queda -dijo al cabo de un rato.

Luego tuve que volver al pueblo, y él a trabajar, así que salimos juntos. Una vez fuera, Erxi echó a andar, arrimado a la pared, con la cabeza torcida, a toda velocidad, como si temiera que alguien lo reconociera. Llevaba a Kugen de la mano, y el pobre niño iba a trompicones, casi casi a rastras. Yo tampoco me atrevía a reprocharle nada, sabía que Erxi estaba así desde que murió Fengxia.

– ¡Ve más despacio! -le gritaban las vecinas al verlo-, ¡que vas a tirar a Kugen!

Erxi soltó un «hum» de los suyos, y siguió andando igual de rápido. Llevaba a Kugen casi en volandas, pero el crío iba mirándolo todo con los ojos muy vivos, como canicas.

– Erxi -dije cuando llegamos a la esquina-, me voy.

Sólo entonces se paró, y me miró levantando el hombro.

– Kugen, me voy -le dije al niño.

– Adiós -me decía Kugen con su vocecilla, agitando la mano.

Apenas tenía yo un momento, me iba a la ciudad. En casa no sabía estar y, como Kugen y Erxi estaban allí, me parecía que la ciudad era donde estaba realmente mi casa. Cuando volvía al pueblo, más solo que la una, me entraba angustia. Varias veces me llevé a Kugen al pueblo, a pasar unos días. Él nada, corría contentísimo por todo el pueblo y me pedía que le ayudara a atrapar gorriones en los árboles. Yo le decía que cómo iba a atraparlos.

– Sube al árbol -me decía el crío señalando hacia arriba.