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12 — Herencia

Llegamos hace dos semanas, Evelyn, pero parece menos, porque son sólo once días de Thalassa. Tarde o temprano deberemos abandonar el antiguo calendario, pero mi corazón seguirá latiendo al ritmo de la vieja Tierra.

Hemos estado muy atareados, y en general la estada es agradable. El único problema que se presentó fue de carácter médico; a pesar de nuestras precauciones, levantamos la cuarentena antes de tiempo, y el veinte por ciento de los habitantes se contagiaron de algún virus. Nuestro sentimiento de culpa fue tanto mayor por cuanto ninguno de nosotros sufrió la menor indisposición. Afortunadamente no hubo muertes que lamentar, pero me parece que los médicos locales no valen gran cosa. La ciencia médica está muy atrasada, y esta gente depende de sistemas automáticos a punto tal, que no saben cómo actuar ante un hecho inesperado.

De todos modos, nos perdonaron. Los habitantes de Thalassa son gente despreocupada y cordial. Son muy afortunados — ¡demasiado afortunados! — de poseer semejante planeta; por contraste, Sagan 2 parece aún más inhóspito.

El único problema real es la falta de tierra, y han tenido el buen criterio de mantener la población muy por debajo del límite máximo. Si alguna vez sienten la tentación de aumentarla, los desalentarán las crónicas históricas de la Tierra, con los horribles barrios pobres de las ciudades.

Es un pueblo hermoso y encantador, y uno casi no resiste la tentación de ayudarles, en lugar de permitir que desarrollen su propia civilización, a su manera. De alguna manera son nuestros hijos, y a todos los padres les resulta difícil aceptar el hecho de que no deben entrometerse.

Claro que no es posible evitarlo por completo: nuestra sola presencia constituye una intromisión. Somos huéspedes inesperados — por suerte, no indeseables — en este planeta. No pueden olvidar que el Magallanes, el último emisario del mundo de sus antepasados, se encuentra en órbita sobre la atmósfera.

He visitado el Primer Descenso — el lugar de su origen — para efectuar el peregrinaje que todo habitante de Thalassa realiza por lo menos una vez en su vida. Es mitad museo, mitad monumento, el único lugar del planeta al que se podría calificar de «sagrado». Nada ha cambiado en setecientos años. La nave de inseminación es un casco vacío, pero de afuera parece como si acabara de aterrizar. A su alrededor se encuentran las máquinas inmóviles: excavadoras, constructoras, fábricas químicas atendidas por robots. Además, claro, de las guarderías y escuelas de la Generación Uno...

No existen crónicas de las primeras décadas: tal vez las destruyeron. A pesar de las previsiones y la planificación, seguramente se habrán producido accidentes biológicos, eliminados de inmediato por el implacable programa. Y la época en que empezaba a desaparecer la generación de aquellos que no tenían padres orgánicos y aparecía la primera de quienes si los tenían seguramente se habrá caracterizado por la gran incidencia de traumas psicológicos.

De todos modos, la tragedia y la tristeza de las Décadas Genéticas ha quedado muy atrás. Los constructores de la nueva sociedad las han olvidado, como nosotros olvidamos las tumbas de los pioneros.

Me gustaría pasar el resto de mi vida aquí; en Thalassa hay material de estudio suficiente para un ejército de antropólogos y psicólogos y especialistas en todas las ciencias sociales. ¡Además, me gustaría conocer a mis colegas de siglos anteriores, explicarles cómo se han resuelto algunos de los problemas que eran objeto de discusiones interminables!

Se puede construir una civilización racional y humanista, totalmente libre de la amenaza de castigos sobrenaturales. Aunque rechazo la censura por principio, parecería que quienes prepararon los archivos para la colonia de Thalassa cumplieron una tarea aparentemente irrealizable. Censuraron diez mil años de historia y literatura, y la tarea se ve justificada por los resultados. Debemos actuar con mucha cautela si queremos restituirles algo de lo que han perdido, aunque se trate de una obra de arte bella y conmovedora.

