Sólo entonces se levantó.
– Es que estoy muy mareado -dijo.
Estuvimos trabajando sin parar hasta mediodía. Al ver que habíamos recogido buena parte del algodón, me quedé mucho más tranquilo y llevé a Kugen a casa a comer. Fue cogerle la mano y entrarme pánico. Le toqué la frente: abrasaba. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba enfermo, ¡qué estúpido había sido obligándolo a trabajar! Cuando llegamos a casa, le dije que se acostara. En el pueblo decían que el jengibre fresco lo curaba todo, así que le preparé una decocción de jengibre. Pero en casa no había azúcar, y pensé que echarle un poco de sal era hacerle una faena a Kugen, así que fui a casa de unos vecinos a pedir algo de azúcar.
– Os lo devolveré pronto, cuando venda el arroz -les dije.
– Déjalo, Fugui -me dijeron.
Después de darle la decocción a Kugen, le preparé sopa de arroz y miré cómo se la tomaba. Comí yo también. Nada más comer, tuve que volver al campo.
– Duerme, y ya verás cómo se te pasa -le dije.
Salí de casa, pero no me podía quitar a Kugen de la cabeza, de modo que fui a recoger media olla de judías frescas y volví a casa a preparárselas, con un poco de sal. Puse un taburete junto a la cama, y la olla encima del taburete, y dije a Kugen que comiera. Viendo que había judías, Kugen se rió de contento.
– ¿Por qué no comes tú? -oí que me preguntaba mientras salía.
Volví a casa al atardecer. Había recogido todo el algodón, y estaba que no podía con mis huesos. En el pequeño trayecto desde el campo hasta la puerta de casa, me temblaron las piernas.
– Kugen -llamé al entrar-. Kugen…
Kugen no me contestó. Creí que se había quedado dormido. Fui a ver a la cama. Kugen estaba de través. En su boca entreabierta, se veían dos judías a medio masticar. Al verle la boca, me empezó a zumbar la cabeza: tenía los labios morados. Lo sacudí con fuerza, lo llamé a gritos: su cuerpo tambaleó, sin contestarme. Me quedé espantado, sentado en la cama, pensando. Llegué a pensar si no se habría muerto, y la idea me hizo llorar. Lo sacudí de nuevo, y él siguió sin contestarme. Pensé que igual se había muerto. Entonces salí de casa.
– Ve a ver a Kugen, por favor -pedí a un joven del pueblo que me encontré-, creo que está muerto.
El joven se quedó mirándome un rato, y luego echó a correr hacia mi casa. Él también sacudió a Kugen. Luego le puso la oreja en el pecho, y estuvo así mucho tiempo.
– No se oye el corazón -acabó diciendo.
Vino mucha gente del pueblo. A todos les rogué que fueran a ver a Kugen. Todos fueron a sacudirlo, a ponerle el oído en el pecho, y todos acabaron diciéndome:
– Está muerto.
Kugen había muerto de comer tantas judías, no porque el crío fuera demasiado glotón, sino porque éramos pobres. En el pueblo, cualquier niño vivía mejor que Kugen y, aun así, para ellos era un lujo comer judías. A mí me fallaba ya la cabeza, por eso le había hecho tantas judías: me había vuelto idiota de puro viejo, y había matado a mi Kugen.
A partir de entonces, no me quedó más que vivir solo. Pensé que, al fin y al cabo, tampoco me quedaba mucho tiempo. ¿Cómo iba a imaginar que viviría tantos años? Sigo iguaclass="underline" me siguen doliendo los riñones, se me sigue nublando la vista, pero en cambio oigo muy bien. Cuando habla la gente de por aquí, podría decirte quién es sin verlo. Es verdad que a veces, pensando, me entra tristeza, pero a veces también me entra paz. Yo enterré a toda mi familia, con mis propias manos. Cuando estire la pata, no tendré que preocuparme por nadie. Ya me he hecho a la idea. Cuando me muera, me moriré tranquilo y ya está, no hará falta que ande pensando en quién se ocupará de mi cadáver. Seguro que en el pueblo habrá alguien para enterrarme. Y, si no, cuando empiece a apestar, lo harán para no aguantar el olor. Y no me enterrarán por nada: tengo diez yuanes metidos debajo de la almohada. No pienso tocarlos ni aunque me muera de hambre. Todo el mundo en el pueblo sabe que son para el que me sepulte, y que quiero que me entierren al lado de Jiazhen y mis hijos.
