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Loren no había cambiado ni cien palabras con Mirissa, y casi todas en presencia de su esposo. Esposo no: esos términos no se empleaban en Thalassa hasta el nacimiento del primer hijo. Si el primogénito era varón, la madre casi siempre — no invariablemente — tomaba el apellido del padre. Si era niña, ambas usaban el apellido de la madre hasta el nacimiento del segundo y último hijo.

Los thalassianos no se escandalizaban fácilmente. Les disgustaba la crueldad, sobre todo hacia los niños. Otro motivo de escándalo era el tercer embarazo, en ese mundo de veinte mil kilómetros cuadrados de tierra firme.

La tasa de mortalidad infantil era tan baja que bastaban dos nacimientos por pareja para mantener una población constante. La historia de Thalassa conocía un solo caso de una pareja que había tenido, mejor dicho padecido, quintillizos. Y aunque difícilmente pudiera echarse la culpa a la pobre mujer, su memoria estaba rodeada de esa atmósfera especial de depravación que recordaba a una Messalina, una Lucrecia Borgia, una Faustina.

Tendré que actuar con mucho, pero mucho cuidado, pensó Loren. No había duda de que Mirissa lo consideraba un hombre atractivo. Era evidente, por su expresión, el tono de su voz y, más aún, por esos roces casuales de las manos y los cuerpos que duraban más de lo estrictamente necesario. Los dos sabían que sólo era cuestión de tiempo. También Brant lo sabía: de eso estaba seguro. Sin embargo, a pesar de la tensión, sus relaciones seguían siendo amistosas.

Se apagaron los propulsores y el barco se detuvo junto a una gran boya de vidrio que flotaba serenamente en el agua.

— Es nuestra fuente de energía — dijo Brant —. Nos alcanza con las baterías solares, porque sólo usamos algunos cientos de vatios. Esa es la ventaja de tener mares de agua dulce. Los océanos de la Tierra eran demasiado salitrosos, hubieran absorbido cientos de kilovatios.

— ¿Estás seguro de que no quieres probar, tío? — preguntó Kumar con una sonrisa maliciosa.

Loren meneó la cabeza. Al principio lo había sorprendido ese trato, empleado por toda la población juvenil de Thalassa, pero finalmente se había acostumbrado. En realidad le gustaba pensar que tenía varias decenas de sobrinas y sobrinos.

— Gracias, prefiero mirarlos a través de la mirilla, por si se los comen los tiburones.

— ¡Tiburones! — dijo Kumar con tristeza —. Qué maravilla. Ojalá los hubiera aquí. El buceo sería mucho más emocionante.

Loren observó a Brant y Kumar con interés técnico, mientras se colocaban el equipo. Era extraordinariamente sencillo en comparación con el traje espacial, y el tanque de presión era un objeto diminuto que cabía en la palma de la mano.

— Quién hubiera pensado que ese tanque de oxígeno pueda durar más de un par de minutos — dijo.

Brant y Kumar lo miraron con desdén.

— ¡Oxígeno! — gruñó Brant —. El oxígeno es un veneno mortal a más de veinte metros de profundidad. Lo que hay en ese frasco es aire. Y es sólo una provisión de emergencia, que se consume en quince minutos.

Señaló un aparato con forma de agalla en la mochila que Kumar acababa de alzar sobre sus hombros:

— El oxígeno que uno necesita está disuelto en el agua, la cuestión es saber extraerlo. Para ello se requiere energía, una batería que haga funcionar las bombas y los filtros. Con ese aparato podría quedarme una semana entera bajo el agua, si quisiera. — Señaló una pantalla con caracteres fluorescentes de color verde, sujeta a su muñeca izquierda:

— Aquí está toda la información que necesito: profundidad, carga de la batería, tiempo de permanencia, nivel de descompresión...

Loren se arriesgó a formular otra pregunta idiota:

— ¿Por qué usas máscara y Kumar no?

— Sí que uso — rió Kumar —. Mira bien.

— Ah, sí, ya veo. Muy cómodo.

— Son molestas, salvo que uno viva en el agua, como Kumar — dijo Brant —. Yo probé los lentes de contacto, pero me irritaron los ojos. La máscara es anticuada, pero no trae tantos problemas. ¿Listo?