Los habitantes de Thalassa no han sido envenenados por los productos putrefactos de las religiones muertas; en setecientos años no ha aparecido un solo profeta para difundir una nueva fe. La palabra «Dios» prácticamente ha desaparecido de su idioma: parecen muy sorprendidos, o divertidos, cuando la emplea alguno de nosotros.

Mis amigos los científicos suelen decir que una sola muestra no sirve para hacer una estadística, por eso me pregunto si la ausencia total de la religión en esta sociedad sirve para sacar conclusiones. Sabemos que los genes enviados a Thalassa fueron seleccionados con todo cuidado para eliminar, en lo posible, todas las características sociales indeseables. Sí, ya sé, los genes sólo determinan la conducta humana en un quince por ciento, ¡pero es una proporción muy alta! Los habitantes de Thalassa parecen desconocer características tan indeseables como la envidia, la intolerancia, los celos, la ira. ¿Será resultado de su condicionamiento cultural exclusivamente?

Me gustaría saber qué sucedió con las naves de inseminación lanzadas por los grupos religiosos en el siglo XXVI. El Arca de la Alianza de los mormones, la Espada del Profeta, una medía docena en total. Sería interesante saber si pudieron establecerse y qué papel cumplió la religión en su éxito... o fracaso. Algún día, cuando instalemos la red de comunicaciones, tal vez averigüemos qué les sucedió a los primeros pioneros...

Uno de los resultados del ateísmo total es la falta de imprecaciones. Cuando a alguien se le cae algo sobre el pie, no sabe qué decir. Las referencias a las necesidades naturales del organismo no sirven aquí porque nadie se avergüenza de nada. La única exclamación es «¡por Krakan!», pero todos abusan de ella. En todo caso demuestra la profunda impresión que dejó la erupción del monte Krakan, cuatrocientos años atrás; espero conocerlo antes de partir.

Faltan muchos meses para la partida, pero no me gusta pensar en ella. No es por miedo al peligro: si algo le sucede a la nave, moriré sin siquiera enterarme. Pero me alejaré aún más de la Tierra... y de ti, querida.

13 — Fuerza operativa

— Al Presidente no le va a gustar — dijo la alcaldesa Waldron con satisfacción —. Está empeñado en instalarlos en la Isla Norte.

— Lo sé — dijo el capitán Malina —. Y lamentamos tener que contrariarlo, nos ha sido de gran ayuda. Pero la Isla Norte es demasiado rocosa, y en las zonas costeras hay ciudades. A nueve kilómetros de Tarna hay una bahía totalmente desierta, el declive de la playa es muy suave... es el lugar perfecto.

— Sí, justamente lo que se necesita. ¿Por qué está desierto, Brant?

— Era el Proyecto Manglares. Los árboles murieron, no sabemos por qué, y nadie quiso tomarse la molestia de limpiar el lugar. El aspecto es horrible y el olor es peor todavía.

»Conque ya es una zona de desastre ecológico... ¡Perfecto, capitán! El lugar mejorará gracias a ustedes.

— Le aseguro que la planta es muy bonita y no provocará el menor trastorno al ambiente. Cuando nos vayamos la desmontaremos. A menos que ustedes prefieran mantenerla en funcionamiento, claro está.

— Gracias, pero no veo de qué nos servirían varías toneladas diarias de hielo. Bueno, todo lo que Tarna pueda ofrecerles en materia de alojamiento, comida y trasporte está a su disposición. Me imagino que serán muchos los que bajarán a trabajar.

— Serán cien, más o menos. Agradezco su hospitalidad, pero creo que seríamos pésimos huéspedes. Tendremos que comunicarnos con la nave a cualquier hora del día o de la noche. Así que será mejor que permanezcamos juntos. Levantaremos un pueblo de casas prefabricadas y allí nos instalaremos, con todo el equipo. Espero que no se ofenda por esto: es que cualquier otro arreglo resultaría incómodo.