Estoy muy triste porque acabo de despedirme de una querida amiga, Mirissa Leonidas. Te hubiera gustado conocerla. Es tal vez la persona más inteligente que he conocido en Thalassa, y hemos conversado mucho. Claro que algunas veces, más que un diálogo era un monólogo mío. Tú solías criticarme por ello...
Desde luego, me preguntó qué era Dios. Pero me hizo una pregunta mucho más difícil, y no pude responder.
Cuando murió su adorado hermano menor, me preguntó: «— ¿Cuál es la finalidad del dolor? ¿Cumple alguna función biológica?»
¡Qué extraño que jamás se me hubiera ocurrido ese interrogante! Puedo imaginar a una especie inteligente y capaz de desarrollarse, que recordara a sus muertos sin pesar, o directamente no los recordara. Sería una sociedad absolutamente inhumana, pero tan viable como la del comején y la hormiga en la Tierra.
Tal vez el dolor sea un subproducto casual, incluso patológico, del amor, que desde luego sí cumple una función biológica indispensable. Es una idea extraña, perturbadora. Somos humanos gracias a nuestras emociones; ¿quién sería capaz de despojarse de ellas, aun sabiendo que cada nuevo amor será secuestrado por esos dos terroristas que son el Tiempo y el Destino?
Solía preguntarme por ti, Evelyn. No comprendía que un hombre amara a una sola mujer durante toda su vida y no buscara otra después de perderla. Una vez le dije, para provocaría, que los thalassianos no conocían los celos, pero tampoco la fidelidad. Replicó que habían ganado con ambas pérdidas.
Me llaman; el trasbordador aguarda. Debo despedirme de Thalassa por última vez. Tu imagen empieza a desvanecerse. Soy buen consejero de los demás, pero en mi propio caso me he aferrado durante demasiado tiempo a mi dolor, lo cual no honra tu memoria.
Gracias a Thalassa me he curado. Ahora, puedo ser feliz por haberte conocido, más que llorar por haberte perdido.
Me siento muy sereno. Por primera vez creo comprender los conceptos de mis viejos amigos, los budistas: no sólo el de Desapego sino incluso el del Nirvana.
Si no he de despertar en Sagan 2, sea. Mi tarea aquí está cumplida, me doy por satisfecho.
55 — Partida
El bote llegó al borde del mar de las algas poco antes de medianoche y Brant echó el ancla en treinta metros. Arrojaría los balones espía al amanecer, hasta que construyeran el cerco entre Villa Escorpio e Isla Austral. A partir de entonces se podría vigilar todas las idas y venidas de los escorpios. Si descubrían algún balón y se lo llevaban como trofeo, tanto mejor. Mientras funcionara, trasmitiría información más detallada que en el mar abierto.
No había nada que hacer por el momento, más que tenderse en el fondo del bote y escuchar la suave música de Radio Tarna, más solemne que de costumbre. De tanto en tanto trasmitía un anuncio, un mensaje de despedida o un poema en honor de los visitantes. Pocos dormían en las islas. Mirissa se preguntó en que estarían pensando Owen Fletcher y sus compañeros del exilio, abandonados para siempre en un mundo extraño. La última vez que los había visto, en un noticiero de Isla Norte, no parecían afligidos en absoluto: discutían las posibilidades de conseguir trabajo.
Brant estaba callado, se diría que dormido si no le estrechara la mano con la firmeza de siempre, tendido a su lado mientras contemplaban las estrellas. Había cambiado mucho, incluso más que ella. Se había vuelto menos impaciente, más atento. E incluso había aceptado al niño, con palabras de una ternura tal que la habían hecho llorar: «Tendrá dos padres».
Radio Tarna trasmitía, inútilmente, la cuenta regresiva: la primera escuchada en Thalassa aparte de los documentales históricos. ¿Alcanzaremos a ver algo?, se preguntó Mirissa. El Magallanes se encuentra al otro lado del mundo, donde es mediodía, sobrevolando el hemisferio oceánico. Nos separa todo el diámetro del planeta.
«...cero», dijo Radio Tarna, y en ese instante quedó ahogada bajo un rugido atroz. En el instante que Brant apagó la radio, el cielo estalló en llamas.
