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»Lo único que necesita saber la tripulación del Magallanes es cómo actúa el empuje, me dijo. Son como ingenieros de una red de distribución de energía eléctrica. Les basta saber cómo distribuir la energía, no cómo generarla. Sí el generador es una máquina sencilla, como un dínamo diesel, una batería solar o una turbina hidroeléctrica, los ingenieros podrían comprender los principios básicos de su funcionamiento, pero ese conocimiento no sería necesario para el buen cumplimiento de sus tareas.

»O bien el generador de electricidad podría ser algo mucho más complejo, como un reactor de fisión, o un reactor termonuclear de fusión, o un catalizador de muones, o un nódulo de Penrose, o un núcleo de Hawking y Schwarzchild... ¿comprenden? No comprenderían cómo funciona, pero como ingenieros sabrían distribuir la energía eléctrica según fuese necesario.

»Asimismo, pudimos traer el Magallanes de la Tierra a Thalassa y podremos seguir, espero, hasta Sagan 2, sin saber en el fondo cómo funciona. Tal vez pasen varios siglos, pero algún día aparecerá un nuevo genio capaz de comprender el empuje cuántico.

»Y quién sabe si no aparecerá aquí. Un Francis Zoltan moderno, nacido en Thalassa. Y en ese caso ustedes nos devolverán esta visita...

En realidad no lo creía. Pero fue un buen remate, que le ganó una ovación.

22 — Krakan

— El problema no es si podemos hacerlo — dijo el capitán Bey, pensativo —. Los planes están casi terminados, el problema de la vibración de los compresores ya está resuelto y los trabajos de preparación del lugar están muy avanzados. Contamos con el personal y los equipos necesarios. La pregunta es: ¿conviene hacerlo?

Miró a los cinco oficiales de su Estado Mayor, sentados en torno a la mesa ovalada del salón de reuniones del personal de Terra Nova. Todos volvieron las miradas hacia el doctor Kaldor, quien alzó las manos en gesto de resignación:

— Comprendo, el problema no es técnico. Por qué no me ponen al tanto.

— La situación es la siguiente — dijo el capitán Mauna. Se apagaron las luces y sobre la mesa apareció un modelo de las Tres Islas, flotando en el aire. Pero en realidad no era un modelo: si se agrandaba la imagen, el espectador veía a los habitantes en sus tareas cotidianas.

»Creó que los thalassianos temen al monte Krakan, aunque en realidad es un volcán muy dóciclass="underline" ¡nunca mató a nadie! Allí está el centro de comunicaciones entre las islas. La cima se encuentra a seis kilómetros sobre el nivel del mar, es el punto más alto del planeta. Es el lugar ideal para instalar las antenas; todos los servicios de larga distancia pasan por ahí y son retransmitidos a las otras dos islas.

— Siempre me ha llamado la atención — dijo Kaldor suavemente — el hecho de en dos mil años no hayamos podido superar las ondas de radio.

— El universo cuenta con un solo espectro electromagnético, doctor Kaldor. Debemos aprovecharlo lo mejor posible. Los thalassianos tienen la suerte de que entre los extremos de las islas Norte y Austral no haya más de trescientos kilómetros de distancia, de manera que el monte Krakan alcanza a ambas. No necesitan satélites de comunicación.

»El único problema es el acceso y el clima; los nativos dicen que Krakan es el único lugar del planeta donde hace mal tiempo. Cada tantos años alguien tiene que escalar la montaña, reparar las antenas, remplazar las células y baterías solares y despejar la nieve. No es gran problema, pero requiere mucho trabajo.

— Cosa que los thalassianos siempre tratan de evitar — terció la jefa médica Newton —. Aunque en realidad no tiene nada de malo que ahorren sus energías para cosas más importantes, como el deporte y el atletismo. Iba a agregar «y para hacer el amor», pero sabía que la broma incomodaría a varios colegas.

— ¿Por qué escalan la montaña? — preguntó Kaldor —. ¿Por qué no vuelan hasta la cima? He visto que tienen aviones de despegue vertical.

