Para afrontar las reacciones que le recomendaban la cancelación de la medida, el Califa había prohibido la discusión al respecto, llegando a prometer que aplicaría, sin indulgencia, igual pena a quien actuase contra sus intereses. Y que no se atreviesen a considerar su decisión como debilidad de un corazón profundamente golpeado, incapaz de superar los sinsabores de la traición.
Hace mucho a salvo de los sentimientos, había negado a las mujeres la llave del amor. Sobre todo ahora, cuando el ocaso, introduciéndolo lentamente en el ritual de la propia muerte, le concedía las prerrogativas de la soledad.
Scherezade, sin embargo, víctima voluntaria de esta cadena interminable de jóvenes asesinadas, queda al acecho. Los ojos fruncidos del Califa, casi un trazo en el horizonte, lo vuelven indescifrable. La disimulada habilidad con la que se frota el dorso de la mano contra la boca, como librándose de una mota incómoda pegada a la comisura de los labios, revela el deliberado esfuerzo de divisar al enemigo y no ser visto por él. El esbozo que Scherezade hace de él ora se desvanece, resguardado por detrás del asiento imperial, ora resurge tenso, cuando él nota que quieren desvelar los rasgos de su interior.
Frente a la vigilancia de Scherezade, el Califa suaviza las expresiones. Le niega el derecho de destacar cuáles de sus marcas proceden del bien y del mal. Ansía una descripción que condiga con su estirpe, que lo proclame como un hombre agradable, cuya templanza es la señal del gobernante justo. Una efigie que, enmarcada por la barba, exhale olor a sándalo, de forma que, reproducida en la imaginación popular, se vuelva la iconografía inspiradora de su leyenda. Lo vuelva así en el bazar, en el desierto, o en casa, junto a la tetera, protagonista de los enredos que circulan entre beduinos y mercaderes. Objeto de culto, como Harum al-Rashid.
Aunque ambicione popularidad, le disgusta la convivencia con el pueblo. Próximo a la turba, en general mantenida lejos, nunca sabe si les sonríe o saluda con la mano derecha, de cuyas falanges penden anillos, como símbolos de su autoridad. Abasí como Harum, difícilmente repetiría las hazañas del soberano que, como ningún otro, había disfrutado de la algarabía del mercado sólo por el gusto de conocer las emociones humanas.
Su temperamento, irreconciliable con la vida mundana, se cerraba a quien no le fuese útil en la gestión del califato. Con cualquier pretexto, dando curso a súbitos arranques, abandonaba el salón de audiencia sin aviso, con la excusa de caminar sin rumbo por los pasillos, seguido de la guardia. Un trámite que podía tardar hasta el anochecer, en total desconsideración con los visitantes, a su espera en el salón de audiencias. Un deambular interrumpido para sorber los tragos de té que le servían donde estuviese. No pudiendo nadie, entonces, dirigirle la palabra, ni consultarlo sobre algún tema pendiente. Con el turbante colocado en la cabeza, cubriéndole prácticamente los ojos, no advertían sus inquietudes.
El comportamiento del Califa intimidaba a los cortesanos, habiéndose acentuado tal intransigencia a partir de la traición de la lúbrica Sultana, y con la serie de las muertes inocentes. Un hecho que había producido versiones disparatadas, cada cortesano considerando la peculiaridad de los métodos con que él infligía el castigo. Se decía de él que, en cierta ocasión, lanzando terribles alaridos, arrepentido tal vez de sus crímenes, había intentado lanzarse desde el balcón del palacio hacia el patio interior, empapándose antes, sin embargo, con la sangre de una joven que había asesinado con sus propias manos, teniendo el cuidado de friccionar el líquido, ya pastoso, en sus propios genitales, a la manera de un goce tardío.
Encerrado en su capullo, el Califa despierta en Scherezade la acción contraria. Al ganarle a la muerte un nuevo día, ella ejerce con vigor el insigne arte de la seducción. Todo es pretexto para descorrer un futuro, sea donde sea. Aun cuando esmerila una bandeja de cobre, con la expectativa de que las imágenes de Simbad y Zoneida surjan en la superficie.
