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Estaba yo de lo más contento, cuando alguien me tiró suavemente de la ropa. Bajé la mirada, y era mi mujer. Al verla allí de rodillas, me puse hecho un basilisco, pensando que mi hijo se había arrodillado sin haber nacido siquiera. Me pareció de muy mal agüero.

– ¡Levántate, levántate! ¡Levántate de una puta vez! -le dije.

Jiazhen me obedeció, ya ves, y se puso inmediatamente de pie.

– ¿A qué has venido? -le dije-. ¡Vuelve a casa ahora mismo!

Luego dejé de hacerle caso para observar a Long Er, que agitaba los dados con las dos manos pegadas, como si estuviera venerando a Buda. Apenas los lanzó, se quedó desencajado.

– Si es que tocar el culo a las mujeres trae mala suerte -dijo.

– Pues vaya a lavarse las manos, Long Er -le dije al ver que yo había vuelto a ganar.

– Lávese usted la boca antes de hablar -respondió riendo.

Jiazhen volvió a tirarme de la ropa. La miré, y se había arrodillado de nuevo.

– Vuelve conmigo a casa -dijo con un hilo de voz.

¿Volver yo con la mujer a casa? ¿Acaso Jiazhen no me estaba dejando en ridículo a propósito? Me subió el cabreo de repente. Miré a Long Er y sus hombres, ellos me miraban a mí riéndose.

– ¡Lárgate ahora mismo! -grité a Jiazhen.

– Vuelve conmigo a casa -insistió ella.

Le di dos bofetadas. La cabeza de Jiazhen se bamboleó como un tentetieso. A pesar de los golpes, ahí siguió ella, arrodillada.

– Si no vuelves conmigo a casa, no me levanto.

Cuando lo pienso ahora, se me encoge el corazón. Yo de joven era un cabronazo hijo de puta. Una mujer tan buena, y yo le pegué y le di patadas. Pero aun así, ella siguió arrodillada. Le pegué tanto que hasta yo mismo me aburrí. Se le había soltado el pelo y se había tapado la cara anegada en llanto. Entonces cogí un puñado del dinero que había ganado, se lo di a dos de los hombres que estaban mirando a cambio de que la arrastraran hasta fuera.

– Cuanto más lejos, mejor -les dije.

Cuando se la llevaron a rastras, Jiazhen iba protegiéndose con las manos el vientre abultado. Allí dentro iba mi hijo. La echaron a la calle sin que lanzara un grito ni un chillido. Cuando la dejaron allí tirada, ella se puso en pie apoyándose en la pared. Para entonces ya había oscurecido por completo, y ella emprendió sola el camino de vuelta, poco a poco. Tiempo después le pregunté si en ese momento había llegado a odiarme a muerte.

– No -respondió moviendo la cabeza.

Mi mujer se fue, enjugándose las lágrimas, hasta la entrada a la tienda de cereales de su familia, y allí se quedó un buen rato. Veía la silueta de la cabeza de su padre proyectada en la pared por la luz de la lámpara de aceite. Sabía que el hombre estaba comprobando las cuentas. Se quedó allí un momento, sollozando, y se fue.

Esa noche, Jiazhen anduvo más de diez li [8] en las tinieblas hasta casa. Ella sola, una mujer, y además embarazada de siete meses de Youqing, por un camino plagado de perros ladrando, de baches y charcos, después del aguacero que había caído.

Años atrás, Jiazhen todavía era una estudiante. En aquella época había escuela nocturna en la ciudad, y allí iba ella, con vestido manchú [9] de color blanco y una lámpara de petróleo en la mano. Iba con unas compañeras suyas. Al doblar una esquina, la vi acercarse, cimbreándose; los tacones repiqueteaban en el pavimento de piedra, clic clac, clic clac, como gotas de lluvia. Me quedé mirándola fijamente. En aquella época, Jiazhen era preciosa, con el pelo bien peinado, recogido detrás de las orejas, y el vestido que le iba haciendo arruguitas en la cintura al andar. En ese momento, pensé: «Quiero que sea mi mujer.»

Cuando Jiazhen y sus amigas se alejaron riendo y cuchicheando, pregunté a un zapatero remendón sentado en la acera:

– ¿De quién es esa chica?

