»...Compuse el Lamento por la Atlántida hace casi treinta años, sin ninguna imagen concreta en mente. Me interesaba suscitar una reacción emocional, no evocar una escena. Quería trasmitir una sensación de misterio, de tristeza, de pérdida abrumadora. No quería crear un retrato musical de una ciudad en ruinas poblada por cardúmenes de peces. Pero cada vez que escucho el Lento lúgubre — como sucede en este preciso instante en mi mente — experimento una sensación extraña...
»Comienza en el compás ciento treinta y seis, cuando los acordes que descienden hacia el registro más grave del órgano se combinan con el aria sin palabras de la soprano que asciende desde lo más profundo... Como es sabido, el tema se basa en las voces de la ballena, la colosal trovadora del mar, con quien hicimos las paces cuando ya era demasiado tarde. La compuse para Olga Kondrashin: sólo ella era capaz de cantar esas notas sin amplificación electrónica.
»Cuando empieza el aria creo ver una escena real. Me encuentro en el centro de una gran plaza, como San Marcos o San Pedro. Me rodean edificios en ruinas, como templos griegos y estatuas caídas ornadas de algas, largos tallos verdes que se menean suavemente. Todo está cubierto por una gruesa capa de limo.
»Al principio la plaza parece desierta, pero entonces observo algo que me perturba. No sé por qué, pero siempre me sorprende, como si lo viera por primera vez.
»En el centro de la plaza veo un pequeño montículo, del cual irradian varias líneas regulares. Me pregunto si son antiguos muros enterrados bajo el limo, pero su disposición es irracional, y entonces veo que el montículo late.
»A continuación advierto que dos enormes ojos me contemplan sin parpadear...
»Eso es todo; no sucede nada. Nada ha sucedido ahí desde hace seis mil años, desde la noche en que la barrera terrestre cedió y el agua atravesó las Columnas de Hércules.
»El Lento es el movimiento que más me conmueve, pero la sinfonía no podía culminar en una nota tan trágica y desesperada. Por ello añadí el movimiento finaclass="underline" Resurgimiento.
»Sé, desde luego, que la Atlántida de Platón nunca existió. Pero por eso mismo no puede morir. Será siempre un ideal, un anhelo de perfección que conmoverá a los hombres de todos los tiempos. Por eso la sinfonía culmina en una marcha triunfal hacia el futuro.
»De acuerdo a la interpretación vulgar, la Marcha representa el surgimiento de la Nueva Atlántida entre las olas. Es demasiado literal; para mí, el movimiento final simboliza la conquista del espacio. Cuando por fin pude concebirlo y elaborarlo, el tema final me persiguió durante meses. Esas malditas quince notas retumbaban en mi cerebro día y noche.
»El Lamento ya existe aparte de mí; posee vida propia. Cuando la Tierra desaparezca volará hacia la Nebulosa de Andrómeda, llevada por quince mil megavatios desde el trasmisor espacial del cráter Tsiolkovski.
»Algún día, dentro de siglos o tal vez milenios, los hombres lo escucharán y comprenderán.»
Memorias grabadas de Sergei di Pietro (3411-3509)
53 — La máscara dorada
— Siempre hemos fingido que no existía — dijo Mirissa — Ahora quiero conocerla... verla una sola vez.
Loren calló antes de responder:
— Sabes que las visitas están prohibidas, por orden del capitán Bey.
Por supuesto que lo sabía, y comprendía el motivo. Al principio había despertado algunos rencores, pero ahora todos los thalassianos comprendían que la pequeña tripulación del Magallanes estaba demasiado atareada para servir de guías, o de enfermeros para ese quince por ciento de visitantes que sufrirían náuseas en las secciones de gravedad cero de la nave. El propio presidente Farradine se había encontrado con una negativa, cuidadosamente formulada.
— Ya hablé con Moses, y él le pidió permiso al capitán. Ya está todo dispuesto. Lo único es que debe permanecer en secreto hasta la partida de la nave.
