Forzada por estas consideraciones, ella había sacrificado objetos de familia, heredados de su madre. En especial, maravillas como el cofre de marfil, la escudilla de oro, el tambor africano, el asno revestido de brillantes, piezas que conformaron su sensibilidad, y prontamente la sumergían en una memoria tan real que casi podía tocarla con los dedos y verla contraerse, mostrar señales de dolor.
La mañana en que avanzaría hacia el palacio del Califa se había despertado temprano, iniciando las despedidas. Los esclavos, entre llantos, le llevaban los animales, manjares de su agrado, las piezas caras a su corazón, para que jamás se olvidase de la casa. La había acongojado, en particular, abandonar las tablas coránicas, de sinuosa caligrafía, en las que había aprendido a leer y a escribir. De tanto seguir en ellas con destreza los versículos del Corán, las repetía de memoria, sobre todo los viernes. Se había dirigido a sus parientes y servidoras segura de que no volvería a verlos. Aquella jornada, recién iniciada, le exigiría sacrificios, renuncia a la realidad y a los valores familiares, para ofrecerles a cambio el derecho a luchar por su propia vida.
Preocupado el Califa por la pobreza de las princesas, hizo llevar trajes y regalos, aunque Scherezade debiese morir al alba. Para que enseguida Dinazarda examinase las vestimentas y finalmente se inclinase por aquellas cuyos tejidos lucían detalles nacidos de la invención de expertas bordadoras y artesanos.
Los regalos, expuestos a la vista de las jóvenes, iban desde frascos de hueso pirograbados, recipientes de ébano, plata, cobre, joyas cinceladas, brazaletes de filigrana, collares de jade, cadenas de metales pesados, hasta manuscritos, algunos originarios de las primeras escuelas religiosas de Bagdad.
Ya a primera hora del día, Scherezade apreció las vidrieras de colores, detrás del lecho, que filtraban el brillo fuerte del calor. Se esforzó por ver desde la ventana los reflejos de la cúpula verde del palacio construido por el abasí al-Mansur, mientras le traían, en nombre del Califa, la cesta con granadas y dátiles recogidos en un oasis distante unas horas de Bagdad. Cuidados estos que el Califa extendía a otros visitantes, además de a las favoritas, preocupado en entretenerlas con futilidades y aderezos, sin aflojar, no obstante, la vigilancia del harén.
La prodigalidad del Califa, en contraste con su notoria crueldad, había motivado que las caravanas, venidas del extranjero, se acercasen a la entrada del palacio, con la expectativa de ser atendidas. La espera, que podía durar días, provocaba alaridos en el entorno palaciego, atrayendo curiosos a las tiendas montadas cerca de allí, con la aquiescencia del Visir. El espectáculo de hombres y mercancías en profusión irradiaba intrigas, arrobos, sorpresas. Sobre todo el desembarco de cestas, baúles, alfombras, sedas, joyas, dromedarios, caballos de raza, corderos, ovejas, animales surgidos de sorprendente mezcla de razas. Y barricas de aceite, de vino, comestibles que, después de vencer geografías inhóspitas, trayendo aún el olor de los reinos infieles, serían llevados a la presencia del Califa.
Dinazarda palpa el frescor del algodón egipcio, desliza la mano por la seda china antes de elegir. Sabe lo que busca. Reverente, sondea aspectos que destaquen los encantos de su hermana. En estas ocasiones, enseña a Jasmine el sentido de la aventura, le asegura que algunos de los trajes, procedentes del Extremo Oriente, vinieron por la ruta de la seda, sendero peligroso, habiendo afrontado pillajes, batallas, hasta desembarcar en Bagdad. Como resultado de estas amarguras, los trajes relucían a la vista de ellas. De colores magníficos, es verdad, pero no siempre combinando entre sí. Fácilmente aunados en el mismo vestido, estos coloridos herían acuerdos establecidos en nombre de la belleza. Principios provenientes, tal vez, de una consagración tribal, y que sólo deparaban alteraciones en sus fundamentos cuando se producía un nuevo asomo armónico.
