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Distante de las ventanas, Scherezade cierra los ojos, no quiere ver la silueta de la ciudad que se refleja en los jardines. O descubrir la sombra de la cámara de la muerte que se proyecta contra la pared próxima a los aposentos. Dinazarda, sin embargo, aun volviendo la cabeza, no percibe el cadalso vecino. Enamorada de los jardines imperiales, escudriña desde las ventanas en arco las alamedas que, perdiéndose en el horizonte, forman un laberinto que amenaza con tragarla. A pesar del hechizo de las flores cuyo aroma llega a su nariz, se distrae con los pájaros que, en vuelo rasante, se posan en el palomar de arquitectura extravagante.

Dinazarda anda sin rumbo por los aposentos, lugar de su disgusto. Busca en la memoria algún recitado que exprese la agonía de ver a su hermana tan cerca de la muerte. Lamenta, al mismo tiempo, estar encadenada a alguien que se ilusiona contando historias que rediman a los hombres. Y que la hace reír y llorar, encantada por un talento con el don de transportarla tan lejos que tiene a veces dificultad para volver al punto de partida.

Encerrada en los aposentos, rodeada de esclavas afligidas, se arrepiente por haber cedido a Scherezade. Sobre todo por sentirse mera pasajera del sueño ajeno, dispuesta a ocupar en la vida cotidiana de la corte un papel irrelevante, en caso de que el Califa perdone la vida de su hermana. Inmersa en un conflicto que afecta a su humor, acaba rindiéndose al saber de Scherezade, que, entre enternecida y displicente, la obliga a seguir sus huellas fascinantes.

Scherezade no parecía reparar en el estado de espíritu de su hermana. Concentrada en su propia salvación, que dependería, aquella primera noche, de la actuación de Dinazarda, ignoraba que ni siquiera las delegaciones extranjeras de visita en la corte se libraban del macabro espectáculo. Cruzando los jardines camino de la suntuosa entrada del palacio, debían pasar necesariamente delante del cadalso. La fantasmagórica presencia, proyectada pared arriba, avanzando a diferentes horas del día hacia las ventanas del salón del trono, servía de aviso a los transgresores del reino.

Enlazadas por el mismo destino, ambas hermanas esperan a que caiga la noche. Reunidas en los aposentos, Scherezade disimula a duras penas la náusea. El miedo que siente le acentúa el malestar debido a la convivencia forzada con las esclavas que la rodean. En breve el Califa vendrá a reclamar su cuerpo.

2.

Al nacer la noche, Dinazarda anima a su hermana a resistir al Califa, que pronto vendrá a tomar posesión de su cuerpo. Ocupando el mismo aposento, Dinazarda no sabe cómo proceder a la llegada del soberano. Si debe, por propia iniciativa, abandonar la habitación antes de los preludios amorosos entre su hermana y el soberano, o aguardar a que él la eche.

Prevé el dolor de la despedida. No sabe si tendrá tiempo de abrazarla si el Califa, negándose a escuchar su primera historia, condena a su hermana a la muerte. Quiere eludir los gestos preliminares a la cópula. A pesar de la curiosidad por el ayuntamiento de las carnes desnudas, una penetrando a la otra sin pudor, enlazadas como animales hinchados, Dinazarda no soporta que su hermana se someta a la concupiscencia del Califa. Prefiere no ver el desenlace de aquella unión.

La serenidad de Scherezade la impresiona. Acomodada en el lecho, su rostro, impenetrable, no traduce lo que piensa ni transmite aprensión. Enfrentada a aquel cuerpo que se había vaciado para el cumplimiento de su deber, Dinazarda rechaza la visión del Califa blandiendo el miembro como instrumento de conquista. Para aliviarse, atribuye naturalidad a lo que está a punto de ocurrir, cuando los avances del Califa, tendido al lado de Scherezade, pongan en su mira la consumación final. Y cada escena que va anticipando se integra a las muchas que se suceden en su imaginación perturbada.

