— No me gustaría tener semejante responsabilidad.
— Alguien tiene que hacerlo. Los problemas rutinarios los pueden resolver los oficiales superiores consultando al banco de datos. Pero de vez en cuando surge un problema que exige una decisión tomada por una persona con autoridad suficiente para hacerla cumplir. Para eso se necesita un capitán. Un comité no puede gobernar a una nave... al menos, no siempre.
— Sin embargo, así se gobierna Thalassa. ¿Te imaginas que el presidente Farradine pudiera ser capitán de algo?
— Estos duraznos son deliciosos — dijo Kaldor con mucho tacto. Se sirvió otro, aunque sabía que su verdadero destinatario era Loren. — Claro que ustedes son muy afortunados: ¡ni una sola crisis en setecientos años! Creo que fue uno de ustedes quien dijo que Thalassa no tiene historia, solamente estadísticas.
— ¡Pero no es verdad! ¿Y el monte Krakan?
— Ese fue un desastre natural... y no muy catastrófico, que digamos. Me refería a... esteee... crisis políticas... conmociones civiles... esa clase de crisis.
— Gracias a nuestros antepasados terrícolas, que nos legaron una Constitución Jefferson Mark 3 — una Utopía en dos Megabytes, como la llamó alguien — asombrosamente eficiente. Hace trescientos años que no se modifica el programa. Vamos apenas por la Sexta Enmienda.
— Que sigan así por muchos siglos más — dijo Kaldor con fervor —. No me gustaría pensar que debido a nosotros haya que aprobar la Séptima
— Llegado el caso, pasaría antes por los bancos de datos del Archivo. ¿Cuándo volverás a visitarnos otra vez? Me gustaría mostrarte tantas cosas.
— No tantas como las que yo quisiera ver. Ustedes tienen muchas cosas que nos resultarán útiles en Sagan 2, — aunque es un mundo muy distinto. (Y mucho menos agradable, pensó.)
En ese momento llegó Loren: evidentemente iba de la sala de juegos a las duchas. Vestía pantaloncillos muy cortos y llevaba un toalla sobre los hombros. Al verlo, Mirissa sintió que se le aflojaban las rodillas.
— Me imagino que los venciste a todos, como siempre, Kaldor ¿No te aburres?
— Algunos de estos chicos de Thalassa aprenden rápido. Uno acaba de hacerme tres tantos. Claro que yo jugaba con la zurda.
— Por si acaso no te lo dijo, cosa que dudo — le dijo Kaldor a Mirissa —, Loren fue campeón mundial de tenis de mesa en la Tierra.
— No exageres, Moses. Llegué a ser quinto en la tabla mundial, y en los últimos tiempos el nivel había descendido muchísimo. Cualquier jugador chino del tercer milenio me hubiera derrotado sin ningún problema.
— ¿Por qué no le enseñas a Brant? — dijo Kaldor con una sonrisa maliciosa — Sería una situación interesante.
Se hizo silencio, y luego Loren respondió, altanero:
— No sería justo.
— Bueno, pero el hecho es que Brant quiere enseñarte algo a ti — dijo Mirissa.
— Ah, ¿sí?
— ¿Es cierto que nunca saliste a navegar?
— Sí, es cierto.
— Pues bien, Brant y Kumar te invitan a salir con ellos mañana. Te esperan a las ocho y media en el Muelle Tres.
Loren se volvió hacia Kaldor:
— ¿No será un poco riesgoso? — preguntó en tono fingidamente serio —. No sé nadar.
— No te preocupes por eso — dijo Kaldor —. Si piensan llevarte en un viaje sin retorno eso no tendrá la menor importancia.
18 — Kumar
En sus dieciocho años de vida, Kumar Leonidas había conocido una sola gran tragedia: su estatura era inferior en diez centímetros a lo que él hubiera deseado, y siempre sería así. No por casualidad su sobrenombre era Leoncito... aunque no eran muchos los que se atrevían a usarlo en su presencia.
