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— Mira esas tenazas; tienen que ser muy fuertes para cortar los filamentos.

— Bueno, menos mal que es vegetariano.

— ¿Quieres hacer la prueba? Yo no.

— Pensé que tal vez lo conocerías y podrías hablarnos de él.

— Hay cientos de criaturas en el mar de Thalassa que no conocemos. Algún día construiremos sumergibles para aguas profundas e investigaremos. Hay otros problemas más urgentes, y son pocos los que se interesan por la vida submarina.

Pronto serán muchos, pensó Loren. Veamos cuánto tarda Brant en observar el detalle...

— La oficial científica Varley ha verificado los datos. Dice que hubo una criatura parecida a ésta en la Tierra, millones de años atrás. Los paleontólogos la llamaron escorpión marino, un nombre muy adecuado. Esos océanos primitivos debieron de ser muy interesantes.

— Es el tipo de animal que a Kumar le encantaría perseguir — dijo Brant —. ¿Qué harán con él?

— Lo estudiaremos y después lo pondremos en libertad.

— Veo que le han puesto una marca para rastrearlo.

— No se la pusimos nosotros — (Muy bien, eres buen observador, pensó Loren) —. Mírala bien.

Brant se arrodilló junto a la pileta, con una mirada perpleja. El gigantesco «escorpión» no le hizo caso, siguió cortando las algas con sus poderosas tenazas.

Una de ellas mostraba un detalle que no era naturaclass="underline" un trozo de alambre enlazado como una pulsera tosca, a la altura de la articulación de la garra derecha.

Al reconocer el alambre, Brant abrió la boca de par en par y se quedó sin habla.

— Parece que tengo razón — dijo Loren —. Ahora sabes quién destrozó tu trampa. Creo que deberíamos hablar con la doctora Varley... y con los científicos de aquí, por supuesto.

— Soy astrónoma — protestó Anne Varley desde su oficina en el Magallanes —. Lo que ustedes necesitan es un comité interdisciplinario de zoólogos, paleontólogos, etnólogos y unos cuantos «ólogos» más. Hice lo que pude, encontrarán los datos en el Banco 2. bajo la palabra clave SCORP. Busquen ahí y buena suerte.

A pesar de su tono socarrón, la doctora Varley, eficiente como siempre, había buceado en las profundidades casi infinitas de la sabiduría atesorada en los bancos de datos de la nave. Había algunas pautas a seguir; mientras tanto, el objeto de tanta atención se alimentaba serenamente en su piscina, sin hacer el menor caso a los visitantes que venían a estudiarlo o simplemente a contemplarlo boquiabiertos.

A pesar de su aspecto terrorífico y de sus tenazas de medio metro de longitud, capaces aparentemente de decapitar a un hombre sin gran esfuerzo, la criatura no demostraba la menor agresividad. No mostraba deseos de escapar, tal vez porque había hallado una fuente de alimento abundante. Algunos pensaban que la había atraído algún componente químico de las algas.

No se sabía si era capaz de nadar, ya que se limitaba a arrastrarse sobre sus seis robustas patas. Su cuerpo de cuatro metros de longitud estaba recubierto de un caparazón de colores vívidos, notablemente flexible gracias a sus numerosas articulaciones.

Otro rasgo notable era su boca, semejante a un pico de ave y bordeada de una hilera de palpos o tentáculos pequeños. Guardaban una semejanza extraordinaria — más aún, inquietante — con los dedos humanos, y parecían igualmente diestros. Aunque su función principal parecía ser la manipulación de alimentos, evidentemente eran capaces de cumplir tareas mucho más complejas, y era fascinante observar cómo coordinaban sus movimientos con los de las tenazas.

Su visión debía ser excelente, ya que poseía dos pares de ojos: el par mayor seguramente estaba destinado a la luz tenue, ya que se mantenían cerrados durante el día. En síntesis, poseía todo lo necesario para explorar y manipular su ambiente; las premisas fundamentales de la inteligencia.

