— El empuje cuántico — dijo Loren con orgullo.
No trató de describir las vagas formas metálicas y cristalinas, los contrafuertes de extrañas formas adosadas a los muros, las constelaciones de luces intermitentes, la esfera absolutamente negra y desnuda que parecía girar.
— La mayor conquista del genio humano... el último regalo de la Tierra a sus hijos — dijo Loren después de un rato —. Algún día, gracias a eso, seremos los amos de la galaxia.
El viejo Loren, arrogante y orgulloso, antes de que Thalassa lo suavizara, pensó Mirissa con desagrado. Pues bien, sea. Pero algo en él ha cambiado para siempre.
— ¿Crees tú que la galaxia se dará cuenta? — preguntó con suave ironía.
Pero se sentía impresionada al contemplar esas máquinas enormes e incomprensibles, gracias a las cuales había conocido a Loren a pesar de los años luz de distancia. No sabía si agradecerles lo que le habían dado o maldecirlas por lo que próximamente le quitarían.
Recorrieron el laberinto, siempre hacia el corazón del Magallanes. No se cruzaron con nadie: testimonio de las dimensiones de la nave y lo pequeño de su tripulación.
— Ya llegamos — en tono suave y solemne — Este es el Guardián.
Mirissa clavó la mirada atónita en el rostro dorado que la contemplaba desde el nicho y flotó hacia él. Palpó el metal frío: por consiguiente era un objeto real, no una representación.
— ¿Qué... quién es? — susurró.
— Esta nave transporta los mayores tesoros artísticos de la Tierra — dijo Loren con orgullo —. Este es uno de los más famosos. Un rey que murió muy joven... era apenas un muchacho...
Loren no pudo continuar. Ambos habían pensado lo mismo. Mirissa se secó las lágrimas y leyó la inscripción bajo la máscara:
TUTANKAMON
1361-1343 a.C.
(Valle de los Reyes, Egipto, 1922 AD)
Sí, había muerto prácticamente a la misma edad que Kumar. El rostro dorado los contemplaba desde los milenios y los años luz: el rostro de un joven dios, muerto en la flor de la edad. Trasuntaba poder y seguridad, sin la arrogancia y
la crueldad que le hubieran dado los años no vividos.
— ¿Por qué lo pusieron aquí? — preguntó Mirissa, pero ya había adivinado la respuesta.
— Nos pareció un símbolo apropiado. Los egipcios creían que, si se cumplían determinados ritos, los muertos revivirían en una especie de mundo de ultratumba. Claro que era pura superstición, pero nosotros lo hemos vuelto realidad.
Pero no como yo lo hubiera deseado, pensó Mirissa con tristeza. Contempló los ojos renegridos del joven rey, que le devolvían la mirada desde su máscara de oro incorruptible:
No podía creer que fuese tan sólo una maravillosa obra de arte y no una persona viva.
No podía apartar los ojos de esa mirada serena e hipnótica. Extendió el brazo otra vez para acariciar la mejilla de oro. El metal precioso le recordó un poema hallado en el Archivo de Primer Descenso, cuando buscaba palabras de consuelo en la literatura. La mayoría de los centenares de versos leídos no le habían significado nada, pero éstos («autor desconocido — 1800-2100») eran perfectamente apropiados:
Loren aguardó pacientemente a que concluyera la meditación de Mirissa. Luego insertó una tarjeta en una ranura casi invisible bajo la máscara mortuoria, y una puerta circular se abrió sin ruido.
El vestidor lleno de pesados abrigos de piel parecía fuera de lugar en una nave espacial, pero no cabía duda de que era necesario. La temperatura había descendido varios grados y Mirissa tiritaba de frío.
Con ayuda de Loren, y no sin dificultad en la gravedad cero, se puso el traje térmico y juntos flotaron hacia la ventana de vidrio escarchado en la pared opuesta del pequeño cuarto. El paño de vidrio se abrió hacia afuera, y salió una corriente de aire gélido, como Mirissa jamás habla conocido, ni siquiera imaginado. Las gotas de humedad condensada bailaban como diablillos a su alrededor. Ante su mirada, como si dijera «yo ahí no entro», Loren le tomó el brazo:
— No te preocupes. El traje te protege, y en pocos minutos más ni siquiera sentirás frío en la cara.
Así fue, para su gran sorpresa. Lo siguió a través de la trampa abierta y aunque al principio le dio miedo respirar descubrió que la experiencia no era en absoluto desagradable. Al contrario, el frío era estimulante y por primera vez comprendió cómo los terrícolas se habían aventurado a las regiones polares de su planeta.
Creía estar flotando en un universo blanco, frío como la nieve, rodeada de panales de algo parecido al hielo formados por millares de celdas hexagonales. Le recordaba una miniatura del escudo del Magallanes, salvo que estos hexágonos medían aproximadamente un metro de diámetro y estaban unidos entre si por marañas de caños y cables.
Con que ahí estaba,, rodeada de cientos de miles de colonos para los cuales la Tierra era apenas un recuerdo de ayer. ¿Qué estarían soñando a mitad de camino de su larga travesía? ¿Soñaba la mente en esa vaga tierra de nadie entre la vida y la muerte? Loren decía que no, pero, ¿quién podía asegurarlo?
Mirissa había visto documentales de las abejas en sus misteriosas transacciones dentro del panal; se sentía como una abeja humana al seguir a Loren, tomada de los barrotes que surcaban el gran panal. Se había adaptado a la gravedad cero y ni siquiera sentía el frío intenso. Más aún, había perdido la conciencia de su cuerpo y le resultaba difícil creer que no era un sueño del que pronto despertaría.
Las celdas no estaban identificadas con nombres sino mediante un código alfanumérico. Loren fue directamente al H-354 y apretó un botón. El habitáculo hexagonal de metal y vidrio se deslizó hacia afuera sobre rieles extensibles para mostrar a la mujer que dormía en su interior.
No era hermosa, aunque en realidad no se podía juzgar a una mujer sin la corona esplendorosa de su cabellera. Su cutis era de un color que Mirissa jamás había visto y que, sabía, se había vuelto muy raro en la Tierra: un negro tan intenso que parecía azulado. Y era tan perfecto que Mirissa no pudo reprimir un arrebato de envidia. Su mente vio dos cuerpos entrelazados, ébano y marfil, y supo que esa imagen la perseguiría durante años.
Miró el rostro: a pesar de los siglos en reposo, traslucía entereza e inteligencia. ¿Habríamos sido amigas?, se preguntó Mirissa. Lo dudo; nos parecemos demasiado.
Con que eres Kitani, y llevas el primer hijo de Loren en tu seno. ¿Será en verdad el primero? El mío nacerá varios siglos antes. Primero o segundo, ojalá que sea feliz.
Se sentía atontada, y no sólo por el frío, al salir por la puerta de cristal. Loren la condujo nuevamente al pasadizo.
Al pasar el Guardián sus dedos rozaron la mejilla dorada del muchacho inmortal. Comprobó estupefacta que parecía cálida, pero enseguida comprendió que su cuerpo todavía no se había readaptado a la temperatura normal.
Eso sucedería en pocos minutos pero, ¿cuánto tardaría en derretirse el hielo de su corazón?
54 — Despedida
Es la última vez que hablaré contigo antes de iniciar mi largo sueño, Evelyn. Me encuentro todavía en Thalassa, pero dentro de unos minutos abordaré el trasbordador que me llevará al Magallanes. No tengo nada que hacer... hasta el descenso, dentro de trescientos años.