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Bajo el peso del corpachón del Califa, que la oprime sin reparos, Scherezade se vigila para no emitir un grito involuntario de placer. Al fin y al cabo, siendo la carne una materia ingrata, que no responde a un dictado moral, bien podía gozar de repente, disfrutar de las regalías de un cuerpo enemigo.

Al privarse, sin embargo, de tal goce, explora en sus relatos las prácticas sexuales inspiradas vagamente en el Califa y, sobre todo, con ejemplos suministrados por tratadistas árabes. Enfrentada con personajes que prevarican, Scherezade describe con minucioso sabor el paisaje laxo que adviene después del coito, la prisa con la que las criadas borran las evidencias del sexo dejadas en las sábanas revueltas o en el suelo de Bagdad.

Aborda estos temas como si, habiendo frecuentado el burdel de uso exclusivo de los subalternos del reino, pudiese discurrir al respecto. La verdad, sin embargo, es que poco entiende del tejido carnal que, en la fricción con la piel ajena, tiende a rasgarse bajo el impacto de continuos estremecimientos. La inquieta notar los estragos que produce el amor. Nada puede hacer frente a los delirios del cuerpo, simplemente apartarse del drama amoroso, incapaz de deslindar la conducta de los seres que, bajo el régimen de la pasión, gotean salitre, plata, secreciones. Teme participar de un espectáculo constituido por espasmos falsamente simétricos y de cuerpos fundidos y desesperados.

No por ello Scherezade se libra del bien y del mal, que giran en torno a ella y a sus personajes. No obstante, la agota el contagio humano que sus historias le imponen. Tal oficio, a juzgar por lo que sabe, tiene reglas inciertas y cualquier descuido hará que el Califa la conduzca a la muerte.

12.

Mastica despacio. Acoge el alimento con la ayuda del pan. Se apoya en el hueco de la mano mientras piensa. Ya en la primera refección, Scherezade es dueña de la palabra que pronuncia. En medio de las abluciones, con el cuerpo impregnado de esencias, define a su gusto la pauta de la historia. Y aunque reverenciada como reina por las esclavas que integran el conjunto bajo la dirección de Jasmine, Scherezade no es señora de lo cotidiano. Menos aún del futuro inmediato.

En su afán de librarse de la sentencia de muerte que se cierne sobre ella, es menester suspender la narración con el primer destello de luz. Teniendo antes el cuidado de dejar a la vista la espuma difusa de la pasión narrativa. Lanzando para ello el anzuelo que fisgue el corazón del Califa con la intriga latente del enredo, de modo que la garganta del soberano, en medio de la asfixia, sufra la agonía de una verdad que sólo le será revelada la noche siguiente.

Al servicio de su oficio, el tiempo de los hombres, marcado por una ampolleta hipotética, es frágil. Los minutos que prevé, antes del amanecer, se fundan en el equívoco. Apenas Scherezade determina el rumbo y las oscilaciones de la historia, teme que la vida escape a su control. Sus noches, siempre mal dormidas, le ponen difícil la percepción inmediata del destino. Bajo una amenaza cuya gravedad supera su ingenio, le corresponde prolongar un proyecto sujeto a tantas interrupciones estratégicas.

Jasmine le trae infusiones, tes, líquidos que mitigan la ansiedad. Se desliza sobre el mármol, vertebrada como la serpiente blanca que resbala por las arenas del desierto, dejando marcas sinuosas. Pero, a despecho de sus cuidados y de la vigilia de Dinazarda, vacila en decretar el epílogo del relato. De marcar con rigor la extensión de una historia, cuando sólo cuenta con escasos minutos, que preceden al alba, para conocer de cerca el ápice de su creación.

La apresurada realidad del tiempo la amedrenta. Su eficacia, tensando a los personajes, le insinúa, no obstante, que la línea del horizonte es huidiza. Hasta el punto de verse forzada a dotar a los héroes de recursos excedentes, filigranas, volutas, sólo para mantenerlos en escena, visibles para el Califa. Pero si de un lado tales arabescos indican pericia, ¿qué ocurrirá si no alcanzan el efecto deseado?