El lecho, adornado con cojines y tejidos bordados, aguarda a los amantes. Entre estos magníficos brocados, Scherezade revive el escenario de las historias amorosas y concupiscentes que se había acostumbrado a contar a su ama Fátima, con la diferencia de que es ella ahora quien fornica, sustituyendo a sus personajes.

Había empezado a oscurecer. Dinazarda hace ademán de acariciarla antes del duelo amoroso, pero refrena el gesto. Es tarde para añadir o sustraer detalles al drama a punto de desencadenarse frente a ella. Las farolas mortecinas reparten sombras por donde el Califa transita, después de aparecer en los aposentos precedido de fanfarrias. A cada paso él se agiganta, anunciando la intención de reclamar el cuerpo de la joven, sin reivindicar su alma. Quede claro a los súbditos, entre ellos las favoritas, que prescinde de la carga de la intimidad. Él cumple la rutina del sexo, seguro de que no le causará daño alguno ni le dejará secuelas indelebles.

Por primera vez, Dinazarda lo ve de cerca. Avanzado en años, con una barba espesa, corpulento, el Califa esconde su mirada opaca frunciendo los ojos. Aunque él encarne el califato de Bagdad, ella no controla su rechazo hacia aquel hombre en la inminencia de invadir la vulva de su hermana con actitud de amo. Se previene, sin embargo, evita demostrar complicidad con su hermana en presencia del invasor, revelar sus planes, que las imagine dispuestas a asestarle el golpe mortal. No sería buen camino hostilizar al regente de una realidad que prevalecía por encima de la justicia común.

Amedrentada, quiere regresar al palacio de su padre. Se arrepiente de la promesa hecha a su hermana, pero no puede fallar en la misión de despertar a la somnolienta Scherezade después de la cópula y convencer al soberano de la necesidad de escuchar la historia que ella le contará antes de ordenar su decapitación.

Con indolencia cautelosa, el Califa se mueve sin disipar energía. Esparce a su alrededor una rara fragancia cítrica. Su traje, imponente, trae por delante un bordado de inspiración extranjera, cuyos detalles meticulosos registran la evolución de la caza del ciervo. Evita cruzar la mirada con Dinazarda, la intrusa. Al acercarse a Scherezade, que se recuesta en los cojines del lecho, él no trasluce emoción, se extiende a su lado evitando rodeos. Y, sin más aviso, comienza las lides sexuales.

Disciplinado en la cuestión carnal, el Califa no altera su conducta en el lecho. Hace mucho que sus concubinas, afectas a sus convenciones, abandonan los aposentos al acabar el coito, pues no aprueba él ninguna manifestación ostensible de aprecio, tales como enviarle señales amorosas mediante misivas, pañuelos bordados, flores secas. Los caprichos femeninos no lo conmueven.

La ausencia de caricias por parte del Califa impulsa a Dinazarda a retroceder en busca de un refugio donde esconderse. Apresurada, atraviesa los módulos que forman los aposentos reales hasta encontrar un rincón donde pasar la noche. El biombo, que lo separa con su extremo puntiagudo del resto de los aposentos, le sirve de tapia contra la realidad amenazadora. De laca, compuesto de innumerables hojas, sus dibujos, que enaltecen la dinastía abasí, la distraen, así como las paredes decoradas con motivos florales y expresivos trazos caligráficos.

En el trayecto hasta el otro lado de los aposentos sobresale en su retina la imagen de los amantes, que se esfuerza por borrar. Una angustia que combate, no obstante, con raciocinio simplista. ¿Qué podría ocurrir entre el Califa y su hermana Scherezade que ésta no haya previsto? Antes de abandonar el palacio de su padre había sonsacado a un auxiliar del Visir la afirmación de que no había en la vida del soberano registro de conducta que hiriese la ley islámica. Su comportamiento presuponía las prácticas comunes a su estirpe, salvo el decreto reciente que ordenaba la ejecución de las jóvenes esposas después de la noche nupcial.

Aun así, ¿cómo aliviarse si tenía razones para creer que Scherezade, a la llegada del Califa, se despediría de ella para siempre? ¿Y que, al llegar el alba, su hermana tendría la misma suerte de sus predecesoras, no valiendo de nada, por tanto, su sacrificio?