Dinazarda persiste en la elección. Evita las zonas de sombras y luz que relucen despiadadamente en ciertos trajes. Sirve a su hermana pensando en saciar la lujuria del Califa, que se complace con la magia del conjunto, incluyendo las joyas. Ignora que el soberano, no siempre inclinado a quimeras, convierte a Scherezade en aquel momento, gracias a los trajes, en una mera extranjera recién llegada a Bagdad, aún llevando en sus sandalias el polvo del largo viaje.
Bajo el efecto de un tedio incesante, insatisfecho con las hembras en su lecho, el Califa se había habituado a abrigar en el interior de la mujer que eventualmente lo acompañase otra, nacida de su ilusión. Pareciéndole el recurso práctico y eficiente, al menos mientras le durase la fantasía. Hasta aquella fecha, le había ahorrado este truco a Scherezade. Ahora, sin embargo, al pedirle sólo con la mirada el cuerpo prestado para poseer a una mujer distinta de ella por algunas horas, le prometía no retenerla por mucho tiempo. En general, ellas se desvanecían enseguida, pues no había cómo fijarlas en la memoria más allá de unos minutos.
Estas arrojadas maniobras, sin embargo, intensificaban su placer. Sobre todo cuando, tejiendo intrigas amargas, hacía que estas mujeres imaginarias atravesasen mares, desfiladeros, desiertos, siempre en el afán de probar un amor que él no retribuía. Condenadas a la aventura, estas criaturas inventadas se deslizaban por el suelo esmerilado del palacio, para verse reflejadas en las vetas que guardaban en la superficie las huellas de otros visitantes igualmente afligidos, para ser recibidos por el Califa. Ignorando tales hembras que, en breve, el Califa, a lo largo de su arduo proceso de inventar otros rostros, los rechazaría.
Al agrupar a estas mujeres ficticias en torno a Scherezade, ellas le parecían tan reales que le reclamaban de repente una atención que el Califa no estaba dispuesto a concederles. Pero queriendo, con todo, comprobar que aún vivían dentro del cuerpo de la contadora, como producto de su imaginación, el Califa, en la expectativa de que una de estas hembras le respondiese, se dirigió a Scherezade en lengua extranjera.
Como resultado de su ingenio, el soberano se iba descubriendo detentador de la habilidad no sólo de reproducir mujeres con temperamento desinteresado, sino con autonomía. Hasta el punto de que este procedimiento de ficción le daba, y por primera vez, entrada en el mundo de Scherezade, pudiendo, en consecuencia, competir con ella en igualdad de condiciones. Al igualarse, pues, a la contadora, podía exhibir rasgos inventivos no siempre inherentes al arte del buen gobernar.
La suerte parece favorecerlo. El vapor que sale de la infusión de menta le crea nuevas ilusiones. Se apega a las señales incipientes de la primera historia que está a punto de contar. Para ello, oscurece temporalmente la realidad circundante, como había visto a Scherezade hacer con sus personajes, de modo que, confiados en ella, ellos le hacían confidencias, mencionaban aflicciones, desmenuzaban a qué genealogía familiar pertenecían, ayudando a la contadora a fortalecer el tejido social de su trama.
Teniendo en la mira la técnica de la hija del Visir, sus mujeres imaginarias no podrían escapar del sino de proporcionarle igualmente intrigas que brotarían más tarde, con el marco adecuado. Atento a lo que estas mujeres van a susurrarle a través del cuerpo de Scherezade, el Califa se acerca a la ventana. La tormenta de arena, tan propia de la época, toma forma, amenaza con invadir los aposentos, pegándose a la piel, a los ojos, sin respetar los orificios. Indicándole que la vida le llega mediante los ruidos producidos por el bazar.
En la expectativa de que en cualquier momento llegue a pronunciarse su talento, se resigna a la espera, pero el soplo de misterio tarda en revelarse. La urdimbre proveniente de las mujeres inventadas no repercute en él. Irritado por la arena que le entra en el traje, se aparta de las ventanas, cerradas deprisa. No le surge una sola idea con la que iniciar la ambicionada historia. Retorna al centro de los aposentos y percibe que las mujeres, que ocupaban antes el puesto de Scherezade, se habían desvanecido sin dejar rastro. Desilusionado, el Califa pasa delante de Scherezade fingiendo no verla.