Fletcher trabajaba a conciencia, pero sólo con su mente. Su corazón estaba en otra parte, concretamente en Thalassa.
Había nacido en Marte, y en Thalassa había encontrado todo lo que le faltaba a su estéril planeta natal. Había visto cómo la obra de varias generaciones desaparecía entre las llamas: ¿qué objeto tenía seguir viaje durante siglos hasta otro mundo, si en éste estaba el Paraíso?
Y además, una muchacha lo esperaba allá abajo, en Isla Austral...
Su decisión era prácticamente irrevocable: llegado el momento, desertaría de la nave y que los terrícolas prosiguieran su viaje sin él, para empeñar sus fuerzas e inteligencia — y, ¿quién sabe?, desgarrar sus corazones y sus cuerpos — contra las duras rocas de Sagan 2. Les deseaba suerte; en cuanto a él, una vez cumplido su deber, formaría su hogar en este lugar.
También Brant Falconer, treinta mil kilómetros más abajo, acababa de tomar una decisión crucial.
— Me voy a Isla Norte.
Tendida a su lado, Mirissa lo escuchaba en silencio. Después de un rato que a Brant le pareció muy largo, le preguntó por qué, sin demostrar la menor sorpresa ni pesar. Cuántas cosas han cambiado, pensó él. Sin embargo, antes de que pudiera responder, ella añadió:
— No estarás a gusto allá.
— Tal como están las cosas, estoy menos a gusto aquí. Este ya no es mi hogar.
— Siempre será tu hogar.
— No lo será mientras el Magallanes siga en órbita allá arriba.
Mirissa extendió su mano en la oscuridad para tomar la del extraño tendido a su lado. Para su alivio, él no la rechazó.
— Brant, escúchame. Esto no fue premeditado. Tampoco Loren lo quiso así, estoy segura.
— Eso no cambia las cosas, ¿verdad? Francamente, no comprendo qué te atrae en él.
Mirissa tuvo que reprimir una sonrisa. ¿Cuántos hombres le habrían dicho lo mismo a cuántas mujeres en el curso de la historia? ¿Cuántas mujeres habrían dicho, «no comprendo qué te atrae en ella»?
Claro que no había respuesta posible; el intento de hallarla sólo empeoraría las cosas. Pero a veces trataba de identificar, para su propia satisfacción, el elemento preciso que había generado esa atracción mutua entre ella y Loren desde la primera vez que se vieron.
Lo más importante era la misteriosa alquimia del amor, fuera del alcance de la razón e inexplicable para quien no conociera esa ilusión. Pero algunos elementos podían ser identificados y explicados por el pensamiento lógico. Convendría identificarlos porque tal vez le ayudarían a afrontar el momento de la inevitable separación.
Un elemento era el trágico encanto que rodeaba a los terrícolas. Pero con ser tan importante, no diferenciaba a Loren del resto de sus camaradas. ¿Qué tenía él, que no tenía Brant?
Desde el punto de vista amatorio no tenía preferencias; Loren ponía un poco más de imaginación, Brant un poco más de pasión (aunque últimamente le parecía que se había vuelto un tanto rutinario). Cualquiera de los dos sabría hacerla feliz. Entonces, no era eso...
Tal vez el ingrediente que ella buscaba ni siquiera existía. No era un elemento aislado, sino todo un conjunto de cualidades. Sus instintos, más acá del pensamiento consciente, habían sumado los tantos, y Loren aventajaba a Brant. Así de sencillo.
En un sentido, Loren dejaba muy atrás a Brant. Era un hombre dinámico y ambicioso, y esas características eran muy escasas en Thalassa. Seguramente lo habrían escogido justamente por esas cualidades, que serían tan necesarias en los próximos siglos.
Brant jamás había demostrado la menor ambición, aunque no podía negar que era emprendedor como lo demostraba su proyecto, aún inconcluso, de trampa para peces. Lo único que le pedía al universo era que le proporcionara máquinas inteligentes con que jugar; últimamente Mirissa pensaba que él la incluía en ese rubro.
