La brutal limitación de la natalidad para disminuir la población, la prohibición total de tener hijos a partir del 3600, la prioridad absoluta acordada al desarrollo del empuje cuántico y la construcción de naves como el Magallanes: todo eso, unido a la conciencia del fin próximo habían generado tensiones tan enormes, que parecía un milagro que alguien pudiera escapar del sistema solar. El capitán Bey pensaba con admiración y gratitud en los hombres que habían dedicado sus últimos años a una causa cuyo éxito o fracaso no podrían comprobar.
Recordó a Elizabeth Windsor, la última Presidenta del mundo, cuando se aprestaba, exhausta pero orgullosa, a abandonar la nave después de su visita de inspección para volver al planeta al que apenas le quedaban unos días de vida. A ella le quedaba menos tiempo; la bomba colocada en su trasbordador espacial había estallado antes del aterrizaje en Puerto Cañaveral.
El capitán se estremeció al recordarlo; esa bomba estaba destinada al Magallanes; la nave se había salvado gracias a un error de cálculo del criminal. Dos sectas religiosas mortalmente enfrentadas entre sí se habían adjudicado la autoría del atentado.
Jonathan Cauldwell y sus secuaces — escasos pero siempre entusiastas — proclamaban con desesperación que todo terminaría bien; que Dios ponía a prueba a la humanidad, como antes había puesto a prueba a Job. A pesar de todo, el Sol volvería a la normalidad y la humanidad se salvaría. Claro que si los hombres no tenían fe en Su bondad, tal vez provocarían Su ira y entonces El cambiaría de parecer...
La secta Voluntad de Dios sostenía lo contrario. Había llegado al Juicio Final, nadie debía tratar de evitarlo. Al contrario, bienvenido fuera, ya que después del Juicio los justos conocerían la dicha eterna.
Los partidarios de Cauldwell y los de la VDD habían llegado, por caminos opuestos, a la misma conclusión: la raza humana no debía tratar de evitar su destino. Había que destruir las naves estelares.
Afortunadamente las dos sectas estaban mortalmente enemistadas, razón por la cual eran incapaces de colaborar en aras de un objetivo común. Tras la muerte de la presidenta Windsor su mutua hostilidad se volvió violencia fratricida. Corría el rumor — iniciado seguramente por la Oficina Mundial de Seguridad, aunque los colegas de Bey jamás lo reconocieron — que la VDD había puesto la bomba y los de Cauldwell habían saboteado el mecanismo de relojería. También corría la versión contraria; tal vez alguna de las dos era verídica.
Sólo un puñado de hombres, aparte del capitán, conocían ese suceso histórico, que no tardaría en pasar al olvido. Pero el hecho era que la amenaza de sabotaje pendía nuevamente sobre el Magallanes.
Claro que los sabras, a diferencia de los seguidores de Cauldwell y la VDD, eran hombres altamente calificados, no trastornados por el fanatismo. El peligro era más grave, pero el capitán Bey estaba convencido de que sabría manejarlo.
Eres un buen hombre, Owen Fletcher, pensó. Pero he matado a mejores hombres que tú. Y cuando no me quedó alternativa, he recurrido a la tortura.
Le enorgullecía pensar que nunca había gozado con ello; y en esa ocasión, contaba con un recurso mejor.
43 — Interrogatorio
El Magallanes contaba con un tripulante nuevo, despertado intempestivamente de su largo sueño; se encontraba en proceso de adaptación a su nueva situación, igual que Kaldor un año atrás. Era una situación de emergencia; de acuerdo con la computadora, sólo el doctor Marcus Steiner, ex jefe del Departamento Científico de la Oficina Terrestre de Investigaciones poseía los conocimientos teóricos y prácticos que, desgraciadamente, era necesario aplicar.
En la Tierra sus amigos solían preguntarle por qué se había dedicado a la criminología. Su respuesta invariable era: «Caso contrario me hubiera dedicado al crimen».
Steiner necesitó una semana para efectuar los ajustes necesarios en el equipo electroéncefalográfico de la enfermería y verificar los programas de las computadoras. Durante ese período los cuatro sabras permanecieron encerrados en sus camarotes y se negaron obstinadamente a reconocerse culpables.