– Es la noble hija de los Chen, los de la tienda de arroces -contestó el zapatero.

Nada más llegar a mi casa, fui a ver a mi madre.

– Corre a buscar a una casamentera, que quiero tomar por esposa a la hija de Chen, el dueño del negocio de cereales.

A partir del momento en que echaron a Jiazhen esa noche, empecé a tener mala suerte. Perdí varias manos seguidas. Ante mis ojos, la montañita de dinero que había acumulado encima de la mesa se quedó en menos que un charco de lavazas. Long Er no paraba de reírse, se le iba a deshacer la cara de tanta risa. Estuve jugando hasta el amanecer, la cabeza me daba vueltas y la vista se me nublaba; del estómago me subía un aliento apestoso. En la última partida aposté la cantidad más alta que me había jugado nunca. Me escupí en las manos para frotármelas pensando que toda la suerte del mundo se concentraba en esa tirada. Justo cuando iba a coger los dados, Long Er alzó la mano para detenerme.

– Un momento -dijo-. Traiga una toalla caliente para el señor Xu -ordenó haciendo señas a un camarero.

A esas horas, todos los observadores de la partida se habían ido a dormir y sólo quedábamos los jugadores, los otros dos eran los hombres de Long Er. Más tarde me enteré de que Long Er había sobornado a ese camarero. Me trajo la toalla caliente y, mientras me frotaba la cara con ella, Long Er aprovechó para cambiar a escondidas los dados. Los que sacó estaban trucados. Yo no me di cuenta de nada. Cuando acabé de frotarme la cara, tiré la toalla a la bandeja, cogí los dados y los sacudí como si me fuera la vida en ello. Lancé: la cosa no iba mal, había sacado una puntuación bastante alta.

Cuando le tocó el turno a Long Er, puso sus dados en siete. El puñetero levantó las manos y dio una fuerte palmada gritando:

– ¡Siete!

En esos dados había hecho un agujero y había metido mercurio. Cuando Long Er dio la palmada, el mercurio cayó al fondo, así que, cuando los lanzó, de repente pesaban; rodaron un poco y se pararon en el siete.

Cuando vi que había salido el siete, me zumbó la cabeza: esa vez había perdido en serio. Luego, pensé: «Al fin y al cabo, siempre puedo dejarlo a deber, ya tendré ocasión de volver a ganar», y desapareció la preocupación.

– Póngalo en mi cuenta -le dije, levantándome.

Long Er me hizo seña de que volviera a sentarme.

– Ya no puede dejar a deber nada más -dijo-. Ha perdido los cien mu. Si le hiciera crédito otra vez, ¿con qué me pagaría?

Al oírlo, interrumpí bruscamente mi bostezo.

– No es posible, no es posible -dije de un tirón.

Entonces Long Er y los otros dos acreedores sacaron el libro de cuentas y fueron sumando cada una de las cantidades. Long Er me dio unas palmadas en la cabeza, que había agachado para mirar.

– Joven señor, ¿lo ve? Todas llevan su firma.

Me di cuenta de que había empezado a deberles dinero seis meses atrás y que, en esos seis meses, había ido perdiendo todas las propiedades que me habían dejado mis antepasados.

– Dejen de contar -dije cuando llegaron a la mitad.

Volví a levantarme y, como un pollo apestado, salí de La Casa Verde. Para entonces, ya era totalmente de día, y me quedé allí parado, en la calle, sin saber hacia dónde dirigirme.

– Buenos días, joven amo Xu -saludó a voces, al verme, un conocido que llevaba una cesta de tofu.

Su voz me sobresaltó del susto. Me quedé mirándolo, pasmado.

– ¡Vaya pinta tiene! -dijo risueño-. ¡Está hecho polvo!

El hombre creía que me habían agotado esas mujerzuelas, no sabía que acababa de arruinarme y que me había quedado más pobre que un jornalero. Con una sonrisa amarga, miré cómo se alejaba. Pensé que sería mejor no quedarme allí parado y me puse en camino.

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[8] Medida china de longitud que equivale aproximadamente a medio kilómetro.

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[9] El vestido manchú, o qipao, es el que conocemos como «vestido chino», de cuello cerrado y aberturas laterales.