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Mientras los demás escorpios corrían de acá para allá, — ocupados con sus labores, estos dos estaban inmóviles, sólo meneaban las cabezas constantemente. Y había algo más...

Eran muy grandes. Era difícil estimar las magnitudes, pero después de compararlos con varias criaturas que pasaban frente a ellos, Loren concluyó que estos dos eran casi un cincuenta por ciento más grandes que los demás.

— ¿Qué hacen? — susurró alguien.

— ¿No te das cuenta? — replicó otra voz — Son guardias... centinelas.

Era una conclusión tan evidente que nadie la objetó.

— ¿Y qué custodian?

— ¿La reina, si es que la tienen? ¿El Banco de Crédito de Villa Escorpio?

— ¿Cómo averiguarlo? El trineo es demasiado grande para pasar por esa apertura... si le permitieran pasar.

A esa altura la discusión se había vuelto puramente especulativa. La sonda se encontraba a menos de diez metros del vértice de la pirámide, y el operador accionó uno de los propulsores para detener el descenso.

El ruido o la vibración fue captado por los centinelas. Ambos se irguieron al unísono y Loren vio, como en una pesadilla, sus dos pares de ojos, sinuosas palpas y enormes tenazas. Suerte que no estoy allá abajo, aunque tenga esa sensación, pensó; suerte que no saben nadar.

Pero aunque no sabían nadar, sabían trepar. En cuestión de segundos llegaron al vértice de la pirámide, pocos metros debajo del trineo.

— Tengo que sacarlo de ahí antes de que salten — dijo el operador —. Con esas tenazas podrían cortar el cable como si fuera un hilo.

Era demasiado tarde. Uno de los escorpios saltó de la roca y sus tenazas se aferraron a uno de los patines del tren de apoyo.

El operador era hombre de reflejos rápidos, al mando de una tecnología superior. En ese preciso instante aceleró al máximo y desplegó el brazo mecánico para contraatacar. Y, más efectivo aún, encendió los reflectores.

Las luces cegaron al escorpio, quien abrió sus tenazas en un gesto de estupefacción casi humano y cayó al fondo del mar antes de que la mano mecánica del robot pudiera atacarlo.

La luz también cegó a Loren durante unos instantes. Luego los circuitos automáticos de la cámara compensaron el nivel de luminosidad, lo cual le permitió un vistazo en primer plano del atónito escorpio, justo antes de que desapareciera de su campo visual.

No le sorprendió en absoluto comprobar que llevaba dos pulseras metálicas bajo la tenaza derecha.

Cuando el Calypso enfiló hacia Tarna él repasaba la última escena, con los sentidos tan concentrados en el mundo subterráneo que ni se percató de la ola que pasó junto al barco. Pero entonces escuchó los gritos confusos a su alrededor y sintió que la cubierta se estremecía mientras el Calypso cambiaba de rumbo. Se arrancó la máscara y parpadeó a la fuerte luz del sol.

Por un momento quedó totalmente encandilado, pero luego sus ojos se acostumbraron al resplandor y vio que se encontraban a pocos cientos de metros de la costa de Isla Austral, bordeada de palmeras. Encallamos en un arrecife, pensó. Pobre Brant, se van a burlar de él hasta el día de su muerte.

Pero al volver la vista hacia el este, vio algo que jamás pensó que contemplaría en un mundo sereno como Thalassa. La nube en forma de hongo, la pesadilla de la humanidad durante dos mil años.

¿Qué diablos hacía Brant? En lugar de dirigirse hacia la costa, hacía virar el Calypso en la curva más estrecha posible para volver hacia alta mar. Sin embargo era el único que parecía dominar la situación, mientras los demás ocupantes de la cubierta miraban hacia el este, boquiabiertos.

— ¡Krakan!. — dijo uno de los científicos norteños, y por un instante Loren pensó que era sólo la trillada exclamación thalassiana. Entonces comprendió, y lo embargó una sensación de alivio. Le duró muy poco.

— No — dijo Kumar, que para sorpresa de Loren parecía muy asustado —. No es Krakan sino algo más cerca. Hilo de Krakan.

