»Loren sugirió que no hablara de ello en mi informe, y tuvo razón. Al presidente Farradine jamás se le ocurrió formular lo que para mí era una pregunta obvia: ¿cómo haremos para trasportar ciento cincuenta mil toneladas de hielo hasta el Magallanes?
24 — Archivo
Cuando sus tareas lo permitían, Moses Kaldor buscaba la paz monacal de Primer Descenso y permanecía allí durante horas e incluso días. Se sentía como un joven estudiante frente al arte y a los conocimientos de la humanidad. Era una experiencia estimulante y deprimente a la vez: el universo estaba al alcance de sus manos, pero lo abrumaba la desesperación al pensar que en toda su vida sólo alcanzaría a explorar una minúscula fracción. Se sentía como un hombre hambriento ante una mesa cubierta de manjares que se extiende hasta donde alcanza al vista: un banquete tan enorme que destruye el apetito.
Con todo, ese cúmulo de sabiduría y cultura representaba tan solo una parte de la cultura del hombre: faltaba una buena parte de ese legado, y Moses Kaldor sabía que ello no era accidental sino fruto de un plan deliberado.
Mil años antes, hombres de genio y buena voluntad habían reescrito la historia y registrado las bibliotecas de la Tierra para decidir qué era lo que la humanidad debía conservar o arrojar a las llamas. Empleaban un criterio sencillo, aunque difícil de aplicar. Sólo entrarían a las memorias de las naves de inseminación aquellas obras artísticas o históricas que ayudaran a la supervivencia y la estabilidad social del hombre en los nuevos mundos.
Era una tarea ímproba y a la vez desgarradora. Con los ojos llenos de lágrimas, los equipos de trabajo habían condenado a las llamas a los Vedas, la Biblia, el Tipitaka, el Corán, junto con la vasta obra literaria — de ficción y no ficción — basada en ellos. No podía permitirse que esas obras, a pesar de su belleza y sabiduría, contaminaran los planetas vírgenes con los antiguos venenos del odio religioso, la fe en lo sobrenatural y la cháchara piadosa en la cual miles de millones de hombres y mujeres habían buscado consuelo a costa de confundir sus mentes.
Entre las víctimas de la gran purga se contaban las obras de los maestros de la novela, la poesía y el teatro, que por otra parte carecerían de sentido al quedar aisladas de su contexto filosófico y cultural. Lo único que se conservó de Homero, Shakespeare, Milton, Tolstoy, Melville, Proust (el último gran autor de obras de ficción, antes de que la revolución electrónica eliminara a la página impresa) fueron algunos centenares de miles de pasajes cuidadosamente escogidos. Se excluyó todo cuanto se relacionaba con la guerra, el crimen, la violencia y las pasiones destructivas. Si los sucesores nuevos — y perfeccionados — del Homo Sapiens llegaran a redescubrirías, seguramente les opondrían sus propias obras literarias. No era conveniente estimular esa reacción antes de tiempo.
La música — exceptuando la ópera — y las artes visuales habían corrido mejor suerte. Sin embargo, el material disponible era tan vasto que fue necesario realizar una selección, en ocasiones arbitraria. Las futuras generaciones se preguntarían qué había sido de las primeras treinta y ocho sinfonías de Mozart, de la segunda y la cuarta de Beethoven, de la tercera a la sexta de Síbelius.
Moses Kaldor era consciente de sus responsabilidades y también de sus deficiencias — las deficiencias de cualquier hombre, por grande que fuera su talento — para realizar la tarea que tenía entre manos. Los gigantescos bancos de datos del Magallanes contenían obras que el pueblo de Thalassa desconocía, y que aceptaría con avidez aunque no las comprendiera del todo. La estupenda recreación de la Odisea realizada en el siglo XXV — la mirada angustiada de un clásico de la guerra tras medio milenio de paz —, las grandes tragedias de Shakespeare en la extraordinaria versión en lingua de Feinberg, La guerra y la paz de Lee Chow: eran tantas las posibilidades que el solo nombrarlas le llevaría horas, tal vez días.
