— Todo lo contrario — respondió el Presidente, frotándose las manos —. Por si no lo sabía, dentro de dos años realizamos nuestra bicentésima Olimpíada. — carraspeó con modestia -: Yo gané una medalla de bronce en los mil metros cuando era joven, por eso presido el comité organizador. Creo que un poco de competencia foránea nos vendría muy bien.
— Señor Presidente — dijo la secretaria del Gabinete —, no sé si el reglamento...
— El reglamento lo hago yo — dijo el Presidente con firmeza —. Capitán, quedan ustedes oficialmente invitados a participar. O desafiados, si lo prefiere.
El comandante de la nave estelar Magallanes estaba acostumbrado a tomar decisiones rápidas, pero por una vez en la vida se quedó sin habla. Antes de que pudiera responder, la jefa del Servicio Médico saltó a la palestra.
— Es usted muy amable, señor Presidente — dijo la cirujana mayor Mary Newton — pero como profesional medico debo señalar que la mayoría de nosotros tenemos mas de treinta años y nos falta entrenamiento. Además la fuerza de gravedad de Thalassa es un seis por ciento mayor que la de la Tierra, lo cual nos coloca en fuerte desventaja. De manera que, a menos que las Olimpíadas incluyan competencias de ajedrez o de naipes...
El Presidente pareció decepcionado, pero recuperó rápidamente la compostura.
— Bueno, si es así... En todo caso, capitán Bey, espero que nos honre con su presencia y entregue algunas de las medallas.
— Encantado — dijo el comandante, que aún no se había recuperado del todo. La conversación había tomado un giro inesperado, y quería volver al tema del día.
— Quisiera explicar el motivo de nuestra presencia, señor Presidente.
— Por supuesto — respondió éste distraídamente. Los pensamientos de Su Excelencia parecían estar en otra parte; tal vez recordaba los triunfos de su juventud. Con evidente esfuerzo volvió al presente. — Su visita nos halaga, pero a la vez nos sentimos algo perplejos. No veo qué puede ofrecerles un mundo tan pequeño como éste. Se habla de hielo, pero me imagino que será una broma.
— De ninguna manera, señor Presidente; hablábamos en serio. Es lo único que vinimos a buscar a Thalassa, aunque después de probar algunos de los manjares locales, sobre todo el queso y el vino que saboreamos en el almuerzo, creo que tendremos algo más que pedir. Pero lo esencial es el hielo. Permítame explicarle. La primera imagen, por favor.
A la vista del Presidente apareció la nave estelar Magallanes, flotando en el espacio. El modelo medía dos metros de longitud, y era tan realista que sintió la tentación de extender la mano para tocarlo; lo hubiera hecho de no haber sido por la presencia de espectadores que comentarían semejante muestra de ingenuidad.
— Como ve, la nave tiene una forma más o menos cilíndrica, de cuatro kilómetros de largo por uno de diámetro. En teoría, puede alcanzar la velocidad de la luz porque el sistema de propulsión se alimenta de la energía del espacio. Pero en la práctica los problemas surgen al alcanzar un quinto de esa velocidad debido al polvo y los gases interestelares. Aunque son muy tenues, un objeto que se desplaza a más de sesenta mil kilómetros por segundo choca contra una enorme cantidad de materia, y a esa velocidad un átomo de hidrógeno puede provocar mucho daño.
»Por eso el Magallanes, como las primeras naves espaciales, lleva un escudo de protección. Cualquier material sirve, con tal de que lo usemos en cantidad suficiente. Ahora bien, dadas las bajas temperaturas que reinan en el espacio interestelar, sería difícil encontrar algo mejor que el hielo. Es económico, fácil de manejar, ¡y sumamente resistente! Ese cono trunco que usted ve representa la forma que tenía nuestro témpano hace doscientos años, cuando partimos del sistema solar. Y éste es el aspecto que presenta ahora.
Desapareció la imagen para dar lugar a otra. La nave seguía igual, pero el cono se había convertido en un disco delgado.
