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Evidentemente, la ciclovía no estaba destinada al tránsito pesado. Medía menos de un metro de ancho, y al principio Loren tenía la sensación de transitar sobre una cuerda de equilibrista. Mantenía la vista clavada en la espalda de Mirissa (cosa nada desagradable) para no salirse del camino; pero al cabo de un par de kilómetros ganó confianza suficiente para gozar del panorama. Cuando se cruzaban con vehículos que venían en dirección contraria todo el mundo bajaba de sus bicicletas: nadie quería ni pensar en las consecuencias de un choque a semejante velocidad. Tendrían que volver a pie, cargando la bicicleta sobre el hombro...

Andaban en silencio, interrumpido de tanto en tanto cuando Mirissa le señalaba algún árbol raro o un lugar especialmente bello. Loren jamás había conocido tanto silencio; en la Tierra siempre había estado rodeado de ruidos, y en la nave uno vivía en medio de un reconfortante concierto de ruidos mecánicos, interrumpidos de vez en cuando por una alarma estridente.

Pero ahora los árboles que lo rodeaban formaban un invisible muro anaecoico, donde el silencio parecía absorber cada palabra apenas la pronunciaban. Al principio Loren gozaba con esa situación novedosa, pero luego empezó a desear que algún ruido llenara el vacío acústico. Sintió la tentación de encender su trasmisor para escuchar un poco de música, pero sabía que a Mirissa no le agradaría.

De repente, para su sorpresa, escuchó algunas notas de la música bailable local, provenientes de los árboles. Puesto que ninguno de los tramos rectos de la vía tenía más de doscientos o trescientos metros, debía aguardar a doblar la curva siguiente para ubicar la fuente. Era un melodioso monstruo musical que avanzaba a paso de hombre, abarcando todo el ancho de la vía. Parecía un robot sobre orugas; al apartarse del camino para dejarlo pasar, Loren vio que era una máquina automática de reparación de caminos. Al saltar sobre algunos baches y tramos desparejos se había preguntado si el Departamento de Obras Públicas de Isla Austral no pensaba hacer algo al respecto.

— ¿A qué se debe la música? — preguntó —. No creo que la máquina sepa apreciarla.

No había terminado la frase cuando el robot le habló en tono severo: «Por favor no transite sobre la vía hasta pasados los cien metros porque está blanda. Por favor no transite sobre la vía hasta pasados los cien metros porque está blanda. Gracias.»

Mirissa advirtió su sorpresa y rió.

— Sí, tienes razón, es una tontería. La música sirve para advertir a los que vienen en sentido contrario.

— ¿No sería mejor una bocina?

— Uy, sería demasiado... agresivo.

Parados al borde de la vía, esperaron a que pasara el convoy de tanques, unidades de control y pavimentadoras. Loren no pudo resistir la tentación de tocar la superficie con el dedo; era cálida y blanda, y parecía húmeda aunque estaba totalmente seca. Pocos segundos más tarde estaba dura como una piedra. Loren observó su huella digital. He dejado mi marca en Thalassa, pensó con sorna. Allí permanecerá... hasta que vuelva el robot.

La vía ascendía por una ladera y Loren descubrió que ciertos músculos de sus muslos y pantorrillas, de cuya existencia ni siquiera estaba enterado, empezaban a exigir su atención. Un poco de tracción mecánica no le hubiera venido nada mal, pero Mirissa había rechazado los aparatos eléctricos por considerarlos innecesarios. No disminuía su velocidad: a Loren no le quedaba más remedio que tomar aliento y tratar de mantenerse a la par.

De pronto oyó un suave rugido. ¿Un centro de pruebas espaciales en esa parte de la isla? Imposible. El volumen del ruido aumentaba a medida que se acercaban; segundos antes de verlo, Loren lo identificó.

La catarata no era impresionante en comparación con las de la Tierra: unos cien metros de altura por veinte de ancho. Caía en medio de nubes de espuma a una pequeña laguna, cruzada por un puente metálico.

Para su alivio Mirissa bajó de su bicicleta y sonrió con malicia. Señaló con la mano:

— ¿No observas nada... raro?

— ¿Raro en qué sentido? — preguntó Loren, en busca de algún indicio. Sólo se veían árboles y plantas, y la vía que serpenteaba más allá del puente.

— Los árboles. ¡Mira los árboles!

— ¿Qué pasa con los árboles? No sé nada de botánica.

— Ni yo pero, ¿no observas nada? Mira bien.

Los miró, perplejo. Y poco después comprendió, porque un árbol es una pieza de ingeniería natural, y él era ingeniero.

Los del otro lado de la cascada habían sido diseñados por otras fuerzas. No reconocía las especies de los árboles que lo rodeaban, pero le resultaban vagamente conocidos, seguramente vendrían de la Tierra... Si, ése sólo podía ser un roble; y aquel arbusto cubierto de hermosas flores amarillas lo había visto en alguna parte, mucho tiempo atrás.

Más allá del puente había otro mundo. Los árboles — si es que lo eran — parecían toscos, mal terminados. Algunos tenían troncos cortos y gruesos de donde brotaban escasas ramas cubiertas de espinos; otros eran helechos gigantes; otros parecían gigantescos dedos esqueléticos con anillos espinosos en las articulaciones. Ninguno tenía flores...

— Comprendo. Es la vegetación de Thalassa.

— Sí, salida del mar hace pocos millones de años. A este lugar lo llamamos la Gran Divisoria. Más que eso, es un campo de batalla entre dos ejércitos, nadie sabe cuál vencerá. ¡Esperamos que ninguno de los dos! La flora terrestre es más evolucionada, pero la local se adapta mejor al suelo. De tanto en tanto uno de los bandos invade el territorio del otro, y entonces venimos nosotros con nuestras herramientas para impedir que se radique.

Qué extraño, pensó Loren al cruzar el puente a pie, llevando la bicicleta. Por primera vez desde que llegué a Thalassa siento que estoy en un mundo extraño...

Esos árboles toscos y helechos primitivos tal vez fueron la materia prima de los yacimientos de carbón, la fuente de energía de la Revolución Industrial que había llegado justo a tiempo para salvar a la raza humana. No le hubiera sorprendido que algún dinosaurio irrumpiera entre las plantas; pero entonces recordó que esa flora apareció en la Tierra cien millones de años antes de los lagartos terribles.

— ¡Maldición! ¡Krakan! — exclamó Loren, a punto de montar su bicicleta.

— ¿Qué pasa?

Loren se dejó caer sobre algo que por suerte resultó ser un colchón de musgo.

— Calambre — murmuró, con los dientes apretados. Empezó a masajearse los músculos de la pantorrilla.

— Déjame que te ayude — dijo Mirissa con voz confiada.

Poco a poco el dolor disminuyó bajo sus masajes rudos pero agradables.

— Gracias — dijo Loren después de un rato —. Me duele mucho menos. Pero sigue, por favor.

— No tenía intención de parar — susurró ella.

Y poco después los dos mundos se fundieron en uno.

IV — KRAKAN

21 — Academia

La Academia de Ciencias de Thalassa tenía un número estrictamente limitado de miembros: la prolija cifra binaria de 100000000, o, para los que preferían contar con los dedos, 256. Ese criterio excluyente era muy del gusto de la Oficial Científica del Magallanes, porque demostraba un alto nivel de calificación. La Academia era una institución muy seria: su presidente le había dicho que en ese momento sólo tenía doscientos cuarenta y un miembros. el resto de los puestos los habían declarado desiertos por falta de méritos.