Nadie hubiera sospechado que semejante criatura pudiera ser inteligente, si no fuera por el cable enlazado a la tenaza derecha. Aunque en realidad eso no demostraba nada. En la Tierra habían existido animales que recogían objetos extraños, algunos de ellos fabricados por el hombre, y los usaban de distintas maneras.

Como demostraban los documentales, especies tan distintas como el ave del paraíso australiana y la rata de las Montañas Rocosas de Norteamérica tenían la manía de coleccionar objetos de colores brillantes y ordenarlos en forma artística. La Tierra había conocido incontables misterios, que jamás serían resueltos. Quizás el escorpión de Thalassa seguía la misma tradición irracional, por razones igualmente inescrutables.

Se postularon diversas hipótesis. La más aceptada — porque no requería gran inteligencia de parte del escorpión — sostenía que la pulsera era un adorno. Se requería destreza para enlazar el cable, y muchos se preguntaban si la criatura era capaz de hacerlo sin ayuda.

No podía descartarse la ayuda humana. Tal vez el escorpión era un animal de laboratorio de algún sabio excéntrico, pero eso no parecía muy probable. En Thalassa se conocían todos, no había manera de guardar semejante secreto.

Existía otra teoría, tan improbable como apasionante.

Tal vez la pulsera era una insignia de grado.

26 — Copo De Nieve

Era una tarea altamente especializada, con largos períodos de inactividad, y el teniente Owen Fletcher tenía mucho tiempo para pensar. Demasiado.

Era un pescador de caña que debía alzar una presa de seiscientas toneladas con una cuerda de fuerza inimaginable. Una vez al día la sonda cautiva autodirigida bajaba hacía Thalassa, soltando el cable a lo largo de una complicada curva de treinta mil kilómetros de longitud. Se dirigía automáticamente a la carga que lo aguardaba y, una vez efectuados los controles, se iniciaba el levantamiento.

Los dos momentos críticos eran el inicio, cuando el copo de nieve se alzaba de la planta de fabricación, y el acercamiento final al Magallanes, cuando el gran hexágono de hielo era ubicado a un kilómetro de la nave. La operación se iniciaba a medianoche en Tarna y culminaba seis horas después en la órbita estacionaria del Magallanes.

Si el arribo y el armado se producían durante el día, lo más importante era mantener el copo de nieve a la sombra, para impedir que los fuertes rayos del sol thalassiano derritieran la valiosa carga. Una vez ubicado detrás del escudo antisolar, las garras de los brazos mecánicos lo despojaban de la película aislante que lo protegía durante el ascenso.

Luego se lo separaba de la plataforma, la cual volvía al planeta en busca del copo siguiente. A veces la plancha metálica, semejante a una gran sartén hexagonal diseñada por un cocinero loco, quedaba adherida al hielo, y se hacía necesario aplicar un poco de calor cuidadosamente controlado.

Por último, el témpano, de forma geométrica perfecta, quedaba ubicado a cien metros del Magallanes, y entonces comenzaba la parte más difícil de la operación. El comportamiento de una masa de seiscientas toneladas en la ingravidez total era algo absolutamente nuevo para la experiencia humana; sólo una computadora podía calcular la magnitud y dirección de las fuerzas y aplicarlas en el momento justo para llevar el témpano artificial a su posición final. Claro que siempre existía la posibilidad de alguna emergencia, un imprevisto que superara la capacidad del robot más complejo. Fletcher se encontraba en su puesto justamente para esa eventualidad, que hasta el momento no se había producido.

Construimos un gran panal de hielo, pensó. La primera capa estaba casi terminada, faltaban otras dos. De no mediar algún accidente, terminarían el escudo en ciento cincuenta días. Lo someterían a una aceleración baja para verificar que los hexágonos estaban firmemente unidos y luego el Magallanes iniciaría el último tramo de su viaje a las estrellas.