Scherezade reza para que su hermana no se retrase, temerosa de que el soberano repudie la propuesta de Dinazarda, que se acerca ahora sin hacer ruido. El Califa divisa primero su sombra, después su presencia, pero ¿quién podría molestarlo a aquella hora, trayéndole noticias del reino? Observado por la joven, cuyo rostro apenas identifica, el Califa se cubre, se sienta en el diván.
En el esfuerzo de salvar a su hermana, Dinazarda arriesga su propia vida. Sobre sus babuchas doradas se desliza, amedrentada, hasta el lecho real. Evalúa los riesgos, con la cabeza puesta en juego. No tiene, sin embargo, a quién apelar, a merced de un soberano que desprecia el lírico arbitrio del amor. Teme alterar las instrucciones recibidas, fallar en la argumentación que Scherezade le ha preparado cuidadosamente, mostrándose incapaz de probarle al Califa el talento de su hermana para contar historias. Precipitando su muerte, en este caso, en vez de salvarla.
Crece el silencio en medio de la noche. A pesar de la penumbra, Dinazarda observa a Scherezade postrada en la cama, rendida. En gesto impensado, se inclina sobre los muslos de su hermana, sigue el impulso piadoso de lamer la sangre coagulada entre sus muslos. Se reincorpora luego, arrepentida, intentando corregir una situación conflictiva. Dispuesta a luchar, no se abate, se inclina en profunda reverencia. Murmura sonidos que el Califa apenas registra, pero las palabras, animosas, despiertan sus ganas de prestarle oídos. Dinazarda aumenta el tono de voz y sólo enmudece cuando arranca del Califa la promesa de escuchar a Scherezade. Sólo entonces ayuda a su hermana a contar la primera historia.
4.
Incómodo por la invasión inoportuna de Dinazarda, el soberano, aún somnoliento, decide escuchar a Scherezade antes de entregarla al verdugo. Desconoce las intenciones de su esposa de usar a Dinazarda como parte de una estratagema capaz de salvarla. Atendió, no obstante, la súplica recatada, sin que él mismo se explicase la razón de haber cedido. Tal vez porque ella le aseguró que la palabra de su hermana era una especie de capullo del que saldría un día, en el momento justo, el gusano de seda.
Sin ocultar su impaciencia, se acomoda en el diván. Se sorprende, sin embargo, de la joven tímida, con la que hace poco se ha unido carnalmente, cambiando varias veces de posición mientras le habla, obedeciendo cada movimiento a una instrucción secreta, dictada por el tenor del enredo.
Scherezade tiene el verbo fácil. Las palabras, formando una amalgama inquebrantable, sirven a manera de escudo para que los personajes desfilen delante del soberano. Y aunque amigables algunos entre sí, estas criaturas no siempre provienen de la misma familia. Parecían unidas más por la ambición del oro y la aventura que por la sangre. Sus historias, pues, avanzaban en torno a aventureros que ponían la vida sobre la mesa con la esperanza de escarnecer los días y la miseria.
A medida que Scherezade describía cómo ellos escalaron las murallas de Bagdad al oeste, pretendiendo alcanzar las márgenes del Tigris, el Califa se mesaba la barba, incrédulo ante lo que escuchaba. Pero al parecerle tan reales, dudaba de que hubiesen nacido de joven tan inexperta. De cómo había sabido Scherezade describir a forajidos, vagabundos, amantes, gente que desenvainaba la espada sólo por el privilegio de posar la vista en los senos de la mujer del mercader bañándose en el patio de la casa, aprovechando el calor del sol matutino. Dispuesta la hembra a cederles lo que ellos estarían dispuestos a pagar con el brazo cortado por el marido celoso.
A veces jocosa, Scherezade sonríe en defensa de estos seres. Los libra de inesperados sinsabores, sabiendo que volvería, con algunos de ellos, a emprender otra aventura. Pero mientras la noche avanza, e infunde en el Califa una pasión que hace mucho lo había abandonado, él no nota en ella fatiga ni esfuerzo desmesurado. Como si en cada enunciación ella sorbiera la sangre del soberano con el fin de aliviarlo.