El pavor de la muerte le causa escalofríos. Avanza indómita, tiene aún mucho que contar. Su imaginación, sujeta al flujo y reflujo de la marea, la amonesta sin cesar. En su mar interior nadan aventureros y bandoleros sobre la cresta de las olas que se encrespan. Subyugada por el carácter huraño del Califa, dobla y multiplica las mallas del enredo, cubre a sus criaturas con la túnica de la humanidad, tejida en las callejas sofocantes de Bagdad.

El Califa no se conmueve. Con mínimos gestos, expone un desaliento nacido de una mirada inmersa en sí mismo y que le ocasiona un extraño disfrute. Contando con estos goces íntimos, emite a la joven señales de peligro. Al menor descuido, como errar en la sucesión de las palabras y de las peripecias, o romper el encanto del habla, él tiene el poder de condenarla a muerte.

Libre de nuevo en la reluciente mañana, Scherezade se niega a celebrar la vida que le es otorgada con semejante indiferencia. Acepta los manjares, tiene hambre. La cabeza del cordero, sobre la bandeja, servida con una guirnalda de hierbas alrededor, se asemeja a la suya propia, en la inminencia de ser decapitada por el verdugo. Su vida, a veces, lejos del fausto de la nobleza, le parece miserable. Las aceitunas saladas, venidas de olivos que casi presenciaron el comienzo del imperio islámico, son bienvenidas. Su pulpa y el aceite alimentan a los pobres del califato. En su condición de princesa, Scherezade es una ardorosa hija del desierto, heredera de la medina. ¿Por qué no probar antes de la muerte los cuernos de la gacela, los bizcochos que enriquecen las tardes de las jóvenes?

Scherezade resiste. Desamparada frente al soberano, con quien comparte simplemente el lecho, anhela que sus palabras despierten en él la noción de la aventura, vecina del acto de vivir. Reconoce que su proyecto fracasa en las manos del Califa. Piensa en su padre, que circula por el reino y por los salones del palacio, siempre armando emboscadas, buscando culpables. A los ojos del pueblo, una figura contradictoria, en rencorosa defensa del califato.

Hace años mantiene el puesto de Visir a costa de un talento probado con frecuencia y que le ha acarreado humillaciones sin fin. En algún lugar, que la hija ignora, él aguarda la confirmación de aquella muerte. Silenciosa aflicción que acelera su vejez y lo deshonra. Esté donde esté ahora, ¿quién oirá el ruido de su respiración desacompasada? En la soledad del palacio, a salvo del Califa, el padre jadea, un animal acosado en busca del aire que se le escapa. Disconforme con la tragedia a punto de abatirse sobre su casa.

13.

Tampoco el Califa se despoja de los misterios confirmados a la sombra del trono. De un poder que no lo protege de las aflicciones ni del recuerdo de la Sultana que, al saciar la lujuria con sus propios esclavos, había mancillado el lecho real con esperma ajeno. Indiferente a que le depositasen en el vientre un producto espurio y, en consecuencia, atribuyéndosele al Califa una paternidad indebida.

A despecho de reinar sobre el califato de Bagdad, el deshonor, que aún hoy lo persigue, le inflige nociones distorsionadas de la realidad. ¿Cómo confiar en la figura femenina que, aun en vigilia, se avergüenza delante de los súbditos? Había jurado que ninguna mujer volvería a traicionarlo, pero, para mantener intacta la palabra, había que condenar a muerte a cada esposa que le calentara el lecho. Saliendo ella de sus brazos derecha hacia la cuchilla del verdugo.

No concede futuro a estas jóvenes ni les demuestra gratitud, aun habiendo conocido la cópula a través de ellas. Y aunque penosa, su decisión evitaba en el futuro que se practicase contra él cualquier acto vil. Sobre todo por no pretender revocar un decreto ciertamente impopular, se mostraba hostil al llamamiento hecho por cierto líder vecino que, temeroso de una rebelión popular, le había alegado preceptos religiosos, la necesidad de absolver a quien se presumía inocente. La insidiosa apología del amor conyugal, venida de un respetado bey, no le servía de nada frente a su decisión.