Sentado en la biblioteca del Instituto del Primer Descenso, Kaldor se sentía tentado de cumplir el papel de dios de este pueblo razonablemente feliz y nada ingenuo. Comparaba las listas del banco de datos con las de la nave y tomaba nota de los pasajes eliminados o condensados. Rechazaba la censura por principio, pero no podía dejar de reconocer el buen criterio con que se la había aplicado en algunos casos, teniendo en cuenta las necesidades de una colonia recién fundada. Pero ahora que ésta se desarrollaba con todo éxito, tal vez convendría crear una pequeña conmoción, a fin de inyectarle un poco de creatividad...
De tanto en tanto lo distraía alguna llamada desde la nave, o los grupos de jóvenes thalassianos que venían a conocer su historia. En general no le molestaban las interrupciones; una de ellas le provocaba un evidente placer.
Casi todas las tardes, cuando no la detenía alguna tarea de las que en Tarna llamaban urgentes, Mirissa ascendía la cuesta en su hermoso caballo Bobby. Los visitantes se habían sorprendido al encontrar caballos en Thalassa, ya que nunca los habían visto en la Tierra. Pero los thalassianos amaban los animales y habían recreado varias especies a partir de los depósitos de material genético que habían heredado. Algunas eran inútiles o directamente molestas, como los picaros monitos que robaban objetos pequeños de las Lasas en Tarna.
Mirissa siempre traía alguna golosina local — fruta, un trozo de queso — que Kaldor aceptaba agradecido. Pero agradecía aún más su presencia; quién hubiera dicho que el gran orador, acostumbrado a hablar ante cinco millones de personas — ¡más de la mitad de la última generación! — aguardaría con ansia a su auditorio de una...
— Piensas en términos de megabytes porque vienes de una familia de bibliotecarios — dijo Moses Kaldor —. Permíteme recordarte que la raíz de la palabra biblioteca significa libro. ¿Hay libros en Thalassa?
— Claro que sí — dijo Mirissa, ofendida; no se había dado cuenta de que Kaldor bromeaba —. Tenemos millones de libros... bueno, miles. Hay un hombre en Isla Norte que publica unas diez ediciones por año, en tiradas de unos pocos cientos de ejemplares. Hermosos... y carísimos. Se regalan en ocasiones especiales. A mí me regalaron uno cuando cumplí veintiún años: «Alicia en el país de las maravillas».
— Me gustaría verlo. Amo los libros, tengo casi un centenar en la nave. Cuando alguien habla de bytes, divido por un millón y pienso en un libro: un gigabyte equivale a mil libros, y así sucesivamente. Si no, no comprendo a la gente cuando habla de bancos de datos y trasferencia de información. ¿Cuántos libros hay aquí?
Sin apartar la vista de Kaldor, Mirissa apretó una serie de botones en su consola.
— Esa es otra cosa que nunca pude aprender — dijo él con admiración —. Alguien dijo una vez que a partir del siglo XXI la raza humana se dividió en dos especies: los Verbales y los Digitales. Sé usar el tablero, desde luego, pero prefiero hablar con mis colegas electrónicos.
— De acuerdo a la última verificación, que se realiza una vez por hora, seiscientos cuarenta y cinco terabytes. — dijo Mirissa.
— A ver... casi mil millones de libros. ¿Y cuántos había al comienzo?
— No necesito buscar ese dato: seiscientos cuarenta.
— Significa que en setecientos años...
— Sí, ya sé: sólo hemos escrito un par de millones de libros.
— No los critico por eso. La calidad es mucho más importante que la cantidad. Me gustaría conocer lo que tú consideras que son las mejores obras de la literatura de Thalassa, y también de la música. Ahora nosotros tenemos un problema: decidir qué obras les dejamos. Hay más de mil megalibros en el banco general de datos del Magallanes. ¿Tienes idea de lo que eso significa?
— Si te dijera que sí, te quitaría el placer de decírmelo. No soy tan cruel.