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Para el fin de la primera semana Terra Nova era un microcosmos funcional de la gran nave que giraba en órbita más allá de la atmósfera. Tenía las instalaciones necesarias para alojar cómodamente a cien tripulantes y brindarles todos los medios de vida, además de una biblioteca, un gimnasio con piscina y un teatro. A los habitantes de Thalassa les encantaron esas instalaciones y no vacilaron en aprovecharlas. Por consiguiente, la población de Terra Nova nunca era inferior al doble de los cien habitantes nominales.

La mayoría de los visitantes — invitados o no — querían ayudar a los huéspedes terrícolas y brindarles una estadía agradable. A los terrícolas les encantaba semejante muestra de amistad, que al mismo tiempo solía dar origen a situaciones embarazosas. Los thalassianos eran gente insaciablemente curiosa, y además desconocían el concepto de la intimidad. Más de uno se ofendía al ver un cartel de «Por favor no molestar», lo cual daba lugar a problemas interesantes...

— Ustedes son oficiales superiores y adultos sumamente inteligentes — había dicho el capitán Bey en la última asamblea de personal a bordo de la nave —. De manera que esta advertencia es innecesaria, creo. Traten de no establecer... esteee... relaciones duraderas hasta que sepamos como piensan los thalassianos. Parecen gente muy amistosa, pero a veces las apariencias engañan. ¿Qué dice usted, doctor Kaldor?

— No pretendo conocer las costumbres de Thalassa en tan poco tiempo, capitán. Pero se me ocurren algunas analogías históricas interesantes con las situaciones que se creaban en la Tierra cuando un barco de vela avistaba un puerto después de una larga travesía. Supongo que la mayoría de ustedes habrá visto ese clásico del video, «Motín a bordo».

— Doctor Kaldor, espero que no me compare con el capitán Cook... quiero decir con el capitán Bligh.

— Bueno, no lo tome como un insulto. El verdadero Bligh fue un navegante extraordinario y víctima de calumnias totalmente injustas. A esta altura bastará con conservar el sentido común, observar los buenos modales y, como usted dice, ser cuidadosos.

¿Me miraba a mí cuando decía eso?, se preguntó Loren. No puede ser, hace tan poco que estamos aquí.

Sus tareas oficiales lo llevaban a conferenciar con Brant Falconer por lo menos diez veces al día. No podía evitar el encuentro con Mirissa... aunque quisiera.

Hasta el momento no se habían encontrado a solas ni intercambiado más que algún saludo. Pero las palabras ya estaban de más.

16 — Diversiones

— Lo que ves allí es un bebé — dijo Mirissa —, y puedo asegurarte que, a pesar de las apariencias, crecerá y algún día será un ser humano normal.

Sonreía, pero sus ojos estaban húmedos. Al ver la mirada fascinada de Loren comprendió por primera vez que debía de haber más niños en la aldea de Tarna que en todo el planeta Tierra durante las últimas décadas, cuando la tasa de natalidad se había reducido prácticamente a cero.

— Y eso... ¿es tuyo?

— Por empezar, no digas eso sino él; es un varón. Es Lester, el sobrino de Brant. Lo estamos cuidando hasta que vuelvan sus padres de Isla Norte.

— Es hermoso. ¿Me permites alzarlo?

En ese preciso instante Lester empezó a berrear.

— Creo que no sería conveniente — rió Mirissa. Lo alzó rápidamente para llevarlo al baño —. Conozco ese llanto. Dile a Brant o a Kumar que te enseñen la casa mientras esperamos al resto de las visitas.

A los habitantes de Thalassa les encantaban las fiestas y no perdían ninguna oportunidad para realizarlas. El arribo del Magallanes era una oportunidad única, que tal vez no se repetiría durante varias generaciones.

Si los huéspedes hubieran tenido la imprudencia de aceptar cuanta invitación se les ofrecía, hubieran pasado los días tambaleándose de una recepción oficial o extraoficial a otra. Pero en el momento oportuno el capitán había emitido una de sus directivas, tan escasas como implacables, que los tripulantes llamaban socarronamente los «rayos de Bey». En este caso los oficiales debían limitarse a una fiesta cada cinco días. En vista del tiempo que se requería para recuperarse de los efectos de la hospitalidad local, algunos consideraban que el capitán había sido excesivamente blando.

La residencia de los Leonidas, ocupada por Mirissa, Kumar y Brant, era un edificio circular construido por la familia seis generaciones atrás. Tenía una sola planta — los edificios de dos plantas eran escasos en Tarna — y un patio central de unos treinta metros de diámetro, sembrado de césped. En el centro había una pequeña laguna a la que se accedía por un bonito puente de madera. Y en la isla se alzaba una palmera, de aspecto bastante mustio.

— Cada tanto tienen que cambiarla — dijo Brant en tono de disculpa —. Algunas plantas terrícolas crecen bien aquí, pero otras se marchitan a pesar de los fertilizantes químicos. Lo mismo sucede con los peces. Los viveros de agua dulce funcionan bien, pero no hay lugar donde instalarlos. Da rabia pensar que tenemos un océano tan enorme y no sabemos aprovecharlo.

Loren pensaba íntimamente que Brant Falconer era un tipo bastante aburrido, no tenía otro tema de conversación que el mar. Con todo, era más conveniente hablar de eso que de Mirissa, que había logrado dormir a Lester y ahora atendía a sus invitados.

Loren se hallaba en una situación con la que jamás había soñado. Había conocido el amor, pero los recuerdos, incluso los nombres, se habían esfumado gracias al lavado de memoria que todos habían recibido antes de abandonar el sistema solar. No trataría de recuperarlos: ¿de qué serviría atormentarse con imágenes de un pasado totalmente destruido?

Le resultaba difícil incluso evocar el rostro de Kitani, aunque la había visto en el hibernáculo la semana anterior. Pertenecía a un futuro que habían acordado compartir, si es que se les daba la oportunidad. Mirissa, en cambio, era el aquí y ahora: un ser vital y risueño, no sometido a animación suspendida durante medio milenio. Lo hacía sentirse hombre, feliz de saber que las tensiones y el agotamiento de los Últimos Días no le habían quitado su juventud.

Cuando se encontraba con ella sentía las ansias que sienten los hombres; sabía que mientras no pudiera satisfacerlas, no recuperaría la paz interior, ni siquiera podría cumplir con sus tareas. A veces el rostro de Mirissa aparecía ante sus ojos, sobreimpreso a los planos y diagramas de Bahía Manglares; entonces se veía obligado a apretar el botón de PAUSA, antes de proseguir su conversación mental con la computadora. Y no conocía peor tormento que el de pasar varias horas en el mismo cuarto con ella sin poder cambiar más que un par de frases circunstanciales.

Para su alegría, Brant se apartó bruscamente y se alejó. Loren no tardó en comprender el motivo:

— ¡Oficial Lorenson! — dijo la alcaldesa Waldron —. Espero que se encuentre a gusto en Tarna.

— Muy a gusto, gracias. No sé si le han presentado a estos caballeros — Alzó la voz, un poco más de lo que admitían los buenos modales, para llamar a un grupo de colegas que acababan de aparecer al otro lado del patio. A pesar de encontrarse fuera de servicio él era su superior: — Alcaldesa Waldron, le presento al teniente Fletcher; es la primera vez que bajas de la nave, ¿no es así, Owen? El teniente Werner, el teniente Ránjit Winson, el teniente Karl Bosley.