Loren la miró estupefacto, luego sonrió. Mirissa siempre lo tomaba desprevenido; por eso, entre otras cosas, le resultaba tan atractiva. Bruscamente comprendió que ningún thalassiano tenía más derecho que ella; sólo uno más había tenido ese privilegio: su hermano. El capitán Bey era un hombre justo, sabía alterar las normas cuando era necesario. Y después de la partida ya no tendría importancia.
— ¿Y si te mareas?
— Nunca me he mareado en el mar.
— Eso no significa nada.
— Hablé con la comandante Newton. Me da un noventa y cinco por ciento de probabilidades a favor. Sugiere que tomemos el trasbordador de la medianoche, cuando no haya aldeanos en los alrededores.
— Veo que tienes todo planeado — dijo Loren sin ocultar su admiración —. Nos veremos en la Pista Dos, quince minutos antes de la medianoche. — Vaciló y luego añadió con un nudo en la garganta: — No volveré a bajar de la nave. Dale mis saludos a Brant.
No podía enfrentar ese momento de angustia. Más aún, desde la partida de Kumar no había vuelto a pisar la casa de los Leonidas. Brant había vuelto a instalarse allí para consolar a Mirissa. Loren era otra vez un extraño en sus vidas.
Ahora que faltaba poco para la inexorable separación pensaba en Mirissa con amor pero sin deseo. Un sentimiento más profundo, y sumamente doloroso, embargaba su mente.
Con todas sus fuerzas anhelaba conocer a su hijo, pero seria imposible debido a los nuevos plazos. Había escuchado los latidos de su corazón mezclados con los de su madre, pero jamás lo alzaría en sus brazos.
El trasbordador interceptó al Magallanes frente a la cara diurna del planeta; Mirissa lo vio cuando aún se hallaba a cien kilómetros de distancia. Conocía sus verdaderas dimensiones, pero al verlo brillando al sol le pareció un juguete.
A diez kilómetros no parecía más grande que antes. Sus ojos y su mente aún le decían que esos círculos oscuros en la sección central sólo eran ojos de buey. Recién cuando se acercó al interminable casco curvo de la nave su menté aceptó que se trataba de compuertas de carga y pasajeros, y que el trasbordador penetrarla por una de ellas.
Loren parecía preocupado cuando Mirissa se desabrochó el cinturón de seguridad; era el momento de peligro cuando, al soltarse por primera vez de sus ataduras, el confiado pasajero comprendía que la gravedad cero en realidad no era tan divertida como había pensado. Pero Mirissa atravesó la esclusa neumática con toda serenidad, empujada suavemente por Loren.
— Afortunadamente, no será necesario atravesar la zona de ge-uno; así evitamos el problema de la doble readaptación. No sentirás la fuerza de gravedad hasta que vuelvas al planeta.
Hubiera sido interesante visitar los cuartos de la tripulación en el sector central de la nave. Pero eso hubiera suscitado una infinidad de conversaciones de cortesía, que era lo que menos deseaba en ese momento. Por suerte el capitán Bey se encontraba en Thalassa; no sería necesario hacerle una visita de cortesía para agradecer su gesto.
Salieron de la esclusa a un pasadizo tubular que aparentemente surcaba la nave de punta a punta. De un lado había una escalera; del otro dos hileras de lazos flexibles de donde uno podía tomarse, y que se deslizaban lentamente en ambas direcciones por dos ranuras paralelas.
— Este es un lugar muy incómodo en el momento de la aceleración — dijo Loren —. Se convierte en un pozo vertical de dos kilómetros de profundidad. Para eso están la escalera y el pasamanos. Ahora toma un lazo y deja que te lleve.
Se deslizaron suavemente un par de cientos de metros y luego tomaron un corredor perpendicular al pasadizo principal, por donde avanzaron unas decenas de metros.
— Suelta el lazo — dijo Loren —. Quiero que veas esto.
Mirissa lo soltó, y flotaron hasta detenerse frente a una ventana larga y estrecha. A través del grueso paño de vidrio Mirissa vio una gran caverna metálica, fuertemente iluminada. Aunque estaba desorientada adivinó que el gran corredor cilíndrico debía surcar todo el ancho de la nave y que, por consiguiente, la barra central debía ser el eje.