Loren era todo lo contrario: pertenecía a la gran estirpe de los exploradores y aventureros, los hombres que hacían la historia en lugar de someterse dócilmente a sus imperiosas directivas. Al mismo tiempo sabía mostrarse cálido y comprensivo: estos rasgos afloraban raramente, aunque con frecuencia creciente. Mientras congelaba los mares de Thalassa, su corazón empezaba a derretirse.
— ¿Qué harás en Isla Norte? — susurró Mirissa (ya había aceptado su decisión).
— Me necesitan para equipar el Calypso. los norteños no conocen el mar.
Por consiguiente, no escapaba de su lado, pensó Mirissa con alivio: tenía una tarea que cumplir.
El trabajo le ayudaría a olvidar... hasta que, tal vez, llegara el momento de volver a recordar.
27 — Espejo del pasado
Moses Kaldor alzó el módulo hacia la luz y lo contempló como si pudiera leer su contenido.
— Aquí, entre el pulgar y el índice, tengo un millón de libros — dijo —. ¿No es un milagro? Me pregunto qué dirían Caxton y Gutenberg.
— ¿Quiénes? — preguntó Mirissa.
— Los inventores de la imprenta. Nunca sospecharon la magnitud de su invento. Pero ahora debemos pagar el precio de nuestro ingenio. Suelo tener una pesadilla: uno de estos módulos contiene un dato de importancia vital; por ejemplo, el remedio que permita poner fin a una epidemia feroz, pero hemos perdido la clave para encontrarlo. Sabemos que está en una página entre estas mil millones, pero no sabemos en cuál. ¡Qué frustración, sostener la respuesta en la palma de la mano y no poder ubicarla!
— ¿Y cuál es el problema? — preguntó la secretaria del Capitán. Joan LeRoy, especialista en el almacenamiento y clasificación de datos, ayudaba a transferir los archivos de la nave al Archivo General de Thalassa. — Basta conocer la palabra clave y preparar un programa de ubicación. En un par de segundos recorres mil millones de páginas.
— Acabas de echar a perder mi pesadilla — suspiró Kaldor. Y sonrió: — ¿Si conoces la palabra clave? ¿Nunca te has topado con algo que ni siquiera sabías que necesitabas hasta el momento de verlo?
— Eso sólo puede suceder si no sabes organizar tus cosas — replicó la teniente LeRoy.
Les encantaban estos intercambios de pullas irónicas, y Mirissa nunca sabía si debía tomarlos en serio. No es que Joan o Moses la excluyeran de sus conversaciones: los mundos en que se habían educado eran tan disímiles que a veces ella creía escuchar una conversación en un idioma desconocido.
— Bien, con eso terminamos el Índice Maestro. Ahora cada cual sabe lo que tiene el otro; el resto es sencillísimo, ¿no? Decidir qué es lo que se quiere transferir. Cuando nos encontremos a setenta y cinco años luz de distancia será mucho más difícil, por no decir caro.
— Ahora que lo mencionas — dijo Mirissa —, la semana pasada vino una delegación de Isla Norte: el presidente de la Academia de Ciencias y un par de físicos.
— A ver si adivino: querían el empuje cuántico.
— Así es.
— ¿Qué dijeron?
— Parecían encantados y hasta sorprendidos de encontrarlo. Se llevaron una copia.
— Les deseo suerte, la necesitarán. Si quieres, diles lo siguiente. Alguien dijo una vez que el verdadero objeto del empuje cuántico no es una cuestión trivial, como la exploración del universo. Algún día lo necesitaremos para impedir que el cosmos se hunda en el Agujero Negro primigenio y poder iniciar el próximo ciclo de la vida.
Sobrevino un silencio reverente, que fue roto por Joan LeRoy:
— Bueno, eso no sucederá bajo el gobierno actual. Manos a la obra, nos faltan unos cuantos megabytes antes de terminar por hoy.
A veces, cuando se cansaba de trabajar, Moses Kaldor salía de la Biblioteca de Primer Descenso y daba un paseo para relajarse. Recorría el Museo de Bellas Artes y hacía una visita guiada por computadora a la Nave Madre (nunca seguía el mismo recorrido dos veces seguidas: quería cubrir el mayor terreno posible) o visitaba el Museo del Tiempo.