El aprecio del Califa por la hermana no amenazaba a Scherezade. Frecuentemente pensaba en cómo retribuir el amor de Dinazarda, visible incluso cuando ambas no coincidían. Reconocía su deuda con la hermana, pues gracias a ella había luchado por su vida. Con el propósito de disipar cualquier sentimiento amargo relativo a ella, aplaudió su talento. Además, por primera vez notaba con qué sutileza Dinazarda discutía los efectos de los aromas y la dosis voluble de la sal y del azúcar en la comida. Iniciativas, sin duda, que abarcaban la idiosincrasia de los otros pueblos.
También Dinazarda, desde la llegada al palacio, se había esforzado por aceptar la rebelión de Scherezade relativa a ciertos asuntos. No soportaba que su hermana decidiese sobre lo que fuere sin consultarla. Como si fuera dueña de sus actos y de sus relatos. Siempre dispuesta a invadir el meollo de las historias de Scherezade, el núcleo de los personajes, y todo sin pedirle permiso.
Los malentendidos entre ambas hermanas, habiendo llegado a oídos del Califa, revelaban el grado de intriga que suscitaban las jóvenes entre cortesanos y esclavos, dedicados a sembrar mentiras. Un hecho que había llevado al soberano a asombrarse por esas pequeñas infamias y a entender cuánto servían estas maledicencias para desahogar disgustos y exacerbar los resentimientos familiares.
Sin duda, las hijas del Visir presentaban la misma dosis de ambigüedad de los personajes. Desvíos de comportamiento que, aunque concentrados en un espacio exiguo como los aposentos, ejercían sobre él una atracción sin la cual ya no sabría vivir.
53.
Distante de las ventanas en arco, el lecho donde los amantes fornican ocupa un espacio desmedido. Las esclavas, en fugaz intimidad, gravitan a su alrededor. También las hijas del Visir, igualándose a las servidoras, participan de las artimañas que envuelven a todos en una fina red.
Aunque compartan la misma cama, entretenidos con ligeros juegos eróticos, el Califa y Scherezade se tratan con deferencia, sin descuidar jamás el trato reverencial. Durante la cópula, se despojan parcialmente de sus ropas. Y, a pesar del intercambio de mucosas de los cuerpos, evitan observar las señales que el sexo deja en la sábana de seda, como huella amorosa. No intercambian miradas, los ojos de ninguno de ellos necesitan hablar. Sólo las palabras de Scherezade sugieren los límites establecidos entre ambos. Tocándole en este caso al soberano actuar según el dictamen de su falo, tenido en los mercados de Bagdad como impaciente.
Cuando se convirtió en mujer del Califa, Scherezade era inexperta en materia de sexo. A lo largo de su formación no había dominado el arte del amor. Y las veces en que se había adentrado en su propio cuerpo, había gozado sin exaltación. Ahora que el vientre se había vuelto receptáculo del esperma principesco, aun así, sin embargo, no daba salida a su instinto. Todo en ella entorpecía y borraba el deseo del Califa. Siguiendo, no obstante, las instrucciones de Dinazarda, abría y cerraba las piernas alrededor del corpachón del soberano, a fin de que el miembro real alcanzase su útero. Sin que tal ejercicio impulsase al falo a ir al fondo de las entrañas. Pero, al mismo tiempo que acataba a su hermana, Scherezade temía que tal conducta disgustase al soberano, hiriese el pudor circunspecto que ambos mantenían.
Dinazarda ya no sabía cómo convencerla de la necesidad de agradar al soberano, cada vez más reticente. Pero Scherezade, fingiendo obediencia a su esposo, era consciente de que no era la concupiscencia, en aquellas circunstancias, la mejor arma para vencerlo. Su fabulación verbal, plena de erotismo, consagrada a la libido de sus personajes, parecía ser suficiente para revitalizar el cuerpo gastado del Califa.