De repente, reacciona ante la posibilidad de que la joven abuse indefinidamente de su hospitalidad. La solución sería entregarla al verdugo, cortando de raíz sus pretensiones de artista, miembro de un arte practicado por las clases populares. Al iniciar el gesto que habría significado la inmediata condenación de Scherezade, él quiso escucharla un poco más; ansioso por conocer el destino del joven Hassaum, que osara robar la corona de un rey que, después de perder la fortuna, hundido hoy en la miseria, sólo disponía de este adorno como patrimonio.
Antes de entregarla al verdugo, necesitaba también tomar conocimiento de aquella otra banda de malhechores, dirigidos por una moza altiva, vestida de hombre. Así como de los que quedaban de una tribu que había interceptado a la caravana, camino del palacio de verano de un potentado extranjero, pensando encontrar joyas en las arcas y en los cestos de mimbre. Cuando se asustaron al ver a ciertas mujeres, algunas de edad avanzada, integrantes del harén de un potentado, viajando por el desierto sin la escolta debida.
El soberano juzgó atrevido un tema que permitía a los malhechores disponer de mujeres pertenecientes a cierto monarca, aunque no fuesen suyas. Pese a que criticase a Scherezade por el mal ejemplo, no interrumpió el curso de la historia, que ya iba bien avanzada. O le sugirió que reposase, al fin y al cabo llevaba hablando muchas horas.
No se notaba en Scherezade el esfuerzo consumido en dotar al enredo de recursos que impidiesen al Califa decretar su muerte, si es que de verdad quería saber cómo continuaba el amor del bandolero y la princesa. Sin que él se diese cuenta de que la meta de la joven era no dejar nunca los hilos sueltos del relato en el aire, de modo que pudiera enlazarlos a la noche siguiente. Pues su papel, a fin de salvarse, suponía considerar el peso de cada palabra en la frase, sin olvidar, para ello, añadir huesos, grasas, pasiones a los personajes, frutos de su invención. Confiándoles a ellos el encargo de ablandar el corazón empedernido de aquel hombre.
Había amanecido, y el Califa debía dirigirse al salón de audiencias, donde lo aguardaban. Pero como Scherezade no había concluido la historia de cuyo desenlace está pendiente, decide respetar su vida un día más. Al volver por la noche a los aposentos, Dinazarda recalca ante él que una de las virtudes de su hermana era hacer latir el pecho ajeno. Así, después de fornicar con Scherezade, él atiende a la gracia requerida de que la joven siga adelante con la historia inconclusa. Sin sospechar que, con ayuda de tal concesión, ella lo privaba de la atención a sus súbditos. Le cedía, involuntariamente, la máquina de fabricar sueños, admitía en público que cualquier historia, pronunciada con liturgia solemne, salva a quien sea de la visión del cadalso. Y, peor aún, corría el riesgo de pasar a las manos de la joven un poder en franca disputa con el suyo.
De piel clara, Scherezade había salido a su madre, a quien el Califa no llegó a conocer. A pesar de su cuerpo menudo, había en sus relatos figuras ciclópeas con la misión de estremecer el equilibrio del califato. Prometiendo para ello, a los ambiciosos y desvalidos, cierta perla cuya coloración negra tenía la propiedad de sanar a los moribundos y extender entre sus propietarios beneficios prodigiosos. Ocurriendo estos hechos de tal forma que el Califa no interrumpiera su flujo narrativo. Y ello porque, atento a esta especie de baile de máscaras, él confía en la mirada de Dinazarda afirmándole que disfruta del arte con que su hermana, a sus expensas, esquiva la sentencia nocturna.
Después de cada cópula, Scherezade se aploma, le demuestra el encanto que los miserables ejercen sobre la imaginación. Qué pueden hacer sus cortesanos que ya no hayan practicado los vagabundos de Bagdad en las callejuelas o en divagaciones por el desierto. Con voz de flauta y de laúd, ella rinde culto a volutas verbales que desestabilizan la realidad sobre la que gobierna el Califa.