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»Y así tendremos un planeta virgen más grande que la Tierra, con un veinte por ciento de superficie oceánica y una temperatura media de veinticinco grados. El contenido de oxígeno en la atmósfera será un treinta por ciento inferior al de la Tierra, pero aumentará. Entonces habrá llegado el momento de despertar a los novecientos mil seres humanos en hibernación y obsequiarles el nuevo mundo.

»Ése es el plan previsto, a menos que algún hecho o descubrimiento inesperado nos obligue a alterarlo. Y en el peor de los casos...

La doctora Varley vaciló, luego sonrió severamente: No, pase lo que pasare, ustedes no volverán a vernos aquí. Si no podemos colonizar Sagan 2, tenemos otro blanco treinta años luz más allá. Tal vez sea mejor que aquél.

»Tal vez algún día colonizaremos los dos. Pero eso es cosa del futuro.

Pasaron varios minutos antes de que se iniciara la discusión. Los académicos habían quedado estupefactos, lo cual no les impidió brindar un cerrado aplauso a la conferenciante. La inició el presidente, quien, por experiencia, siempre traía un par de preguntas preparadas de antemano.

— Una pregunta trivial, doctora Varley: ¿a qué o quién se debe el nombre del planeta?

— Se lo bautizó así en homenaje a un escritor de novelas científicas de principios del tercer milenio.

La pregunta rompió el hielo, tal como el presidente lo había previsto.

— Usted dijo que Sagan 2 tiene un satélite, doctora. ¿Qué sucederá cuando se modifique la órbita del planeta?

— Sufrirá algunas perturbaciones leves, nada más. Seguirá a su centro.

— Si la directiva del... ¿el 3500, dijo?...

— 3505.

— ...hubiera sido aprobada años antes, ¿estaríamos nosotros aquí? ¡Thalassa hubiera sido un planeta prohibido!

— Buena pregunta, en la nave la hemos discutido. La misión de inseminación del 2751, la Nave Madre en Isla Austral, hubiera sido indudablemente contraria a la Directiva. Por suerte no existe ese problema. Aquí no hay animales terrestres, por consiguiente, no se ha violado el principio de no intromisión.

— Quiero hacer una pregunta muy especulativa — dijo una académica muy joven, y su observación provocó las sonrisas de los mayores —. Coincidimos en que el oxígeno es señal de vida pero, el postulado contrario, ¿es igualmente cierto? Podemos imaginar que existen toda clase de criaturas, incluso formas de vida inteligentes, en planetas sin oxígeno, inclusive sin atmósfera. Muchos filósofos postulan que la evolución conduce a la aparición de máquinas inteligentes. Si es así, éstas preferirían una atmósfera que no las oxidara. ¿Han calculado la edad de Sagan 2? Tal vez ya superó la era de la biología que requiere oxígeno. ¿Saben que no se encontrarán con una civilización integrada por máquinas?

Se alzó un coro de gruñidos, y una voz murmuró, «¡eso es ciencia ficción!» en tono de fastidio. La doctora Varley aguardó a que se hiciera silencio y respondió lacónicamente:

— Ese no es un problema que nos quite el sueño. El principio de no intromisión no se aplicaría a una civilización de máquinas. ¡Más bien deberíamos preocuparnos por lo que ellas nos harían a nosotros!

Un hombre muy anciano — la persona más vieja que la doctora Varley había visto en Thalassa — se paró lentamente en el fondo de la sala. El presidente garabateó una nota y se la pasó: «Prof. Derek Winslade — 115 años — D. de la ciencia de T. — historiador». La doctora Varley la leyó, perpleja, hasta que una misteriosa intuición le dijo que D. significaba Decano.

No es casual, pensó, que el decano de la ciencia thalassiana sea un historiador. En setecientos años de historia de las Tres Islas, había aparecido apenas un puñado de pensadores originales.