— Sí, pero el aire está muy enrarecido y hay mucha turbulencia. Ha habido varios accidentes, por eso prefieren el otro método.

— Comprendo — dijo Kaldor pensativamente —. El viejo problema de la no intromisión. ¿Debilitaremos su confianza en sí mismos? Muy poco, no tendría importancia en mi opinión. Si rechazamos un pedido tan modesto se sentirán ofendidos, y con razón, en vista de la ayuda que nos brindan en la planta de hielo.

— Lo mismo pienso yo. ¿Alguna objeción? Perfectamente. Señor Lorenson, el asunto queda en sus manos. Use el avión que quiera, siempre que no se lo necesite para Operación Copo de Nieve.

A Moses Kaldor le fascinaban las montañas; lo hacían sentirse más cerca de ese Dios cuya inexistencia no terminaba de aceptar.

Parado en el borde de la gran caldera, contemplaba el mar de lava, petrificada tiempo atrás, pero de cuyas grietas aún escapaban jirones de humo. Hacia el oeste, en la distancia, se veían claramente las dos islas grandes, como nubes oscuras sobre el horizonte.

El frío penetrante y la necesidad de ahorrar el aliento agregaban su cuota de emoción al momento. Muchos años atrás habla leído, en alguna novela de viajes y aventuras, la frase «aire embriagador como el vino». En ese momento había deseado preguntarle al autor si había respirado mucho vino últimamente, pero ahora la expresión no le parecía tan ridícula.

— Ya terminamos la descarga, Moses. Podemos volver cuando quieras.

— Gracias, Loren. Me gustaría quedarme hasta la noche, cuando vuelvas a recoger a los demás, pero podría ser peligroso debido a la altura.

— Los ingenieros han traído tubos de oxígeno.

— No lo decía por eso, sino porque un tocayo mío tuvo muchos problemas por subir a un monte.

— Perdón, no comprendo.

— No me hagas caso; sucedió hace muchísimo tiempo. El avión alzó vuelo desde el borde del cráter, y los trabajadores de la cuadrilla de reparación agitaron las manos en señal de despedida. Habían descargado sus herramientas y equipos y se disponían a cumplir con ese rito que precedía a cualquier tarea en Thalassa. Alguien preparaba el té.

El avión se alzó lentamente, esquivando la maraña de antenas de todos los tamaños y formas conocidos. Todas apuntaban al Oeste, hacia las dos islas brumosas. Si el avión llegara a interferir alguna emisión, se perderían incontables gigabits de información, y los thalassianos lamentarían haber pedido su ayuda.

— ¿No vamos hacia Tarna?

— Enseguida, pero antes quiero echar un vistazo a la montaña. Mira, ¡ahí está!

— ¿Qué cosa? Ah, si. ¡¡Por Krakan!!

Una exclamación muy apropiada, en verdad. Surcaba el suelo una profunda hondonada, de unos cien metros de ancho. En el fondo de la hondonada estaba el Infierno.

Los fuegos del núcleo del joven planeta se alzaban hasta pocos metros de la superficie. Un río amarillo brillante con vetas escarlatas bajaba lentamente hacia el mar. ¿Quién podía asegurar que el volcán no volvería a entrar en erupción, que sólo aguardaba una oportunidad propicia?, se preguntó Kaldor.

Pero no era el río de lava lo que buscaban. Más allá había un pequeño cráter, de un kilómetro de diámetro, en cuyo borde se alzaban los restos de una antigua torre. Al acercarse comprobaron que tres torres equidistantes se habían alzado desde el borde de la caldera, pero que de dos de ellas sólo quedaban los cimientos.

En el fondo del cráter vieron una maraña de cables retorcidos y láminas metálicas, restos del gran radiorreflector que alguna vez había estado suspendido de las torres. En el centro se hallaban los restos del equipo de recepción y trasmisión, parcialmente hundidos en un pequeño lago alimentado por las frecuentes lluvias de la montaña.

Contemplaron las ruinas de los últimos lazos con la Tierra, en silencio, como obedeciendo a un acuerdo tácito.