El teniente Norton era un compañero de cuarto agradable, pero Loren se alegró de verlo partir, una vez que las corrientes de electrofusión soldaron sus huesos rotos. Resulta, como se enteró Loren con todo detalle, que el joven ingeniero había trabado amistad con una pandilla de muchachones de Isla Norte, cuya segunda gran ocupación en la vida consistía en surcar enormes olas con tablas de barrenar propulsadas a chorro. Norton había descubierto a su pesar que el juego era aún más peligroso de lo que parecía.
— No me diga — había interrumpido Loren en medio de una anécdota particularmente escabrosa —. Hubiera jurado que usted es noventa por ciento hétero.
— Noventa y dos, según la cartilla — dijo Norton —. Pero de vez en cuando conviene verificarlo.
Era sólo una broma a medias. Alguna vez había leído que el individuo cien por ciento hétero era tan raro que se debía considerar patológico. En realidad no lo había creído, pero el asunto le preocupaba, en la raras ocasiones que pensaba en ello.
Loren se había quedado solo en el cuarto, y había convencido a la enfermera thalassiana que su presencia constante era innecesaria, al menos durante la visita diaria de Mirissa. La comandante Newton, que como médica sabía ser franca hasta la brutalidad, le había dicho a boca de jarro: «Te falta una semana de convalecencia. Si no puedes esperar unos días para hacer el amor, deja que ella haga el esfuerzo».
Recibió varias visitas, desde luego. Todas muy agradables salvo dos.
La alcaldesa Waldron abusaba de su autoridad para visitarlo en cualquier horario; afortunadamente nunca se cruzó con Mirissa. La primera vez, Loren fingió encontrarse al borde de la muerte, pero la táctica resultó un desastre, ya que no pudo defenderse de ciertas caricias pegajosas. La segunda visita — precedida, afortunadamente, por un aviso — lo encontró mejor preparado. Estaba despierto y sentado. Por asombrosa casualidad, en ese momento le realizaban un complicado test de su función respiratoria, y el tubo en su boca le impedía hablar. El test terminó treinta segundos después de la partida de la alcaldesa.
Durante la visita de cortesía de Brant Falconer ambos se sintieron incómodos. Conversaron amablemente sobre los escorpios, las obras en la planta de hielo de Bahía Manglares, la política en Isla Norte: en realidad, sobre todo menos Mirissa. Loren veía que algo preocupaba, o tal vez avergonzaba, a Brant, pero jamás hubiera esperado una disculpa de su parte. El visitante reunió fuerzas para decirlo en el momento de partir:
— Sabes, Loren — dijo a regañadientes —, no había otra manera de esquivar la marejada. Si mantenía el rumbo, nos estrellábamos contra el arrecife. Lástima que el Calypso no pudo alejarse a tiempo.
— Estoy seguro de que nadie lo hubiera hecho mejor que tú — respondió Loren con toda sinceridad.
— Bien... me alegro que lo comprendas — agregó Brant. Su alivio era evidente.
Loren sintió simpatía, incluso lástima, por él.
Tal vez habían criticado sus dotes de marinero, lo cual debía de ser intolerable para alguien tan orgulloso de su habilidad como Brant.
— Dicen que salvaron el trineo.
— Sí, lo están reparando. Quedará cero kilómetro.
— Como yo.
Se unieron en una breve carcajada, pero a Loren lo asaltó una idea: Más de una vez Brant habrá lamentado la valentía de Kumar, pensó.
36 — Kilimanjaro
¿Por qué había soñado con la palabra Kilimanjaro?
Qué palabra tan extraña; seguramente era un nombre pero... ¿de qué?
Tendido en su cama, a la pálida luz del amanecer de Thalassa, Moses Kaldor escuchaba los primeros ruidos de Tarna. No eran muchos a esa hora. Un trineo zumbaba sobre la arena, seguramente iba a recoger a un pescador.