Todo el horizonte era un aro de fuego. Norte, sur, este Oeste, todo igual. Largas llamaradas se alzaban del océano hacia el cenit: una aurora como Thalassa jamás había visto ni volvería a ver.
Era un espectáculo hermoso pero sobrecogedor. Ahora Mirissa comprendía por qué el Magallanes se había ubicado al otro lado del mundo. Sin embargo, lo que veían no era el empuje cuántico sino apenas una pequeña pérdida de energía, absorbida por la ionosfera. Loren le había dado una explicación incomprensible acerca de las «ondas de choque del superespacio», fenómeno que ni siquiera los inventores del empuje habían logrado explicar.
Se preguntó qué pensarían los escorpios de semejante muestra de pirotecnia espacial. Algún rastro de esa furia actínica seguramente se filtraría entre los bosques de algas para iluminar las calles de sus ciudades sumergidas.
Tal vez era su imaginación, pero los rayos multicolores que se irradiaban del centro de la corona de luz parecían surcar el cielo. La fuente de energía ganaba velocidad al partir de Thalassa para siempre. Pasaron varios minutos antes de que pudiera asegurarse de que, efectivamente, la corona se desplazaba; para entonces la intensidad de la luz había disminuido perceptiblemente.
Bruscamente, se desvaneció. Volvió la voz de Radio Tarna, agitada:
«...de acuerdo con lo previsto. La nave cambia de rumbo... otro despliegue más tarde, pero no será tan espectacular... las etapas iniciales del despegue se producirán al otro lado del mundo, pero tendremos la primera vista directa del Magallanes dentro de tres días, cuando abandone el sistema solar...»
Mirissa no la escuchaba. Contemplaba el cielo, las estrellas que volvían a brillar. Jamás volvería a contemplarlas sin recordar a Loren. Se sentía vacía por dentro; después llegaría el momento de llorar.
Brant la estrechó en sus brazos, disipando la soledad del espacio. Era suya; su corazón no volvería a buscar aventuras. Ahora comprendía: había amado a Loren por su fuerza, amaba a Brant por su debilidad.
Adiós, Loren, susurró; que seas feliz en ese mundo lejano que tú y tus hijos conquistarán para la humanidad. Recuerda a la mujer que dejaste trescientos años atrás, en la travesía desde la Tierra.
Brant le acarició el cabello con torpe ternura. No hallaba palabras para consolarla: tal vez el silencio era lo mejor. No lo embargaba una sensación de triunfo; Mirissa era suya, pero la vieja camaradería despreocupada había quedado en el pasado. El fantasma de Loren se interpondría entre ellos por el resto de sus vidas: el fantasma de un hombre que seria tan joven como el día en que partió, cuando ellos no fueran más que cenizas al viento.
Tres días después el Magallanes salió por el este: una estrella demasiado brillante para mirarla con el ojo desnudo, aunque el empuje cuántico estaba enfilado de manera tal que la mayor parte de la radiación disipada no caería sobre Thalassa.
Semana a semana, mes a mes se desvanecía lentamente, aunque era fácil ubicarlo en el cielo diurno si uno sabía dónde buscarlo. Y durante años fue la más brillante de las estrellas nocturnas.
Mirissa lo vio poco antes de cerrar los ojos por última vez. Probablemente el empuje cuántico, moderado por la distancia hasta resultar inofensivo, apuntó hacia Thalassa durante algunos días.
Se hallaba a más de quince años luz de distancia, pero sus nietos pudieron indicarle la estrella azul de tercera magnitud que brillaba sobre las garitas de la barrera electrificada que contenía a los escorpios.
Todavía no eran inteligentes, pero sí curiosos: el primer paso en la senda infinita. Al igual que muchos de los crustáceos que habían poblado los mares de la Tierra, eran capaces de sobrevivir por largos períodos fuera del agua. Sin embargo, hasta pocos siglos atrás, nada los había impulsado a abandonar el agua; los grandes bosques de algas satisfacían sus necesidades. Las hojas, largas y delgadas eran su alimento; los duros tallos la materia prima de sus herramientas primitivas.