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— En ese caso estamos en una impasse. Sólo podremos convencerlos con nuestra partida, que de acuerdo a los nuevos plazos se producirá dentro de ciento treinta y cinco días.

Se miraron sombríamente, hasta que Kaldor rompió el silencio:

— Si nos permiten, quisiera hablar un momento en privado con el capitán.

— Adelante.

Salieron. El Presidente se volvió hacia el Primer Ministro:

— ¿Crees que dicen la verdad?

— Kaldor es incapaz de mentir; de eso estoy seguro. Pero tal vez desconoce los hechos.

La breve conversación se vio interrumpida por el retorno de la parte acusada.

— Señor Presidente — dijo el capitán —, el doctor Kaldor y yo hemos resuelto revelarles una noticia que esperábamos mantener en secreto. Se trata de un asunto vergonzoso, que creíamos concluido. Tal vez nos equivocamos: en ese caso necesitaremos su ayuda.

Relató brevemente los sucesos que llevaron a la realización de la asamblea y concluyó.

— Podemos mostrarles las actas grabadas, si lo desean. No tenemos nada que ocultar.

— No es necesario, Sirdar — dijo el Presidente, con evidente alivio. Sin embargo, el Primer Ministro parecía preocupado:

— Espere, señor Presidente. Eso no explica los informes tan verosímiles que hemos recibido.

— Estoy seguro de que el capitán sabrá explicarlos muy bien.

Tras una nueva pausa el Presidente fue a buscar el botellón de vino:

— Bebamos una copa — dijo alegremente —. Les diremos cómo nos enteramos.

41 — Secretos de alcoba

Todo fue muy rápido, pensó Owen Fletcher. El resultado de la votación lo había decepcionado, aunque dudaba que reflejara el verdadero estado de ánimo de la tripulación. Más aún, dos de los conspiradores tenían instrucciones de votar en contra, a fin de mantener oculta la verdadera — y todavía escasa — fuerza del movimiento neothalassiano.

El problema era el próximo paso a seguir. Era ingeniero, no político — aunque ya empezaba a aprender esta nueva profesión — y no veía cómo podría ganar nuevos adeptos sin salir al descubierto.

Le quedaban dos alternativas. La primera, la más sencilla, consistía en desertar. Para ello bastaría ocultarse poco antes de la partida. El capitán Bey estaría demasiado ocupado para buscarlos — aunque quisiera hacerlo — y sus amigos thalassianos los ocultarían hasta la partida del Magallanes.

Pero sería una doble deserción, y un hecho inédito en la muy unida comunidad sabra. Abandonaría a sus colegas en hibernación, entre los cuales se hallaban su hermano y hermana. ¿Qué dirían tres siglos después, en el ambiente hostil de Sagan 2, al enterarse de que se había negado a abrirles las puertas del Paraíso?

Se agotaba el tiempo. No cabía duda del significado de los nuevos plazos, simulados en la computadora. Aunque todavía no había hablado con sus amigos, no veía alternativa.

Pero su mente aún se negaba a aceptar la palabra sabotaje.

Rose Killian jamás había oído hablar de Dalila, y si alguien la hubiera comparado con ella se hubiera horrorizado. Era una norteña inocente y bastante ingenua que, como tantos jóvenes thalassianos, había sucumbido a los encantos de los visitantes de la Tierra. Su relación con Karl Bosley era su primera experiencia amorosa profunda; pero también lo era para él.

La idea de separarse les partía el corazón. Una noche, cuando ella lloraba con la cabeza apoyada en su hombro, él ya no pudo soportar su sufrimiento.

— Si me prometes no contárselo a nadie — dijo, acariciando suavemente la cabellera derramada sobre su pecho —, te daré una buena noticia. Es un secreto, nadie lo sabe. La nave no se va. Nos quedaremos en Thalassa.

La sorpresa casi la hizo caer de la cama.

— ¿Es verdad? ¿No lo dices para consolarme?

— Es la pura verdad. Pero no se lo cuentes a nadie, hay que mantener el secreto.

— Por supuesto, mi amor.