»Es lo que sucede después de abrir un camino de cincuenta años luz en este polvoriento sector de la galaxia. Afortunadamente, el cálculo previo de la tasa de desgaste sólo tuvo un error del cinco por ciento, de manera que nunca corrimos peligro... salvo, claro está, que chocáramos contra algún objeto muy grande, lo cual era una posibilidad muy remota. Ningún escudo, fuese de hielo o de acero reforzado, nos protegería contra un choque verdaderamente fuerte. Bien, el escudo soportaría un trayecto de diez años luz, pero no es suficiente. Nuestro destino, el planeta Sagan 2, se encuentra a setenta y cinco años luz de aquí.
»Y bien, ése es el motivo de nuestra visita a Thalassa, señor Presidente. Queremos pedirles, como regalo, ya que difícilmente podríamos devolverlas, unas cien mil toneladas de agua. Debemos fabricar un nuevo témpano y ponerlo en órbita para que nos abra paso entre las estrellas.
— Pero, ¿cómo podemos ayudarles? En materia de tecnología nos llevan siglos de ventaja.
— No lo creo... claro que ustedes no tienen el empuje cuántico. Con su permiso, el ingeniero jefe Malina le explicará nuestros planos... sujetos a su aprobación, claro.
— Adelante, por favor.
— En primer lugar necesitamos encontrar el sitio adecuado para la planta de hielo. Puede ser en cualquier lugar deshabitado de la costa. No provocará el menor daño ecológico, pero para mayor seguridad podemos instalarla en la Isla Oriental... ¡y esperemos que Krakan no entre en erupción antes de que terminemos el trabajo!
»La planta va está diseñada, sólo requiere algunas modificaciones para adaptarla al sitio escogido. La mayor parte de los equipos pueden entrar en funcionamiento inmediatamente. Es muy sencillo: bombas, sistemas de refrigeración, extractores, grúas: tecnología del segundo milenio.
— Si todo marcha según las previsiones, empezaremos a producir hielo dentro de noventa días. Queremos fabricar bloques de tamaño estándar, de seiscientas toneladas. Alguien les puso el nombre de copos de nieve, por su forma plana y hexagonal.
»Una vez que iniciemos la producción, alzaremos un copo por día. Los pondremos en órbita y los uniremos para formar el escudo. Desde la puesta en órbita del primer copo hasta la prueba estructural final pasarán doscientos cincuenta días. Entonces podremos partir.
Finalizado el informe del capitán, el presidente Farradine permaneció en silencio unos instantes, con la mirada perdida.
— Hielo — dijo finalmente, en tono casi reverente —. Nunca lo he visto, salvo en el fondo de un vaso...
Al estrechar las manos de sus huéspedes, el presidente Farradine se dio cuenta de que sucedía algo extraño. El aroma se había vuelto casi imperceptible.
¿Se había acostumbrado tan rápidamente... o se debilitaba su sentido del olfato?
Ambas cosas, en realidad, pero a medianoche sólo pensaba en esta última. Cuando se despertó sus ojos lagrimeaban y tenía la nariz tan congestionada que casi no podía respirar.
— ¿Qué pasa, querido? — preguntó la señora Presidenta, preocupada.
— ¡Llama al... aaachujff... al médico! — dijo el jefe del Estado —. Al nuestro y al de la nave. No creo que puedan hacer nada, pero quiero decirles... aaachujff... decirles lo que pienso. Espero que no te hayas contagiado tú también.
La esposa del Presidente iba a responder que se sentía bien, pero la interrumpió un violento estornudo.
Se sentaron en la cama y se miraron, desdichados.
— Creo que uno tardaba siete días en curarse — dijo el Presidente con la voz congestionada —. Pero tal vez la ciencia médica avanzó en los últimos siglos.
Sus esperanzas casi se vieron defraudadas. Gracias a los esfuerzos heroicos de los médicos, la epidemia desapareció, sin cobrar víctimas fatales, en seis miserables días.
No fue el mejor de los comienzos para el primer contacto en mil años entre primos separados por espacios siderales.