Kilimanjaro
Kaldor no era fanfarrón, pero estaba seguro de que ningún ser humano había leído tantos libros antiguos como él, y sobre una gama tan amplia de materias. Además se había hecho implantar varios terabytes de información en la memoria, y aunque eso no podía llamarse sabiduría, era útil poseerla. Para evocarla, bastaba recordar los códigos de entrada.
Era una hora demasiado temprana para intentarlo, y además el asunto no parecía tan importante. Pero era un error no hacer caso a los sueños; el viejo Sigmund Freud había descubierto algunas cosas interesantes, dos mil años atrás. Y ya que no podía dormir...
Cerró los ojos, activó el control de búsqueda y aguardó. Aunque era un proceso puramente subconsciente, en su imaginación vio millares de K que pasaban rápidamente ante sus ojos cerrados.
Los fosfenos que vibran constantemente al azar en la retina del ojo cerrado empezaban a ordenarse. En medio del caos luminoso aparecía una ventana oscura... se formaban letras... ya:
KILIMANJARO:
Monte volcánico, África.
Alt.: 5,9 km. Terminal del primer elevador espacial terrestre.
Con que eso era. ¿Pero qué significaba? Dejó que su mente meditara en la información.
¿Tendría alguna relación con el volcán Krakan, que últimamente le había dado tanto en que pensar? Eso parecía bastante absurdo; además, sabía que Krakan, o su turbulento vástago, podría entrar en actividad en cualquier momento.
¿El primer elevador espacial? Historia antigua; el comienzo mismo de la colonización de los planetas, cuando la humanidad empezó a viajar libremente dentro del sistema solar. Ahora empleaban la misma tecnología, usaban cables extraordinariamente fuertes para alzar los enormes bloques de hielo al Magallanes, en su órbita estacionaria sobre el ecuador.
Tampoco esto tenía mucho que ver con la montaña africana. Era un vínculo demasiado remoto; la respuesta debía estar en otra parte.
No había manera de descubrirlo en forma directa. Si existía un vínculo, tendría que dejar obrar al tiempo y el azar y los misteriosos mecanismos de la mente subconsciente.
Trataría de olvidar al Kilimanjaro, hasta que se produjera la erupción en su cerebro.
37 — In vino veritas
Después de Mirissa, el visitante preferido — y más frecuente — era Kumar. A pesar de su apodo, Loren le vela mayor semejanza con un perro fiel o un cachorro juguetón que con un león. Había una docena de perros mimados en Tarna, y algún día, tal vez, vivirían en Sagan 2 y, reanudarían su antigua relación con el hombre.
Loren sabía que el muchacho había arriesgado la vida en ese mar embravecido. Por fortuna para ambos, Kumar jamás salía a navegar sin llevar un cuchillo de buzo sujeto a la pierna. Aun así, pasó más de tres minutos bajo el agua, cortando el cable enredado en las piernas de Loren. Los tripulantes del Calypso lo habían dado por muerto.
No le era fácil conversar con Kumar, a pesar del lazo que los unía. Al fin de cuentas, no había muchas maneras de decir «gracias por salvarme la vida», y sus orígenes eran tan diferentes que no tenían muchos puntos de referencia comunes. Cada vez que le relataba una anécdota sobre la Tierra o la nave, debía explicarle los mínimos detalles, y tardó poco en comprender que era una pérdida de tiempo. A diferencia de su hermana, Kumar vivía en el mundo de las sensaciones inmediatas. Sólo le importaba el aquí y ahora en Thalassa. «¡Cómo lo envidio! — había dicho Kaldor en una ocasión —. Vive exclusivamente el día, no lo persigue el pasado ni el temor al futuro».
Loren se preparaba para dormir — era su última noche en la enfermería, o al menos eso esperaba —, cuando llegó Kumar agitando una enorme botella con gesto triunfal.
— ¡Adivina qué es!
— No tengo la menor idea — mintió Loren.
— El primer vino del año. Directo desde Krakan. Dicen que será un buen año.