— Listo, capitán.

Saltaron al unísono, por las bandas de babor y estribor, con tanta sincronización que el bote casi no se hamacó. Loren los vio bajar hasta el arrecife, a través del grueso paño de vidrio sobre la quilla. La profundidad era de veinte metros, pero parecía mucho menos.

Ya habían arrojado los cables y herramientas al fondo, y los dos buzos pusieron manos a la obra de reparar el enrejado roto. Cada tanto intercambiaban alguna frase breve e incomprensible, pero en general trabajaban en silencio. Ambos conocían la tarea tan bien, que podían entenderse sin palabras.

Para Loren el tiempo transcurría con rapidez. Pensaba que estaba contemplando un mundo nuevo; y efectivamente, así era. Había visto innumerables documentales filmados en los océanos terrestres, pero los seres vivos que pasaban ante su vista eran completamente desconocidos. Discos rodantes, masas gelatinosas, alfombras flotantes, espirales que giraban como tirabuzones: por más imaginación que pusiera, ninguna de esas criaturas guardaba la menor semejanza con algo que pudiera llamarse un pez. En una sola ocasión creyó reconocer algo: un veloz torpedo que desapareció casi al instante. Si tenía razón, ese pez era un terrícola exiliado más.

Pensó que Brant y Kumar se habían olvidado de él, pero se sobresaltó al oír una voz por el intercomunicador.

— Ya salimos. Estaremos contigo en veinte minutos. ¿Todo bien?

— Perfecto — dijo Loren —. Me pareció ver un pez terrestre hace unos minutos.

— Yo no lo vi.

— El tío tiene razón, Brant — dijo Kumar —. Hace cinco minutos pasó una trucha mutante de veinte kilos. La asustaste con tu soldador.

Se alzaban lentamente del fondo del mar, siguiendo la elegante catenaria de la cuerda del ancla. Se detuvieron cinco metros debajo de la superficie.

— Este es el momento más aburrido del trabajo — dijo Brant —. Quince minutos de espera. Canal dos, por favor. Gracias, pero baja un poco el volumen.

Probablemente era Kumar quien había elegido la música para acompañar la descompresión; su ritmo violento no parecía demasiado acorde con la serenidad del panorama submarino. Contento de no encontrarse inmerso en ella, Loren se apresuró a apagarla apenas los buzos reiniciaron el ascenso.

— Una mañana bien aprovechada — dijo Brant al subir a cubierta —. Voltaje y corriente normales. Podemos volver a casa.

Loren los ayudó a desembarazarse de los equipos, cosa que ambos agradecieron. Estaban agotados y tiritaban de frío, pero se reanimaron tras beber un par de tazas de un brebaje caliente y dulce que los thalassianos llamaban té, a pesar de su escasa semejanza con la infusión terrícola del mismo nombre.

Kumar puso en marcha el motor mientras Brant hurgaba entre los objetos amontonados sobre el piso del bote hasta encontrar un pequeño frasco de colores brillantes.

— No, gracias — dijo Loren, cuando Brant le ofreció una pildorita, de efecto levemente narcótico —. No quiero contraer ningún hábito que sea difícil de abandonar.

No había terminado de hacer esa observación cuando comprendió su error. Tal vez la hizo por un impulso perverso de su subconsciente, tal vez por sentirse culpable. De todas maneras, Brant no advirtió ninguna intención oculta en sus palabras. Tendido de espaldas, las manos entrelazadas bajo la nuca, contemplaba el cielo despejado.

— De día se ve el Magallanes — dijo Loren para cambiar de tema —. La cuestión es saber dónde mirar. Yo nunca pude verlo.

— Mirissa lo ha visto varias veces — terció Kumar —. Me mostró cómo hacerlo. Hay que llamar al Observatorio para averiguar la hora del tránsito y salir y tenderse de espaldas. Es como una estrella brillante y no parece moverse, pero si apartas la vista un solo instante lo pierdes.

Kumar desaceleró el motor, navegó a baja velocidad por unos instantes y luego detuvo el bote por completo. Loren echó una mirada a su alrededor para orientarse y advirtió con sorpresa que se encontraban por lo menos a un kilómetro de Tarna. Junto al bote flotaba otra boya, con una bandera roja y una gran letra P.