Siempre había una larga cola — en su mayoría estudiantes o niños con sus padres — ante las exhibiciones panorámicas de la Tierra. A Moses Kaldor le incomodaba aprovechar su situación privilegiada para adelantarse a la cola. Se justificaba con la excusa de que los thalassianos tenían toda una vida para gozar de estas vistas de un mundo que no habían llegado a conocer; a él le quedaban apenas unos meses para volver a visitar su antiguo hogar.
A veces acompañaba a un grupo de amigos, a quienes les resultaba difícil creer que Moses Kaldor nunca había estado en esos lugares que contemplaban juntos. Lo que veían había sucedido ochocientos años antes de su nacimiento: la Nave Madre había partido de la Tierra en el 2751, Kaldor había nacido en el 3541. Sin embargo, a veces se presentaba una escena conocida, y los recuerdos lo trasportaban hacia atrás con fuerza irresistible.
El panorama más realista y evocador era el del «café en la acera». Se sentaba a una mesa bajo un toldo y bebía vino o café, mientras la vida de una ciudad pasaba ante sus ojos. Mientras permaneciera sentado ante la mesa, sus sentidos eran incapaces de diferenciar la imagen de la realidad.
Era un microcosmos de las grandes ciudades de la Tierra. En Roma, París, Londres, Nueva York, en invierno o verano, de día o de noche, turistas y empresarios y estudiantes y parejas de enamorados hacían su vida cotidiana. Algunos advertían que los estaban filmando y sonreían a través de los siglos: era imposible no devolverles el saludo.
En otras vistas no aparecían seres humanos, ni siquiera obras del hombre. Moses Kaldor volvía a contemplar, como en su vida anterior, la bruma de las cataratas Victoria, la luna sobre el Gran Cañón del Colorado, las nieves del Himalaya, los precipicios helados de la Antártida. Vistas que, a diferencia de las ciudades, no cambiaban en mil años. Y aunque habían nacido mucho antes que el hombre, no lo habían sobrevivido.
28 — El bosque submarino
El escorpio parecía no tener prisa; en diez días de paso lento recorrió cincuenta kilómetros. El aparato emisor de ondas ultrasónicas sujeto no sin dificultades al caparazón de la iracunda criatura, no tardó en revelar un hecho curioso. El animal seguía un camino recto, como si supiera adonde se dirigía.
Aparentemente llegó a destino, cualquiera que fuese, a una profundidad de doscientos cincuenta metros. De ahí en adelante sus movimientos se limitaron a una zona muy restringida. Siguió así durante dos días más, y entonces las señales del emisor ultrasónico cesaron bruscamente, en medio de una pulsación.
La hipótesis de que el escorpio había sido devorado por alguna criatura más grande y agresiva era demasiado simplista. El emisor estaba protegido por un cilindro de metal duro; su destrucción total, fuese por dientes, garras o tentáculos, demoraría varios minutos; en el caso de que el agresor lo hubiese tragado entero, no habría dejado de funcionar.
Quedaban dos posibilidades, una de ellas rechazada con indignación por el personal del Laboratorio Submarino de Isla Norte.
— Cada componente tenía su sustituto — dijo el director —. Además, hubo una pulsación de diagnóstico dos segundos antes; todo funcionaba a la perfección. Una falla del equipo está descartada.
Quedaba la explicación imposible.
El emisor había sido desactivado; para ello, había que quitar la traba de seguridad.
Eso no podía suceder por accidente; sólo podía efectuarse deliberadamente, por curiosidad... o con toda intención.
El Calypso, con su doble casco de veinte metros, era el único barco de investigación oceanográfica de Thalassa. Cuando se hallaba fuera de servicio permanecía anclado en el puerto de Isla Norte y Loren observó con una sonrisa irónica el intercambio de chanzas entre la tripulación científica y los pasajeros de Tarna, a quienes aquéllos trataban de pescadores ignorantes. Estos por su parte no perdían oportunidad de recordar que eran ellos quienes habían descubierto al escorpio. Lo cual no era estrictamente cierto, pero Loren prefirió no mencionarlo.