El trasmisor del bote emitía silbidos de alarma intercalados con solemnes instrucciones. Loren no tuvo tiempo de comprenderlas: algo muy extraño le sucedía al horizonte. No estaba donde debía estar.

Se sentía confundido; parte de su mente seguía sumergida en el mar, entre los escorpios, y sus ojos no se acostumbraban del todo al resplandor del mar y el cielo. Su vista no enfocaba bien; aunque estaba seguro de que el Calypso mantenía el equilibrio, sus ojos le indicaban que la cubierta estaba muy inclinada.

No, en realidad, era el mar que se alzaba, y su rugido ahogaba los demás ruidos. No había tiempo para calcular la altura de la ola a punto de abatirse sobre la cubierta; ahora comprendía por qué Brant enfilaba hacia las aguas profundas, alejándose de la costa mortal sobre la etial, la tsunami iba a descargar su furia.

Una mano colosal aferró la proa del Calypso y la alzó hacia el cenit. Loren rodó por la cubierta; trató de aferrarse a un puntal, sus manos se cerraron en el vacío y cayó al agua.

Recuerda lo que aprendiste para casos de emergencia, pensó furioso. El principio fundamental es el mismo, en el espacio o en el mar. No hay peor enemigo que el pánico, así que conserva la calma...

No corría riesgo de ahogarse, su chaleco de seguridad lo mantendría a flote. ¿Dónde estaba la válvula para inflarlo? Sus dedos nerviosos escarbaron bajo el cinturón, y a pesar de su determinación se estremeció aterrado. Entonces encontró la llave de la válvula, la accionó y sintió con indecible alivio que el chaleco se inflaba y estrechaba su pecho en un cálido abrazo.

El gran peligro era el propio Calypso, sí llegaba a caer sobre su cabeza. ¿Dónde estaba?

Demasiado cerca, en el agua turbulenta, y con parte de las estructuras de cubierta dispersas sobre el mar. La mayoría de los tripulantes se encontraban a bordo. Lo señalaban con los brazos y alguien estaba a punto de arrojar un salvavidas.

Flotaba entre los escombros — sillas, baúles, aparatos — y el trineo se hundía lentamente, soltando un chorro de burbujas de un tanque de flotación perforado. Espero que puedan reflotarlo, pensó Loren; sí no, la expedición habrá resultado demasiado cara y además pasará mucho tiempo antes de que volvamos a estudiar los escorpios. Lo embargó una sensación de orgullo, por ser capaz de evaluar la situación fríamente en semejantes circunstancias.

Algo rozó su pierna derecha; sacudió la pierna por reflejo. Aunque le raspó dolorosamente la piel sintió más fastidio que alarma. Se encontraba a flote, la marejada había pasado, nada podría hacerle daño.

Sacudió la pierna más suavemente. Al mismo tiempo sintió el roce en la otra pierna. No era una caricia inofensiva: algo lo arrastraba hacia el fondo, a pesar del chaleco salvavidas.

Fue en ese momento que Loren Lorenson sintió la primera oleada de verdadero pánico, al recordar los tentáculos del gigantesco pólipo. Sin embargo, ésos eran suaves, fofos; el objeto enredado en sus piernas era un cable o alambre. Claro: era el cordón umbilical del trineo.

Tal vez hubiera podido liberarse, sí una ola inesperada no le hubiera hecho tragar agua. Tosió violentamente y trató de expulsar el agua de sus pulmones, a la vez que pataleaba para soltarse.

La frontera vital entre el aire y el agua — entre la vida y la muerte — se hallaba a menos de un metro sobre su cabeza, pero no había manera de alcanzarla.

En semejantes circunstancias un hombre sólo piensa en sobrevivir. No hubo recuerdos ni remordimientos de su vida anterior, ni por un instante pensó en Mirissa.

Comprendió que era el fin, pero no sintió miedo. Su última sensación consciente fue de furia. Furia por haber atravesado cincuenta años luz de espacio para morir de manera tan trivial y absurda.

De esa manera, Loren Lorenson murió por segunda vez, en el cálido mar de Thalassa, muy cerca de la costa. La experiencia no le había enseñado nada; la primera muerte, doscientos años antes, había sido mucho más serena.