– Tu padre no vendrá por ti, y yo tampoco puedo llevarte. Tu padre está muerto.
– Ya sé que está muerto -contestó-. Ya es de noche y aún no ha venido a buscarme.
Esa noche, arropados los dos con el edredón, le expliqué lo que era la muerte. Le dije que, cuando alguien moría, había que enterrarlo, y que los vivos ya no volvían a verlo nunca más. El crío, al pronto, se puso a temblar de miedo. Luego, al pensar que ya no volvería a ver a Erxi, se echó a llorar a lágrima viva, con la carita apoyada en mi cuello y sus lágrimas calientes cayéndome por el pecho. Estuvo llorando y llorando hasta que se quedó dormido.
Al cabo de un par de días, pensé que tenía que enseñarle la tumba de Erxi, y me lo llevé a la parte oeste. Le dije qué tumba era la de su abuela materna, cuál era la de su madre, y luego la de su tío. Cuando aún no le había enseñado la de Erxi, Kugen la señaló llorando.
– Ésa es la de mi padre -dijo.
Cuando llevábamos juntos seis meses, en el pueblo empezó el sistema de cuota de producción por familia, [18]con lo que la vida se volvió aún más difícil. A la nuestra le asignaron un mu y medio de tierra. Se acabó para mí lo del trabajo en común y lo de aprovechar para gandulear cuando me cansaba. El trabajo del campo me llamaba constantemente. Si no acudía, nadie lo iba a hacer por mí.
Y cuando uno se hace viejo, todo son achaques. Todos los días me dolían los riñones, veía mal. Antes, cuando llevaba a la ciudad los canastos de verdura con la palanca, iba de una tirada. En cambio entonces, iba andando y descansaba; descansaba y seguía andando. Tenía que ponerme en camino dos horas antes de que amaneciera, porque, si llegaba tarde, ya no había manera de vender la verdura. Como dice el refrán, «El pájaro torpe es el primero en volar». Y el que pagó el pato fue Kugen. Cuando el crío estaba durmiendo profundamente, iba yo y lo sacaba de la cama, y él se venía conmigo andando, agarrado con las dos manos al canasto de detrás, con los ojos todavía medio cerrados. Kugen era un buen niño. Cuando se despertaba del todo y veía que la carga que llevaba pesaba demasiado para mí y que cada dos por tres tenía que pararme a descansar, él sacaba un par de coles de los canastos y las llevaba en brazos, andando delante de mí. De vez en cuando, se volvía y me preguntaba:
– ¿Pesa menos?
Yo estaba contentísimo.
– ¡Mucho menos! -le contestaba.
Ahora que lo pienso, Kugen, con cinco años recién cumplidos, ya se había convertido en un buen ayudante mío. Allá donde fuera yo, allá iba él detrás a trabajar conmigo. Hasta sabía segar el arroz. Encargué a un herrero de la ciudad que le hiciera una hoz pequeña. Ese día el crío se puso como loco de contento. Normalmente, cuando íbamos a la ciudad, al pasar por delante de la callejuela de la casa de Erxi, el crío iba para allá como una exhalación, a jugar con sus amiguitos. Ya podía llamarlo, ya, que no me hacía ni caso. Pero ese día, como le dije que le había encargado una hoz, me agarró de la ropa y no me soltó en ningún momento. Estuvimos esperando juntos un buen rato delante de la herrería. En cuanto entraba alguien, él le señalaba la hoz que le estaban haciendo.
– ¡Es la hoz de Kugen! -decía.
Cuando vinieron a buscarlo sus amiguitos para jugar, él les dijo que no muy ufano.
– Ahora no tengo tiempo de hablar con vosotros.
Cuando tuvo su hoz, Kugen no quería soltarla ni para dormir, pero yo no le dejaba, así que dijo que la metería debajo de la cama. Y lo primero que hacía al despertarse por la mañana era buscarla con la mano. Le dije que la hoz, cuanto más se usa, más afilada está; y que el hombre, cuanto más trabajador es, más fuerte se vuelve. El crío se quedó un buen rato mirándome, parpadeando.
– Entonces -dijo de repente-, ¡cuanto más afilada esté la hoz, más fuerte seré yo!
De todos modos, Kugen era un niño, y segaba el arroz mucho más despacio que yo. Al ver que yo iba más rápido, se enfadaba.