Fue una desagradable sorpresa encontrarse con Brant, aunque debería haberlo previsto, ya que era uno de los responsables del equipamiento del Calypso. Se saludaron con fría cortesía, sin hacer caso de las miradas curiosas o burlonas del resto de la tripulación. No había muchos secretos en Thalassa, y a esa altura todos sabían quién ocupaba el cuarto de huéspedes de la casa de los Leonidas.
Cualquier oceanógrafo de los últimos dos milenios reconocería el pequeño trineo submarino de la cubierta de popa. Su estructura metálica sostenía tres cámaras de televisión, un canasto de alambre donde colocar las muestras recogidas por el brazo mecánico a control remoto y una serie de propulsores que permitían desplazarlo en cualquier dirección. Una vez sumergido, enviaba imágenes e información por un cable de fibra óptica del diámetro de la mina de un lápiz. Era tecnología de siglos anteriores y funcionaba a la perfección.
La costa se perdió de vista, y por primera vez Loren se encontró en alta mar. Recordó sus temores en la travesía anterior, con Kumar y Brant, cuando no se habían alejado a más de un kilómetro de la costa, y descubrió con satisfacción que se sentía más tranquilo que entonces, a pesar de la presencia de su rival. Tal vez porque el bote era mucho más grande...
— Qué extraño — dijo Brant —. Nunca había visto algas en esta zona
Al principio Loren no pudo distinguir nada, pero al rato vio la mancha oscura en el agua frente a la proa. Minutos más tarde el barco se abría paso en una maraña de vegetación flotante, y el capitán disminuyó la velocidad al mínimo.
— Ya llegamos — dijo —. Hay que evitar que las tomas se taponen de algas. ¿De acuerdo, Brant?
Éste calibró el cursor de la pantalla y leyó las indicaciones.
— Sí... Nos encontramos a cincuenta metros de donde desapareció el emisor. Echemos el trineo.
— Esperen — dijo uno de los científicos de Isla Norte —. El aparato costó mucho dinero, y es único en el mundo. ¿Qué pasa si se enreda en las algas?
En medio del silencio pensativo que siguió, Kumar, que hasta el momento había estado muy sosegado — tal vez por respeto a los grandes cerebros de Isla Norte — hizo una tímida sugerencia:
— Desde aquí parece más peligroso de lo que es. Diez metros más abajo casi no hay hojas, sólo tallos, muy separados entre sí. Como un bosque.
Sí, pensó Loren, un bosque submarino, con peces que nadan entre los troncos delgados y sinuosos. Los demás científicos observaban la pantalla principal y los múltiples indicadores, pero él se había colocado la máscara que limitaba su campo visual al panorama delante del robot. Desde el punto de vista psicológico no se encontraba en la cubierta del Calypso; las voces de sus compañeros parecían venir de otro mundo, totalmente ajeno a él.
Era un explorador que ingresaba a un mundo extraño, sin saber con qué se encontraría. Era un universo pequeño y monocromático; los únicos colores eran azules y verdes suaves, y la visibilidad era de treinta metros. Veía una docena de troncos delgados que se alzaban desde las sombrías profundidades hacia el «cielo» luminoso, sostenidos en posición vertical por vejigas llenas de gas. A veces tenía la impresión de estar atravesando una arboleda en medio de la niebla, hasta que la ilusión era disipada por un cardumen de peces.
— Doscientos cincuenta metros — dijo alguien —. Estamos casi en el fondo. Tal vez deberíamos encender las luces, estamos perdiendo la imagen.
Loren no había advertido cambios en la imagen, ya que los controles automáticos mantenían el brillo. Pero en esas profundidades debía reinar una oscuridad total; el ojo humano seria prácticamente impotente.