Owen Fleteher no parecía demasiado feliz al ver los aparatos preparados para él; le recordaban las sillas eléctricas y aparatos de tortura de la sangrienta historia de la Tierra. El doctor Steiner se apresuró a tranquilizarlo, con la falsa amabilidad del hábil inquisidor.
— No se preocupe, Owen. Le doy mi palabra de que no sentirá nada. Ni siquiera será consciente de sus propias respuestas, y no hay manera de ocultar la verdad. Ya que es un hombre inteligente, le diré de qué se trata. Eso, aunque no lo crea, facilitará mi trabajo; le guste o no, su mente subconsciente confiará en mi y colaborará.
Qué idiotez, pensó el teniente Fletcher; ¡a mí no me engañan con eso! Pero permaneció en silencio, mientras los ayudantes lo obligaban a sentarse y le sujetaban la cintura y antebrazos con correas de cuero. Se sometió dócilmente: dos robustos ex colegas suyos permanecían atentos, pero se sentían incómodos y evitaban mirarlo a los ojos.
— Si quiere beber o ir al excusado, dígalo. Esta sesión durará una hora; tal vez más adelante será necesario realizar otras sesiones más breves. Queremos que se sienta cómodo y relajado.
Era una observación un tanto optimista, dadas las circunstancias, pero nadie la tomó a broma.
»Disculpe que le hayamos rasurado el cráneo, pero el pelo impide el buen contacto de los electrodos. Le vendaremos los ojos, para evitar la entrada de señales visuales que podrían introducir confusión... Sentirá sueño, pero no perderá la conciencia... Le formularemos una serie de preguntas. Hay sólo tres respuestas posibles: sí, no o no sé. No tendrá que responder; su cerebro lo hará, y el sistema trinario de la computadora interpretará las respuestas...
»Por más que se esfuerce no podrá mentir; ¡inténtelo, si quiere! Los mejores cerebros de la Tierra inventaron este aparato y jamás pudieron engañarlo. Cuando recibe una respuesta ambigua la computadora reformula la pregunta. ¿Listo? Muy bien. Registro alto, por favor... verifiquen la entrada en canal 5... programa en marcha...
SU NOMBRE ES OWEN FLETCHER... RESPONDA SI... O NO...
SU NOMBRE ES JOHN SMITH... RESPONDA SÍ... O NO...
NACIÓ EN CIUDAD LOWELL, MARTE... RESPONDA SI... O NO...
SU NOMBRE ES JOHN SMITH... RESPONDA SÍ... O NO...
NACIÓ EN AUCKLAND, NUEVA ZELANDA... RESPONDA SÍ... O NO...
SU NOMBRE ES OWEN FLETCHER...
NACIÓ EL 3 DE MARZO DE 3585...
NACIÓ EL 31 DE DICIEMBRE DE 3584...
Las preguntas se sucedían con tanta rapidez que, aún cuando estuviera totalmente despierto, Fletcher no hubiera podido falsificar sus respuestas. Tampoco tenía importancia: a los pocos minutos la computadora había determinado las pautas de sus contestaciones reflejas a las preguntas de respuesta conocida.
De tanto en tanto volvían a calibrar el aparato (SU NOMBRE ES OWEN FLETCHER... NACIÓ EN CIUDAD DEL CABO, ZULULANDA...) o se repetían preguntas para verificar las respuestas. Una vez identificada la configuración fisiológica de las respuestas si — no el proceso se volvía totalmente automático.
Los «detectores de mentiras» primitivos lo habían intentado con cierto éxito, pero rara vez con certeza total. En menos de doscientos años se había perfeccionado la tecnología que revolucionó la práctica forense, tanto criminal como civil, a tal punto que pocos juicios duraban más de un par de horas.
Más que un interrogatorio, era una versión electrónica y a prueba de trampas del antiguo juego de «preguntas y respuestas». En teoría una serie de respuestas por sí o por no permitía obtener rápidamente cualquier dato; cuando un ser humano experto colaboraba con una máquina experta generalmente se necesitaban menos de veinte preguntas.