La vida, bien pensado, ha pasado muy rápido, y ha sido tranquila. Mi padre contaba conmigo para traer honor a mis antepasados, pero se equivocó. Éste es el destino que he tenido. De joven, me di la gran vida a costa del dinero de mi familia, y luego, pasé cada vez más miseria. Pero está bien así. Cuando pienso en los demás, por ejemplo en Long Er y Chunsheng, ellos también vivieron bien un tiempo, y al final se les fastidió todo. Lo mejor es llevar una vida normal. Cuando uno lucha por esto o por lo otro, de tanto luchar acaba pagando con la vida. En cambio yo, si lo pienso, he ido tirando y, con el tiempo, yendo cada vez a peor. Pero tengo una vida larga. Todas las personas que he conocido han ido muriendo, y yo sigo vivo.
Al año siguiente de la muerte de Kugen, ya había reunido suficiente dinero para comprar el buey. Viendo que aún me quedaban unos años por vivir, pensé que valía la pena comprarlo a pesar de todo. Un buey es media persona: puede trabajar por mí; cuando no hay trabajo, me hace compañía; cuando estoy decaído le cuento mis penas… Cuando lo llevo a pastar en la orilla, tirando de la cuerda, es como si llevara a un niño de la mano.
El día en que compré el buey, me metí el dinero en la ropa y me puse en camino hacia Xinfeng, porque allí hay una feria de ganado muy importante. Al pasar por el pueblo de al lado, viendo que había un corro de gente en la era, fui a ver qué pasaba, y vi este buey. Estaba tumbado en el suelo, con la cabeza ladeada, y le iban cayendo lagrimones de los ojos, plas, plas. Un hombre desnudo de cintura para arriba estaba afilando un cuchillo de carnicero, ris ras, ris ras, mientras los mirones iban discutiendo sobre cuál era el mejor sitio para meterle la primera cuchillada. Viendo al viejo buey llorar, tan triste, se me encogió el corazón. Pensé que ser buey tenía que ser muy duro: después de haberse deslomado trabajando toda la vida para el hombre, cuando se hacía viejo y perdía fuerza, el hombre lo mataba para comérselo.
No tuve corazón para quedarme en la era viendo cómo lo sacrificaban, así que seguí mi camino hacia Xinfeng. Pero andando, andando, no conseguía quitarme ese buey de la cabeza. Él sabía que iba a morir, tenía un charco de lágrimas debajo de la cabeza.
Cuando más avanzaba, peor me sentía. Y al final pensé: «Lo compro, y no se hable más.» Volví a toda prisa a la era. Ya le habían atado las patas. Me abrí paso a empujones hasta el hombre del cuchillo.
– Ten piedad, véndeme este buey -le dije.
El hombre del torso desnudo estaba probando el filo con los dedos. Se quedó un buen rato mirándome.
– ¿Qué has dicho? -preguntó al fin.
– Que quiero comprar este buey -dije yo.
Se rió a carcajada limpia, y todos los del corro estallaron a risotadas con él. Yo sabía que se estaban riendo de mí. Me saqué el dinero que llevaba encima y se lo puse en la mano.
– Cuéntalo.
El hombre del torso desnudo se quedó patidifuso, mirándome y remirándome, rascándose la nuca.
– ¿De verdad lo quiere comprar? -me preguntó.
No dije nada. Me puse en cuclillas para desatar las patas del buey. Luego, en pie, le di unas palmadas en la cabeza. El animal resultó ser muy listo, se dio cuenta de que ya no iba a morir, y se levantó de golpe, dejando de llorar.
– Cuenta el dinero -dije al hombre mientras agarraba la cuerda.
El tipo se puso el fajo de billetes delante de los ojos, como si comprobara el grosor.
– No lo cuento. Llévate el buey.
Y me lo llevé. Oí detrás de mí las risotadas de la gente.
– Hoy sí que he hecho buen negocio -decía el hombre-, hoy sí que he hecho buen negocio.
Los bueyes entienden al hombre: cuando me lo llevaba, él sabía que yo le había salvado la vida, y se arrimaba a mí, cariñosísimo.
– Anda, anda -le decía yo-, no estés tan contento, que si te llevo conmigo es para que trabajes, no para criarte como si fuera tu padre.