Había podido contemplarla, gracias a los hombres abnegados que sacrificaron los últimos instantes de sus vidas para colocar las cámaras cinematográficas. Fue así como vio...
...el resplandor rojizo de la Gran Pirámide al convertirse en un charco de piedra derretida...
...el lecho del Atlántico, convertido en roca calcinada en materia de segundos, antes de quedar sumergido bajo las olas de lava ardiente que manaban de los volcanes de la Grieta Oceánica Central...
...la Luna al alzarse sobre los bosques brasileños en llamas, resplandeciente como el Sol, al ponerse por última vez...
...el suelo de la Antártida, después de su prolongado entierro bajo kilómetros de hielo...
...la gran luz central del Puente de Gibraltar al derretirse en el aire candente...
En su último siglo de vida la Tierra se debatió entre sus fantasmas, pero no los de los muertos sino los de quienes jamás llegarían a nacer. Durante quinientos años se impuso una tasa de natalidad muy baja, a fin de reducir la población humana a unos pocos millones para cuando llegara el fin. Ciudades y países enteros quedaron abandonados, mientras la humanidad se aprestaba a presenciar el descenso del telón de la Historia.
Fue una época de extrañas paradojas, de bruscas oscilaciones del estado de ánimo colectivo entre la desesperación y la exaltación febril. Muchos buscaban el olvido en los métodos tradicionales: drogas, sexo y deportes peligrosos, e incluso en guerras limitadas, cuidadosamente controladas y libradas con armas acordadas de antemano. Otros buscaban la catarsis en la electrónica, los interminables videojuegos, el teatro con participación del público y el estímulo directo de los centros de placer del cerebro.
No había razón para preocuparse por el futuro del planeta: por consiguiente los recursos naturales y la riqueza acumulada durante milenios podían derrocharse con la conciencia tranquila. En términos de riqueza material los hombres eran millonarios; sus riquezas, fruto del trabajo de sus antepasados, superaban todo lo imaginable. Se llamaban a sí mismos, con ironía no carente de orgullo, los Amos de los Últimos Días.
Mientras millares de personas buscaban el olvido, otras encontraban su realización personal en objetivos que trascendieran sus propias vidas. La investigación científica recibió un nuevo impulso, gracias a los colosales recursos disponibles. Al físico que requería algunos cientos de toneladas de oro para realizar un experimento se le planteaba un problema logístico, no presupuestario.
Los temas predominantes eran tres. Primero, la observación constante del Sol, no porque quedara alguna duda sino a fin de predecir el momento del desenlace al minuto.
En segundo lugar, la exploración del universo en búsqueda de seres inteligentes, abandonada después de siglos de frustraciones, se reinició con desesperación... y con la misma falta de resultados. El hombre preguntaba y el universo daba respuestas vagas.
En tercer lugar, desde luego, se prosiguió con la inseminación de las estrellas cercanas, con la esperanza de que la raza humana no desapareciera al morir el Sol.
Al comenzar el último siglo, naves inseminadoras de velocidad y complejidad crecientes se dirigían hacia más de cincuenta estrellas. La mayoría de ellas se habían perdido, pero diez pudieron llegar a sus metas y trasmitir sus resultados, siquiera parciales. Las mayores esperanzas estaban depositadas en los últimos modelos, que llegarían a sus lejanas metas mucho después de la desaparición de la Tierra. La última nave de todas podía navegar a un vigésimo de la velocidad de la luz y efectuaría su descenso en novecientos cincuenta años... si todo iba bien.
Loren recordaba el lanzamiento del Excalibur desde su plataforma ubicada en el punto de Lagrange entre la Tierra y la Luna. Tenía cinco años y le habían dicho que esa nave de inseminación sería la última de su tipo. Su edad no le permitía comprender por qué se había anulado ese proyecto de siglos, justo en el momento en que alcanzó su madurez tecnológica. Tampoco podía adivinar que su propia vida sufriría una trasformación completa gracias a un asombroso descubrimiento que le había dado nuevas esperanzas a la humanidad precisamente en las últimas décadas de la historia terrestre.
A pesar de los innumerables estudios teóricos, nadie había podido encontrar la manera de enviar una nave tripulada a alguna estrella, siquiera la más cercana. La duración de la travesía no era el factor decisivo; ese problema se podía resolver mediante la hibernación. Un mono rhesus dormía en el hospital-satélite Louis Pasteur desde hacía mil años, y su cerebro funcionaba normalmente. No existían razones para suponer que no se podía repetir la experiencia con seres humanos, aunque la marca mundial — la tenía un enfermo de un tipo de cáncer particularmente extraño — no alcanzaba a los dos siglos.
Resuelto el factor biológico, el problema de ingeniería parecía insoluble. Una nave que trasportara a miles de pasajeros dormidos y todo el equipo necesario para iniciar una nueva vida en un mundo nuevo debería ser tan grande como uno de esos gigantescos transatlánticos que alguna vez reinaron sobre los mares de la Tierra.
No sería difícil construir semejante nave más allá de la órbita de Marte, con los grandes yacimientos minerales de los asteroides. El problema era cómo crear un motor capaz de llevarlo a las estrellas en un período de tiempo razonable.
Un cohete que viajara a un décimo de la velocidad de la luz tardaría más de quinientos años en llegar a una estrella viable. Las sondas robot, que llegaban a los sistemas solares más cercanos y transmitían sus observaciones durante algunas horas de frenética actividad, alcanzaban esa velocidad. Pero no había manera de disminuirla para el descenso; los aparatos que no sufrieran accidentes proseguirían su viaje por la galaxia para siempre.
Ese era el problema fundamental de los cohetes, y nadie había descubierto una alternativa para la propulsión espacial. Perder velocidad era tan difícil como ganarla, y el trasporte del combustible necesario para la desaceleración no duplicaba las dificultades: las elevaba al cuadrado.
Podría construirse una nave de hibernación capaz de alcanzar un décimo de la velocidad de la luz. Necesitaría alrededor de un millón de toneladas de un combustible constituido por elementos bastante raros; era difícil, pero no imposible.
Para anular esa velocidad al final de la travesía, la nave debía trasportar, no un millón de toneladas de combustible, sino un billón. Las dificultades eran tan monstruosas, que durante siglos nadie se había abocado seriamente al estudio del problema.
Y entonces, por una ironía de la historia, las claves del universo cayeron en manos de la humanidad... cuando quedaba menos de un siglo para aprovecharlas.
8 — Nostalgias del amor perdido
Cuánto me alegro, pensó Moses Kaldor, de haber resistido la tentación, de haber rechazado esa seductora tentación otorgada por la tecnología a la humanidad hace más de mil años. Podría haber traído el fantasma electrónico de Evelyn conmigo al exilio, encerrado en unos cuantos gigabytes de programación. Hubiera aparecido ante mí, en cualquiera de los lugares que amábamos, para mantener una conversación tan natural, que ningún extraño hubiera adivinado que nadie estaba conmigo.
Pero yo sí me hubiera dado cuenta, en cinco o diez minutos, salvo que me autoengañara deliberadamente. Es algo que jamás pude hacer, mis instintos se sublevan ante la mera idea, aunque jamás supe por qué. Siempre rechacé el falso consuelo del diálogo con los muertos. No tengo siquiera una grabación de su voz...