Él cumplía el deber conyugal con hastío. Después de haber experimentado todas las formas perversas del sexo, lo estaba agotando el paisaje del cuerpo femenino. Los años morigeraron cualquier furia interior y se contentaba simplemente con un orgasmo rápido, sin empeño. Preocupándole poco, a esas alturas de la vida, defender su reputación de fornicador. Y esto ocurría justo cuando Scherezade, siempre esquiva, le impedía arrancar de su vulva una prueba de deleite, aunque la sintiese humedecida.
Diferente de otras mujeres que había tenido en el lecho, ella se abstenía del festín amoroso, demasiado concentrada en sus periplos narrativos. Al Califa, de todos modos, no le preocupaba que las caderas de la joven no se moviesen o que a su cuerpo le costase sincronizar con el ritmo de su falo golpeando la vulva. Atento al placer derivado de los relatos de Scherezade, lo redimían aquellos personajes que lo arrancaban de su oscura vida interior para modelar en él prácticamente otro ser. Surgiendo de tal regocijo una fruición que lo rescataba del infierno del trono, donde no había lugar para divagaciones, mientras le iba afinando la percepción y los sentidos. Un estado de excitación que parece anticipar la revelación venida al final de cada historia, cuando él, enredando las hebras de la barba entre los dedos, da muestras de goce.
Acepta pacíficamente que las hermanas permuten secretos entre ellas, que abusen de su aparente tolerancia. Que hasta conspiren contra él, queriendo lanzarlo al territorio movedizo de la lujuria, rodearlo de neblina y miasmas, de los que no pudiese librarse. ¿Y acaso no debería ser así? ¿No eran su boca y su sexo el tema esencial de Bagdad?
Las sospechas impresas en el rostro del soberano retiran a Scherezade de la falsa vigilia del amor, con la cual se había distraído, simulando que el orgasmo del Califa la ha afectado. Atenta a los peligros, Dinazarda reacciona, expulsa aquella farsa que puede costar la vida de su hermana. Con un fuerte impulso, introduce a Scherezade en el reino de las palabras, donde debe operar. Sólo obtendrá un nuevo día de regalo si sus oyentes, afectos a los cuentos, absorben su talento, obtienen otro sentido de la vida.
54.
El sol despunta en las ventanas. El brillo del amanecer se proyecta primero en el rostro del Califa. La luz matutina cierra las aventuras narrativas de Scherezade poco antes de dar énfasis a las partes convulsas y emocionantes de Simbad.
Sobre los cojines, resignada a su propia suerte, Scherezade aguarda el veredicto del soberano. Sueña con regresar a la casa de su padre, borrar los recuerdos de las noches interminables, un yugo que ya no soporta. El drama que se avecina la enmudece, pero luego el Califa, con un simple gesto, la libera por un día más.
Erguida ahora, se mueve por los aposentos, rodea repetidas veces el lecho ya libre de los indicios de la cópula vivida sobre las sábanas. Esboza el gesto de acercarse a las ventanas, desde donde lanzarse y no volver nunca más al palacio del Califa.
Apoyada en el alféizar, admira la luminosidad del jardín que ostenta colores cambiantes, indiferente a que el Califa, eventualmente de regreso, advierta en ella la rebelión que se abre junto a las flores. Reconoce que su cometido narrativo tiene un costo creciente, sacrifica los quehaceres de la cama, escenario de su cautiverio, al servicio de las palabras, tan del gusto del soberano. Pero ¿por qué habría de criticar él a su maestra en el arte de las peripecias? ¿Con quién, sino con ella, estaba aprendiendo el sentido de la aventura, el vértigo de estar en el descampado a merced de los imprevistos?
Debería el soberano comprender la razón de que le hable a veces precipitada cuando, con la excusa de teatralizar los relatos, se agita, indica la lejana línea del horizonte, tan distante de ellos. Gestos con la función de arrancar del baúl del cuerpo situaciones que convocan fantasmas, duendes, magos, en general presentes entre los habitantes de Bagdad. Y todo para darle a él y a estas criaturas vida permanente.