El haber conocido a Fugui convirtió el tiempo que dediqué a recoger canciones populares en un período de plenitud y de felicidad. Creí que esa tierra fértil y exuberante estaba llena de gente como Fugui. Y efectivamente, después conocí a muchos ancianos como él, con la misma ropa, con la entrepierna de los pantalones colgando a la altura de las rodillas, las arrugas del rostro rebosantes de sol y de barro. Cuando me sonreían, se les veía la boca vacía con los cuatro dientes que les quedaban colgando. Con frecuencia se les saltaban turbios lagrimones, pero no necesariamente porque estuvieran tristes: cuando estaban contentos, o incluso cuando estaban tranquilos y sin ninguna preocupación, también les podían brotar las lágrimas; entonces alzaban sus manos, tan ásperas y agrietadas como los caminos rurales de barro reseco, para enjugarse los ojos, como quien se sacude de encima una paja de arroz.
En cambio, nunca volví a conocer a alguien que me resultara tan inolvidable como Fugui, alguien tan lúcido respecto a sus experiencias pasadas y que las contara con tanta brillantez. Era capaz de verse tal como era en el pasado, de ver con toda precisión sus andares de joven, incluso de ver cómo había ido envejeciendo.
Ancianos así no son fáciles de encontrar en el campo. Quizá las vicisitudes de la vida hayan mermado su memoria; al enfrentarse al pasado, normalmente, se mostraban sobrios y parcos en palabras, y por lo general se salían por la tangente con una sonrisa de perplejidad. No veían sus vidas con cariño. Sólo recordaban alguna anécdota suelta, como de oídas, y ni siquiera eran recuerdos de experiencias personales. Con un par de frases expresaban todo lo que tenían que decir al respecto. Aquí oigo a menudo a las generaciones posteriores reprocharles: «¡Parece mentira que hayas vivido tantos años! ¡Ni que fuera la vida de un perro!»
Fugui era completamente distinto. Le gustaba recordar, le gustaba contar su vida, como si de este modo pudiera revivirla una y otra vez. Su narración me atrapó con fuerza, como las garras de un ave aferran una rama.
Después de que se fuera Jiazhen, sorprendía a menudo a mi madre secándose furtivamente las lágrimas. Al principio, quise encontrar unas frases de consuelo que decirle, pero al verla así, ni siquiera me salían. Ella en cambio solía decirme:
– Jiazhen es tu mujer, no es de nadie más, nadie puede quitártela.
Al oírla sólo podía suspirar para mis adentros. ¿Qué podía decir yo? Una familia tan unida había quedado destrozada como un cántaro de barro hecho pedazos. A menudo, por las noches, tumbado en la cama, no podía dormir, lleno de resentimiento por esto o por aquello; pero al final con quien más resentido estaba era conmigo mismo. Como por las noches daba tantas vueltas a las cosas, por el día me dolía la cabeza. No tenía fuerzas para ir al huerto por hortalizas. Menos mal que tenía a Fengxia. Ella me cogía la mano y me preguntaba:
– Padre, una mesa tiene cuatro esquinas. Si le sierras una esquina, ¿cuántas quedan?
Yo no sabía de dónde había sacado eso Fengxia; pero, cuando le dije que quedaban tres esquinas, se echó a reír de buena gana.
– ¡No, quedan cinco! -dijo.
Al oírlo, quise reír y no pude, pensando en nuestra familia de cuatro personas. Al irse Jiazhen quedó como la mesa a la que sierras una esquina. Y luego estaba el niño que llevaba dentro.
– Cuando vuelva tu madre, seremos cinco.
Después de vender todo lo valioso que había en casa, mi madre empezó a ir con Fengxia a arrancar plantas silvestres comestibles. Allá iba ella con su cesta, bamboleándose con sus pies torcidos, incapaz de andar tan rápido como la niña. Con el pelo ya completamente blanco, tenía que aprender a hacer un trabajo físico que nunca había hecho. Al ver a mi madre de la mano de Fengxia, mirando el suelo a cada paso que daba, cautelosa, se me hizo un nudo en la garganta.