El Califa la quiere doblegada por el miedo, vencida. Busca en las pupilas de Scherezade una señal de angustia por su veredicto, que no capta. Aun así, persiste en intimidarla, de forma que las historias, surgidas de este pavor, se renueven automáticamente y lo hagan feliz. Olvidado, no obstante, de que tal vez estuviese en marcha, entre sus súbditos, una subversión amorosa, teniendo como mira activar la imaginación, gracias a las historias nacidas de Scherezade.
El mutismo del Califa preocupa a Scherezade. El instinto le sugiere que se reconcilie con el soberano, se ocupa de la savia de su rencor, concediéndole una narración que avance por su insondable enigma y le agrade. Pero sus perspectivas no son auspiciosas. El Califa se pone altivo, hablándole de la muerte como de un hado placentero. Le recomienda también que tenga cuidado, si no da continuas pruebas de ingenio, él le arrancará el corazón, como ya ha hecho con otras.
Estas escenas, presenciadas por Jasmine, llevan a la esclava a suavizar el sufrimiento de Scherezade con iniciativas modestas. Observa que, al prepararse cada noche, ella suspira, como si fuera un bramido de guerra. Así perfecciona recursos, supera obstáculos, en busca de la perla que, según Simbad le había asegurado, existe en el fondo del mar.
También Dinazarda, mirando a su hermana casi inmolada, se subleva. Pero, no pudiendo envenenar al Califa y salir ilesa del crimen, aparenta resignación. Se muestra insensible al drama de una Scherezade que transmite al soberano las claves de la imaginación humana. De cómo ella recurre al acervo de una memoria, vigorosa y singular, para discurrir sobre el universo narrativo que los hombres, esclavos entonces de la oscuridad y del miedo, construyeron desde los tiempos de las cavernas, y que ni las llamas del fuego, que nacieron más tarde, consiguieron destruir.
Desde que Scherezade enunciara la primera frase, bajo la vigilia de Fátima, que, con la vara en la mano, iba ahuyentando fantasmas y genios del mal, la joven había evolucionado de forma vertiginosa. Orquestando frases para ello, dándoles suntuosidad, captando las peripecias que hipnotizaban al Califa.
Atento, él registra cómo la joven fomenta las emociones. La insidia con que, habiendo perdido la vergüenza, se desliza por los desvanes de las vidas secretas de gente como Simbad y Zoneida, sin respetar límites. Scherezade actúa sin dar margen a que estas criaturas huyan de su poder persuasivo. Pero, aunque deslumbrado con estos personajes que Scherezade mantiene intactos dentro de la redoma de la historia, él reacciona, quiere a veces lanzarlos a la mazmorra, prender sus patas, sus falanges, sólo para suspender el alboroto del cerebro de Scherezade.
Bajo el arbitrio del soberano, nada la detiene. Frágil y solitaria, Scherezade prosigue con aventuras cuyo desenlace prevé repartir pan y fantasía en la plaza de Bagdad. Eran su perdición y su acierto afligirse y conmoverse con los personajes salidos de su meollo. Pues, igual a ellos, también ella padecía de la angustia de improvisar.
14.
Insolente en las historias, Scherezade es recatada en el lecho. Envuelta en sábanas de seda, cede al Califa partes del cuerpo. Después de la cópula, Jasmine la cubre con telas delicadas, que protegen su jadear discreto.
El Califa obedece a sus reglas, acata su pudor. Al ganar acceso a la piel blanca y suave de la joven, él apoya su mano sobre la matriz de aquel cuerpo, de donde nace la vida, la palpa, como si visitase las vísceras resguardadas. Con gesto desprovisto de arrebato, se acomoda a las conformaciones de sus volúmenes, se desliza finalmente hacia el pubis. Al servicio del placer rápido, pues tiene prisa, penetra la zona recóndita de la vulva con el falo.