A falta de estatura, se había esforzado por desarrollar su musculatura. Más de una vez Mirissa le había dicho, entre divertida y exasperada, que si dedicara tanto tiempo al cerebro como al cuerpo sería el genio más grande de la historia de Thalassa. Lo que nunca le había dicho — y casi no se atrevía a reconocer — era que al verlo realizar sus ejercicios matutinos, los sentimientos que bullían en su seno no eran precisamente los de una hermana. A ello se unían los celos, puesto que no era la única admiradora que salía a mirarlo: casi todos los coetáneos de Kumar lo hacían. Según un envidioso rumor, Kumar había hecho el amor con todas las jovencitas y la mitad de los jovencitos de Tarna: era una exageración, pero no del todo infundada.
Pero a pesar del abismo intelectual que lo separaba de su hermana, Kumar no era un cuerpo con mucho músculo y poco seso. Cuando algo atraía su interés, no descansaba hasta aprenderlo, por más tiempo que le llevara. Era un navegante extraordinario, y desde hacía más de dos años construía un hermoso kayak de cuatro metros con ayuda de Brant. Había terminado el casco, pero todavía no había iniciado la construcción de la cubierta...
Siempre decía que algún día lo botaría, entonces sus detractores no podrían burlarse. Sea como fuere, el «kayak de Kumar» se había convertido en una frase proverbial en Tarna, que significaba cualquier tarea sin terminar... y en Tarna no faltaban.
Aparte de esa tendencia a aplazar sus tareas — rasgo típico de los thalassianos — el defecto principal de Kumar era su carácter aventurero y su gusto por las bromas pesadas. Todos le decían que algún día sufriría las consecuencias.
Pero por pesadas que fuesen sus bromas nadie se enojaba con él, por su falta total de malicia. Era franco hasta la ingenuidad; jamás mentía. Por eso podían perdonarle — y le perdonaban — muchas cosas.
La llegada de los visitantes había sido el acontecimiento más emocionante de su vida. Le fascinaban sus equipos, sus grabaciones en audio y video, sus anécdotas, en fin, todo. Y puesto que veía a Loren con frecuencia, rápidamente se apegó a él.
Cosa que a Loren no le gustaba demasiado. Si había algo más desagradable que una pareja mal avenida, era ese aguafiestas tradicional, el hermanito menor entrometido.
19 — Bicho bonito
— No puedo creerlo, Loren — dijo Brant Falconer —. ¿Nunca saliste a navegar en un bote, o en un barco?
— Me parece recordar que alguna vez crucé una laguna en una balsa de caucho. Creo que tenía cinco años, más o menos.
— Ya verás que te gustará. Hay una calina chicha, así que no te marearás. Tal vez quieras bucear con nosotros.
— No, gracias. Una nueva experiencia por vez es bastante. Además, he aprendido que nunca se debe molestar a los hombres cuando están trabajando.
Brant tenía razón; era agradable navegar en el pequeño y silencioso trimarán, llevado por sus hidropropulsores hacia el arrecife. No obstante, en el primer momento, al alejarse de la seguridad de tierra firme, había llegado al borde del pánico.
Su sentido del ridículo lo había salvado de quedar como un idiota. Había atravesado cincuenta y cinco años luz de espacio, la travesía más larga jamás efectuada por seres humanos, para llegar a ese planeta, y ahora se asustaba porque se alejaba a un par de cientos de metros de tierra firme...
No había manera de rechazar el desafío. Sentado serenamente en la popa, contemplaba a Falconer al timón (¿a qué se debería esa cicatriz lívida que le surcaba los hombros? Ah, sí, le había contado cómo se había estrellado en un microavión, años atrás...) y se preguntaba en qué estaba pensando el thalassiano.
No podía imaginar una sociedad humana, por despreocupada y esclarecida que fuese, totalmente libre de celos o de egoísmo sexual. Claro que hasta el momento — ¡desgraciadamente! — no había sucedido nada que pudiera despertar los celos de Brant.