Pensé que ya nunca volveríamos a llevar la vida de antes y que yo tendría que mantener a mi madre y a Fengxia. Hablé a mi madre de ir a la ciudad a pedir un dinero a parientes y amigos para abrir una tiendecita. Al oírlo, mi madre no dijo ni mu. No se hacía a la idea de abandonar ese pueblo. Cuando uno se hace mayor siempre pasa lo mismo, nadie quiere cambiar de sitio.
– Ahora la casa y las tierras son de Long Er -le dije entonces-. Qué más da vivir aquí o en otra parte.
Al oírlo, mi madre se quedó callada un buen rato.
– Aquí sigue estando la tumba de tu padre -dijo por fin.
Con esa sola frase, mi madre me quitó las ganas de buscar más ideas. Después de dar muchas vueltas al asunto, vi que sólo me quedaba ir a ver a Long Er.
Long Er se había convertido en el terrateniente local, y solía vestir ropa de seda y pasearse entre los cultivos con una tetera en la mano, con unos aires que para qué te voy a contar. Iba siempre sonriendo con la boca bien abierta, enseñando las dos muelas de oro que llevaba. A veces sonreía hasta para echar bronca a algún aparcero a quien tuviera atravesado. Yo al principio creía que lo que pasaba es que era amable con la gente, pero poco a poco me di cuenta de que lo hacía para que todo el mundo admirara sus dientes de oro.
Cuando me veía, era relativamente educado conmigo.
– Fugui -me decía con la mejor de sus sonrisas-, pásate por mi casa a tomar un té.
Si yo nunca había ido a casa de Long Er era por temor a que me entrara tristeza. Yo había vivido en esa casa desde que me habían traído al mundo, y ahora era la casa de Long Er, así que imagínate cómo me habría sentido.
Pero en realidad, cuando uno llega a la situación en que estábamos nosotros, tampoco puede andarse con esos reparos. Prácticamente, el dicho «La pobreza merma las ambiciones» me iba que ni pintado. El día en que fui a ver a Long Er, él estaba sentado en el sillón de madera del salón, con las piernas apoyadas en un reposapiés, la tetera en una mano y el abanico en la otra.
– ¡Pero si es Fugui! -dijo al verme, con su sonrisa de oreja a oreja-. Coge un taburete y siéntate.
Él estaba arrellanado en su sillón, sin mover ni un pelo, así que yo no esperaba que se molestara en prepararme una tetera.
– Fugui -me dijo cuando me senté-, has venido a pedirme dinero prestado, ¿no es así?
Sin darme tiempo a contestar que no, prosiguió:
– En teoría, yo debería prestarte algún dinero. Pero sacar de un apuro no saca de la pobreza. Sólo puedo sacarte de un apuro, no de pobre.
– Quisiera arrendar unos mu de tierra -dije asintiendo.
– ¿Cuántos? -preguntó risueño.
– Cinco -contesté.
– ¿Cinco? -preguntó Long Er subiendo las cejas compasivo-. ¿Tendrás fuerzas para labrarlos?
– Es cuestión de práctica -dije.
Long Er se lo pensó un poco.
– Somos viejos conocidos. Te daré cinco mu de buena tierra.
Algún sentido de la amistad tenía Long Er, porque realmente me dio cinco mu de buena tierra. Casi muero de agotamiento al labrarla yo solo. Yo nunca había hecho labores agrícolas, así que me dedicaba a imitar a los aldeanos, imagínate lo lento que iba. Mientras hubiera suficiente luz para ver, allí estaba yo, de sol a sol. Y las noches de luna, también bajaba al campo a trabajar. Los cultivos hay que hacerlos a su debido tiempo. Si no, pierdes toda la cosecha. Y si eso ocurría, no sólo no iba a poder mantener a mi familia, sino que no iba a ser capaz ni de pagar a Long Er el grano del arriendo. Dice el refrán que «El pájaro torpe es el primero en volar»; pues en mi caso, además de volar más temprano, tenía que volar más.
Mi madre me quería muchísimo, así que iba conmigo a trabajar. Pero la pobre, a sus años, con los pies que le impedían moverse bien y la espalda tan anquilosada que, apenas se agachaba un rato, ya no podía volver a levantarse, a menudo se dejaba caer sentada en el suelo.