»Entre los centenares de médicos en hibernación hay varios neurólogos. Son técnicos capaces de montar y utilizar cualquier tipo de aparato médico y quirúrgico. Recuperaremos todos los conocimientos y equipos que existían en la Tierra poco después de llegar a Sagan 2.
Hizo una pausa para que los ancianos pensaran en lo que acababa de decirles. El robot aprovechó ese momento inoportuno para ofrecer sus servicios: lo rechazó con un gesto.
»Estamos dispuestos... mejor dicho, estaríamos encantados, porque es lo menos que podemos hacer, de llevarnos a Kumar. Aunque no podemos asegurarlo, tal vez algún día vuelva a vivir. Nos gustaría que lo piensen; tienen mucho tiempo, no hay necesidad de tomar una decisión rápida.
Los viejos se miraron en silencio durante un largo rato, mientras Loren contemplaba el mar. ¡Cuánta paz, cuánta serenidad! Era el lugar ideal para pasar los últimos años, recibir la visita de hijos y nietos...
Al igual que el resto de Tarna, se parecía mucho a la Tierra. No había vegetación local a la vista, tal vez con toda intención. Los árboles eran conocidos.
Sin embargo faltaba un elemento esencial; hacia tiempo que trataba de descubrirlo: prácticamente desde la primera vez que había bajado al planeta. Bruscamente, como si el dolor avivara la memoria, comprendió lo que faltaba.
No había gaviotas surcando el cielo, llenando el aire con el sonido más triste y nostálgico de la Tierra.
Lal Leonidas y su esposa no dijeron palabra, pero Loren comprendió que habían tomado una decisión.
— Agradecemos su oferta, comandante Lorenson. Por favor trasmita nuestro agradecimiento al capitán Bey. No necesitamos más tiempo para pensarlo. Pase lo que pasare, hemos perdido a Kumar para siempre. Aunque la operación tenga éxito, y usted mismo dice que no existe la menor seguridad de ello, Kumar despertará en un mundo extraño, sabrá que jamás volverá a su hogar y que sus seres queridos habrán muerto varios siglos atrás. La sola idea es insoportable. Sus intenciones son buenas, pero le haríamos un flaco favor. Sabemos lo que debemos hacer, lo que él hubiera deseado. Devuélvanoslo. Lo devolveremos al mar, que él amaba.
Todo estaba dicho. En medio de su pena abrumadora, Loren sintió un gran alivio.
Había cumplido con su deber. Era la decisión que había esperado.
49 — Fuego en el arrecife
El pequeño kayak quedaría incompleto, pero de todos modos realizaría su primer y último viaje.
Lo dejaron sobre la playa, donde lo mojaron las suaves olas del mar, hasta el anochecer. Loren se sintió conmovido, aunque no sorprendido, al ver cuánta gente acudía a la despedida final. Estaban presentes todos los habitantes de Tarna, muchos de otras partes de Isla Austral e incluso algunos del Norte. Tal vez algunos habían acudido por morbosa curiosidad, debido a la espectacularidad del accidente, pero Loren jamás había visto una muestra tan sincera de pesar. Había pensado que los thalassianos eran incapaces de sentir emociones profundas, y su mente repetía la frase descubierta por Mirissa, quien había buscado consuelo en el Archivo: «amiguito del mundo». Nadie conocía su origen, ni tampoco el nombre ni la época del estudioso que, siglos atrás, la había conservado para las edades futuras.
Abrazó a Mirissa y a Brant sin decir palabra, y los dejó en compañía de la familia Leonidas, reunida con numerosos parientes venidos de las dos islas. No quería hablar con nadie, porque sabia que muchos estarían pensando: «El te salvó, tú no pudiste salvarlo». Llevaría esa carga por el resto de su vida.
Se mordió el labio para contener las lágrimas, indignas en un oficial superior de la nave estelar más poderosa jamás construida, y uno de los mecanismos de defensa de la mente acudió en su ayuda. En momentos de profundo dolor, la única manera de no volverse loco suele ser la evocación de algún recuerdo absolutamente trivial, o cómico.