Pero no debía ser injusta. La verdad era que los thalassianos se habían visto obligados a construir la infraestructura de su civilización a partir de cero; no habían tenido oportunidades ni incentivos para desarrollar investigaciones que no fuesen de aplicación práctica inmediata. Y existía un problema más profundo y suticlass="underline" el de la población. Ninguna disciplina científica podría contar en un momento dado con el número de investigadores necesario para alcanzar la «masa crítica»: la cantidad mínima de cerebros activos necesaria para conducir la investigación hacia un nuevo campo del saber.

Esta ley sólo conocía excepciones — muy raras por otra parte — en los campos de la música y las matemáticas. En cualquier momento y lugar podía surgir un genio solitario — un Mozart, un Ramanujan —, capaz de lanzarse a navegar por los mares del pensamiento. El único ejemplo que podía mostrar la ciencia local era Francis Zoltan (214-242), cuyo nombre, quinientos años después, aún era objeto de veneración. Sin embargo, la doctora Varley tenía algunas dudas respecto de su genio. Tenía la impresión que nadie comprendía sus descubrimientos en el campo de los números hipertransfinitos. Nadie había podido someterlos a la prueba última de la verdadera genialidad, desarrollándolos a partir de donde los había dejado su autor. A tantos años de distancia no se había podido verificar ni refutar su célebre «última hipótesis».

Sospechaba — aunque su buen sentido le impedía hablar de ello con sus colegas thalassianos — que Zoltan debía su exagerada reputación a su trágica muerte, acaecida a temprana edad: los recuerdos de lo que había hecho se confundían con los de lo que hubiera podido llegar a hacer. Había muerto mientras nadaba frente a la costa de Isla Norte, y ese hecho había dado lugar a numerosos mitos y leyendas románticas — un desengaño amoroso, un rival celoso, la incapacidad de someter sus teorías a la crítica, el terror que el hiperinfinito había despertado en él —, ninguno de los cuales tenía el menor asidero. Pero servían para engrandecer el recuerdo del gran genio de Thalassa, muerto en el apogeo de su carrera.

¿Qué decía el anciano profesor? Ufff, qué fastidio. Nunca faltaba alguien que hiciera una pregunta ajena al tema o aprovechara la ocasión para exponer alguna teoría propia. Gracias a su larga experiencia la doctora Varley sabía tratar a esos individuos inoportunos y provocar risas a costa de ellos. Pero tratándose del Decano de la ciencia, rodeado por respetuosos colegas y en su propio terreno, debería emplear mucho tacto.

— Esteee... profesor Winsdale — (Winslade — susurró el presidente, pero la doctora pensó que una rectificación sólo empeoraría la cosas) — su pregunta, aunque muy importante, merece una conferencia aparte. Incluso diría que merece todo un seminario para profundizar siquiera un poco.

»Pero quiero responder a su primera crítica, que hemos escuchado varias veces. No puedo aceptarla. No hemos querido mantener el empuje cuántico en secreto. La teoría se encuentra almacenada en el Archivo de la nave y quedará registrada en el Archivo General de Thalassa, junto con otros materiales.

»Pero nadie debe hacerse ilusiones. Francamente, ninguno de los tripulantes activos de la nave comprende el empuje. Sabemos usarlo, nada más.

»Entre los tripulantes en hibernación hay tres científicos que, se dice, son especialistas en el problema. No los despertaremos antes de llegar a Sagan 2, a menos que nos enfrentemos a problemas muy serios.

»Sé de hombres que se volvieron locos al tratar de visualizar la geometrodinámica del superespacio y averiguar por qué el universo tiene once dimensiones, en lugar de una cifra redonda como diez o doce. Recuerdo lo que me dijo el jefe de trabajos prácticos del curso sobre propulsión básica:

»Si usted comprendiera el empuje cuántico, no se encontraría aquí sino en el Instituto de Estudios Superiores de Lagrange-1. Y trazó la siguiente analogía, que me fue muy útil para curar el insomnio y las pesadillas provocadas por el concepto de diez a la menos treinta y tres centímetros.