Pero Marion, su amiga del alma, también lloraba la inminente partida de su novio terrícola: ¿cómo no decírselo?

Y Marion le dio la buena nueva a Fauline... que no pudo resistir la tentación de contársela a Svetlana... quien se la mencionó en absoluto secreto a Crystal.

Crystal era la hija del Presidente.

42 — Sobreviviente

Qué asunto tan desagradable — pensó el capitán Bey. Owen Fletcher es un buen hombre, yo mismo lo recomendé. ¿Cómo es posible?

No podía haber una sola razón. Tal vez, si no hubiera sido Sabra y además no se hubiera enamorado de la chica, no habría pasado nada. ¿Cómo se decía cuando uno más uno era más de dos? Sin... sin... ah, sí, sinergia. Pero algo le decía que había algo más, algo que se le escaparía siempre.

Kaldor, que siempre encontraba la frase adecuada para cualquier ocasión, le había dicho, hablando de la psicología de la tripulación:

— Nos guste o no nos guste, somos hombres mutilados, capitán. Nadie que haya sufrido la experiencia de los últimos años de la Tierra podría salir indemne. Todos compartimos la sensación de culpa.

— ¿Culpa? — había exclamado él, atónito e indignado.

— Así es, aunque no somos culpables de nada. Somos sobrevivientes; los únicos sobrevivientes. Los sobrevivientes siempre se sienten culpables de estar vivos.

Esa observación inquietante tal vez explicaba la actitud de Fletcher... y muchas cosas más.

Somos hombres mutilados.

Conozco tu dolor y sé cómo lo asumes, Moses Kaldor. Conozco el mío, y he sabido emplearlo en beneficio de mis congéneres. Gracias a él soy lo que soy, y me siento orgulloso de ello.

Quizás en una era anterior hubiera sido un dictador o un caudillo de guerra. Pero en mi época he cumplido eficientemente la función de jefe de la Policía Continental, general a cargo de Fabricaciones Espaciales y... comandante de una nave estelar. He sabido sublimar mis fantasías de poder.

Fue a la caja fuerte de la comandancia, cuya llave sólo él poseía, e insertó la barra metálica en la ranura. La puerta se abrió suavemente. En el interior había varios fajos de papeles, algunas medallas y trofeos y un estuche de madera con las iniciales S.B. grabadas en una chapa de plata.

El capitán lo puso sobre la mesa y sintió la vieja agitación en sus entrañas. Levantó la tapa y la luz centelleó sobre el instrumento de poder que yacía en su lecho de terciopelo.

Millones de hombres hablan sufrido esa perversión. En general era inocua, y en las sociedades primitivas había cumplido incluso un papel útil. Muchas veces había alterado el curso de la historia, para bien o para mal.

— Sé que eres un símbolo fálico — susurró el capitán —. Pero también eres una pistola. Te he usado antes; puedo usarte otra vez...

La visión duró apenas una fracción de segundo, pero en su mente pasaron años. Se encontraba de pie junto a su escritorio; en ese instante se desbarató la obra de los psicoterapeutas: las puertas de la memoria se abrieron de par en par.

Su mente, horrorizada y fascinada a la vez, volvió a esas décadas turbulentas, durante las cuales se despertaron todos los instintos atávicos del hombre, los buenos y los malos. Recordó cuando era un joven inspector de la Policía de El Cairo y dio la orden de disparar sobre una turba. Se suponía que los proyectiles eran de caucho, pero murieron dos personas.

¿A qué se debía el tumulto? Nunca lo supo: imposible estar al tanto de los numerosos movimientos políticos y religiosos de los últimos días. También fue la era de los supercriminales: hombres que no tenían nada que perder ni futuro al que aspirar, y por ello estaban dispuestos a correr cualquier riesgo. La mayoría de ellos habían sido psicópatas, pero no faltaban los genios. Recordó a Joseph Kidder, quien había estado a punto de robar una nave estelar. Había desaparecido, y el capitán Bey solía tener una pesadilla: «Y si uno de los tripulantes en hibernación fuera...»