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— Ya sé que se siente bien, Loren — dijo —, pero sus pulmones todavía están en proceso de curación, no debe hacer ningún esfuerzo hasta que recuperen su plena capacidad. Si el océano de Thalassa fuera igual al de la Tierra no habría problemas. Pero el índice de salinidad es mucho menor. Recuerde que es agua potable y usted tragó más de un litro. Y puesto que los fluidos orgánicos son más salinos que el mar, el equilibrio isotónico se trastornó por completo. La presión osmótica provocó graves daños en las membranas. Tuvimos que investigar en el Archivo de la nave para poder tratarlo. Usted sabe que no es muy común que alguien se ahogue en el espacio.

— Seré un buen paciente — dijo Loren —. Desde ya, les agradezco todo lo que han hecho por mi. ¿Cuándo podré recibir visitas?

— Alguien espera en la recepción. La enfermera la hará pasar, pero sólo por quince minutos, ni uno más.

— Y por mi no se preocupe — dijo el teniente Bill Norton —. Estaré profundamente dormido.

33 — Mareas

Mirissa se sentía realmente mal, y todo por culpa de la píldora. Su único consuelo era que esto sucedería una sola vez más, cuando tuviera (¡Si es que se decidía!) el segundo hijo permitido.

Era inconcebible que casi todas las generaciones de mujeres, desde el principio de la historia, tuvieran que soportar esa maldición mensual durante la mitad de la vida. ¿Sería mera casualidad que el ciclo de la fertilidad coincidiera aproximadamente con el del gigantesco satélite de la Tierra? ¡Se estremecía de solo pensar que pudiera suceder lo mismo en Thalassa, con dos satélites! Suerte que las mareas eran casi imperceptibles; la idea de sufrir dos ciclos superpuestos, de cinco y siete días, era tan irónicamente horrenda que no pudo reprimir una sonrisa e inmediatamente se sintió mejor.

Esa decisión le había tomado varias semanas, y todavía no se la había comunicado a Loren, ni menos aún a Brant, ocupado en las reparaciones del Calypso en Isla Norte. Tal vez no la hubiera tomado de no haber sido por la actitud de Brant, quien a pesar de sus bravatas y amenazas había huido sin presentar batalla.

No, era injusta con él. Era una reacción primitiva, incluso subhumana. Pero esos instintos se negaban a morir; Loren le había contado con vergüenza sus sueños, donde Brant y él se acechaban constantemente.

Brant no tenía la culpa de nada; al contrario, era una persona admirable. Se había ido al Norte, no por cobardía sino por comprensión, para que ambos pudieran decidir sus destinos.

No había tomado una decisión apresurada; ahora comprendía que ella rondaba por su subconsciente desde hacía varias semanas. La muerte temporaria de Loren era un recordatorio — ¡como sí necesitara un recordatorio más! — de que en pocos meses se separarían para siempre. Sabía qué debía hacer, antes de que él partiera rumbo a las estrellas. Todos sus instintos lo confirmaban.

¿Y que diría Brant? ¿Cómo reaccionaría? Era uno entre tantos problemas a enfrentar.

Te amo, Brant, susurró. Quiero que vuelvas a mí; serás el padre de mi segundo hijo.

Pero no el del primero.

34 — Red de la nave

Qué casualidad, ser el tocayo del cabecilla de uno de los motines más famosos de todos los tiempos, pensó Owen Fletcher. ¿Seré su descendiente? Veamos: hace más de dos mil años que desembarcaron en la isla Pitcairn... digamos cien generaciones, para redondear...

Fletcher sentía un orgullo ingenuo de su habilidad para realizar cálculos mentales que, aunque elementales, sorprendían e impresionaban a seres humanos acostumbrados desde hacía varios siglos a apretar un botón para calcular la suma de dos más dos. Había memorizado algunos logaritmos y constantes matemáticas, lo cual facilitaba enormemente los cálculos e impresionaba aún más a los legos. Claro que sólo usaba ejemplos cuya solución conocía de antemano, y muy poca gente se tomaba la molestia de verificar los resultados...

Digamos cien generaciones, o sea de dos a la cien antepasados, y el logaritmo de dos es cero coma tres cero uno cero, lo que nos da treinta coma uno... ¡por el Olimpo!... ¡un millón de millones de millones de millones de millones de personas! No puede ser... no ha habido tanta gente en toda la historia de la Tierra. Claro que hubo superposición de generaciones... el árbol genealógico de la humanidad debe de ser muy confuso. Después de cien generaciones todos son parientes de todos. Aunque no puedo demostrarlo, seguro que Fletcher Christian es mi antepasado, en más de un sentido.

Todo esto es muy interesante, pensó al apagar el receptor. Las tablas desaparecieron lentamente de la pantalla. Pero esto no es un motín... apenas un... un petitorio absolutamente razonable. Karl, Ranjit y Bob están de acuerdo. Werner no está seguro, pero no nos delatará. Sería bueno hablar con los demás sabras, contarles del hermoso mundo al que arribamos mientras dormían.

Ahora hay que responderle al capitán...

Al capitán Bey le resultaba extraordinariamente molesto tener que ocuparse de los asuntos de la nave sin saber quiénes ni cuántos de sus oficiales o tripulantes se dirigían a él desde el anonimato de la red. No había manera de rastrear esas emisiones no registradas: su carácter confidencial formaba parte del mecanismo de estabilidad social creado por los genios que diseñaron el Magallanes varias generaciones atrás. Había pensado en poner un rastreador, pero cuando tocó el tema con el jefe de comunicaciones, ingeniero Rocklynn, éste se mostró tan estupefacto que tuvo que abandonar la idea.

Ahora observaba los rostros y las expresiones, buscaba inflexiones delatoras en las voces... y trataba de comportarse como si no ocurriera nada fuera de lo normal. Tal vez pecaba de exceso de suspicacia, porque el hecho era que nada importante había ocurrido hasta el momento. El problema era que se había sembrado una semilla que crecería día a día mientras el Magallanes permaneciera en órbita sobre Thalassa.

Su primera respuesta, escrita en consulta con Malina y Kaldor, había sido perfectamente conciliadora:

De: CAPITÁN

A: ANÓNIMO

En respuesta a su comunicado sin fecha, no tengo objeción a discutir el problema que usted propone, sea a través de la red o en Asamblea formal de la nave.

En realidad, tenía muchas objeciones. Había dedicado la mitad de su vida adulta a prepararse para la sobrecogedora responsabilidad de trasplantar a un millón de seres humanos a una distancia de ciento veinticinco años luz. Era su misión; si la palabra «sagrado» tuviera algún significado para él, es el calificativo que hubiera empleado. Nada lo desviaría de su objetivo, salvo que la nave sufriera daños irreparables o recibiera el informe de que el sol de Sagan 2 estaba a punto de convertirse en una nova.

Por el momento, había una medida que no podía demorarse. Tal vez la tripulación — ¡como la de Bligh! — estaba desmoralizada; la disciplina empezaba a relajarse. Cada tarea requería más y más tiempo, el ritmo general de la nave era más lento. Sí, era hora de chasquear el látigo.

Se comunicó con su secretaria, treinta mil kilómetros más abajo:

— Joan, quiero un informe de situación del escudo. Y dígale al capitán Malina que quiero discutir los plazos.

No sabía si era posible alzar más de un copo de nieve por día. Pero nada se perdería en el intento.

35 — Convalecencia