Sí, el universo hacía gala de un sentido del humor de lo más extraño. Tuvo que reprimir una sonrisa: ¡cómo se hubiera reído Kumar de esa broma final!
— No te sorprendas — le había dicho la cirujana mayor Newton al abrir la puerta de la morgue. Los asaltó una ola de aire frío con olor a formol. — Es algo que sucede con cierta frecuencia. Un último estertor, como un intento inconsciente de desafiar a la muerte. Creo que la causa en este caso fue la pérdida de presión exterior, combinada con el congelamiento.
De no haber sido por los cristales de hielo que marcaban los músculos de ese bello cuerpo juvenil, Loren hubiera pensado que Kumar dormía, perdido en un dulce sueño.
Porque el Leoncito, muerto, parecía todavía más viril que en vida.
El sol se ponía detrás de las colinas hacia el oeste y una fresca brisa venía del mar. El kayak se deslizaba sobre el agua, llevado por Brant y tres amigos íntimos de Kumar. Loren vio por última vez el rostro sereno del muchacho a quien debía la vida.
Hasta el momento se habían vertido escasas lágrimas, pero cuando el bote se alejó de la orilla, impulsado por los cuatro nadadores, un fuerte lamento se alzó de la multitud. Loren no pudo contener sus lágrimas, ni trató de ocultarlas.
El kayak enfiló hacia el arrecife, arrastrado por las poderosas brazadas de sus cuatro escoltas. Caía la noche sobre Thalassa cuando pasó entre los faros que indicaban la salida a mar abierto. Luego quedó oculto tras la espuma de la rompiente del arrecife exterior.
Cesó el lamento; todos esperaban. Un brusco resplandor iluminó el cielo del atardecer, y una columna de fuego se alzó del mar. Ardió fuerte y deslumbrante, casi sin humo; Loren no supo por cuanto tiempo, porque éste había cesado en Tarna.
Las llamas descendieron bruscamente y la corona de fuego cayó al mar. Volvió la oscuridad, pero sólo por un instante.
Al unirse el fuego al agua estalló una fuente de chispas. La mayoría de las brasas volvieron a caer al mar, pero algunas se elevaron hasta perderse de vista.
Y así, Kumar Leonidas subió por segunda vez a las estrellas.
VIII — VOCES DE UN MUNDO DISTANTE
50 — Escudo de hielo
El ascenso del último copo de nieve no fue festejado con alegría sino apenas con sombría satisfacción. Treinta mil kilómetros sobre el nivel del mar de Thalassa, el último hexágono de hielo pasó a ocupar su lugar y el escudo quedó completo.
Por primera vez en dos años se activó el empuje cuántico, aunque a potencia mínima. El Magallanes se apartó de su órbita estacionaria y aceleró para probar la estabilidad y resistencia del témpano artificial que llevaría consigo a las estrellas. No hubo problemas; la tarea estaba cumplida. El capitán Bey sintió gran alivio: no había podido olvidar que Owen Fletcher (quien se encontraba en Isla Norte, bajo estricta vigilancia) había sido uno de los arquitectos principales del escudo. Se preguntó qué pensarían Fletcher y los demás sabras exiliados al observar la ceremonia de bautismo.
Comenzó con una muestra retrospectiva en video de la construcción de la planta de fabricación de hielo y el ascenso del primer copo de nieve. Siguió un increíble ballet espacial, en el cual los enormes bloques de hielo ocupaban sus lugares en el escudo que crecía sin cesar. La danza empezaba a velocidad real y seguía en cámara rápida hasta que al final el escudo crecía a razón de un bloque cada dos o tres segundos. Acompañaba el espectáculo una partitura compuesta por el músico más prestigioso de Thalassa: empezaba con una pavana, él clímax era una veloz polca y la culminación un movimiento lento para acompañar al último bloque de hielo. Luego apareció una escena filmada en vivo: la cámara estaba suspendida en el espacio, a un kilómetro de la trompa del Magallanes en su órbita a la sombra del planeta. Habían quitado la gran pantalla solar que protegía al hielo durante el día y por primera vez el escudo era visible en su integridad.