– ¡Fugui! -me gritaba-. ¡Ve más despacio!
Como la gente del pueblo me llamaba Fugui, él también me llamaba así, aunque también me llamaba abuelo.
– Esto lo ha segado Kugen -le decía, señalando el arroz que yo acababa de cortar.
Él se echaba a reír muy contento.
– Esto lo ha segado Fugui -decía él señalando lo suyo.
Al ser tan pequeño, también se cansaba pronto, así que iba cada dos por tres a tumbarse en el sendero del bancal y echar una siesta.
– Fugui -me decía-, la hoz ya no está afilada.
Lo que quería decir era que ya no tenía fuerza. Después de echarse un rato, se levantaba, me miraba trabajar y me decía muy chulo:
– ¡Fugui, no pises mi arroz!
Los de los campos de al lado se reían al verlo. Hasta el jefe de equipo se reía. El jefe de equipo estaba igual de viejo que yo, y seguía siendo jefe de equipo. Como en su casa eran muchos, le tocaron cinco mu de tierra, justo pegada a mi campo.
– ¡Menudo pico tiene el mocoso éste, me cago en la mar! -decía él.
– Habla todo lo que no pudo hablar Fengxia -decía yo.
La vida que llevábamos entonces era dura, desde luego, y cansada, pero estábamos contentos. Con Kugen a mi lado, yo vivía mucho más animado. Viéndolo cada día más grande, yo, como abuelo, también estaba cada día más tranquilo. Al atardecer, nos sentábamos los dos en el quicio de la puerta a mirar cómo se ponía el sol, brillando rojo, rojo, sobre los campos, a escuchar las llamadas a casa de los del pueblo, y las dos gallinas que teníamos iban y venían delante de nosotros. Kugen y yo nos queríamos mucho y, cuando estábamos los dos allí sentados, siempre teníamos miles de cosas que decirnos. Al ver a las dos gallinas, me acordaba de lo que decía mi padre en vida, y se lo contaba una y otra vez a Kugen.
– Cuando crezcan -le decía-, se convertirán en ocas. Cuando crezcan las ocas, se convertirán en ovejas. Cuando crezcan las ovejas, se convertirán en bueyes. Y nosotros seremos cada vez más ricos.
Kugen, al oír eso, se reía de buena gana. Se lo sabía de memoria, y muchas veces, cuando salía del gallinero con los huevos, lo cantaba.
Si había muchos huevos, íbamos a la ciudad a venderlos.
– Cuando hayamos ahorrado lo suficiente -le dije una vez-, nos compraremos un buey, así podrás ir a jugar montado en su lomo.
Al oírlo, los ojos le brillaban de ilusión.
– ¡Entonces las gallinas se convertirán en buey! -dijo él.
A partir de entonces, Kugen se pasaba los días deseando que llegara el momento de comprar el buey.
– ¡Fugui! -me decía cada mañana con los ojos muy abiertos-. ¿Compraremos hoy el buey?
A veces, cuando íbamos a la ciudad a vender huevos, me daba pena Kugen y me entraban ganas de comprarle caramelos.
– Sólo uno -me decía él-, que todavía tenemos que comprar el buey.
En un abrir y cerrar de ojos, Kugen cumplió siete años y se puso mucho más fuerte. Ese año, cuando llegó la época de recoger el algodón, dijeron por la radio del pueblo que al día siguiente habría lluvias torrenciales. Me entró una angustia tremenda. El mu y medio que tenía de algodón ya estaba maduro. Si la lluvia lo mojaba, se iba todo al garete. Nada más amanecer, llevé a Kugen al algodonal y le dije que teníamos que recogerlo todo en ese día. Kugen levantó la cara y me dijo:
– Fugui, estoy mareado.
– Date prisa -le dije yo-. Cuando hayamos acabado irás a jugar.
Entonces Kugen se puso a recoger algodón, pero, cuando llevaba un rato, corrió al sendero del bancal a tumbarse. Yo lo llamé, le dije que volviera. Pero él me dijo:
– Estoy mareado.
Pensé: «Bueno, pues que se quede un ratito tumbado.» Pero Kugen no se levantaba, y yo al final me enfadé un poco.
– ¡Kugen, como no recojamos hoy todo el algodón, no podremos comprar el buey!