Durante las noches, aunque padeciendo el mismo miedo que acomete a las jóvenes anónimas del reino, ella es feroz en la defensa del hambre arcaica que le suscita cada historia. Es, por otra parte, en nombre de todo aquello que la devora por dentro que sale a buscar frases, motes, los artificios narrativos que conserven su vida hasta la mañana siguiente.
5.
Bajo el ardid de velos diáfanos, la mirada de Scherezade vaga, supera el rostro del Califa, consulta las estrellas. A través de las ventanas en arco, la vía estelar configura una cartografía donde lee historias que añade a su repertorio.
Entregada a los cuidados de Dinazarda, que delega en la esclava Jasmine la tarea de embellecer su cuerpo, Scherezade se resiste a perderse en la superficie indescifrable del Califa, que le prepara pequeñas emboscadas con el propósito de recorrer los laberintos de la joven.
Su presencia la cohíbe. No ama a aquel hombre. Lucha solamente por la vida, obedeciendo al instinto de la aventura narrativa y a la pasión por la justicia. Desde que el terror se difundiera por el reino, con el sacrificio de las jóvenes entregadas inicialmente a la lujuria del Califa y más tarde al cadalso, Scherezade había decidido oponerse a tal crueldad. Para ello, se había enfrentado a su padre, el poderoso Visir, dispuesta a embarcarse en un viaje sin retorno.
Bajo la luz de los candiles, examina al Califa, intentando desvelar los actos de aquel hombre, que afectan incluso a los preceptos del Corán. Bajo ningún pretexto habría justificación para la matanza de las jóvenes. ¿Con qué derecho arbitra sobre la vida de los súbditos, enlutando a las familias en nombre del honor herido?
Decidida a salvarse, Scherezade se esmera en los detalles, que utiliza como arma. Para dar credibilidad a su palabra, piensa, se organiza, vislumbra el mundo. Acepta que le seleccionen comida y trajes. Sólo falta que Dinazarda agregue ingredientes de su propia cosecha a los relatos que Scherezade les viene contando. Es su propia hermana, por añadidura, quien en las últimas semanas, con el pretexto de derramar miel sobre los higos, ya de por sí dulzones, le insinúa que el artista no prescinde de los toques originales de un observador anónimo, con afán de colaboración. Gracias a quien le llegan fragmentos que, aunque inconexos, pueden fundirse en el futuro en una historia.
Con disimulada desatención, Dinazarda, acompañada por la esclava Jasmine, se entretiene con el arte de envolver a Scherezade con velos y paños procedentes de varias partes del mundo. Ambas mujeres se divierten experimentando maneras de ajustar las mencionadas telas al cuerpo de Scherezade. Se aplican, sobre todo, en el uso de velos que veden a los demás la visión de su rostro.
Como cualquier musulmana, las hijas del Visir no escapan a la imposición de los velos, adoptados inicialmente por Fátima, mujer del Profeta, después de la revelación que Alá le concediera a su marido. Se mostró tan agradecida por la magnitud de la noticia traída por Mahoma que, en consonancia con su creencia, cortó con rápidas cuchilladas retazos de telas que había en la casa para cubrirse enseguida con ellos. A partir de aquella fecha, ningún extraño debía ver partes de su cuerpo, observando el grado de fe que la rodeaba como una aureola.
Muy pronto, las dos hijas del Visir tuvieron acceso a la lectura del Corán, impresionándolas los versículos relativos al episodio que, al predicar el recato, impedía que la emoción femenina, aflorando a las mejillas, fuese observada por alguien de fuera de la familia.
Transparentes y delicados, los velos se integraron inmediatamente, para las hermanas, en la esfera de la imaginación. Persuasivos por naturaleza, guardaban y exhibían lo que estuviese bajo el foco de la atención masculina. Y, mientras cumplían esta función, preservaban las incertidumbres de los sentimientos femeninos, el inesperado desequilibrio de la razón, los momentos en que el alma, tentada por la melancolía, no se contiene. Pero, al mismo tiempo que escondían, estos velos permitían igualmente que cualquiera de las hermanas, al abrigo de ellos, se refugiase, incluso en pensamiento, en la gruta del pecado, a fin de regocijarse con placeres sigilosos. En la caverna donde el deseo brilla y humedece los sueños.
Ellas habían heredado de su madre y de las amas el significado de los velos. La tela inconsútil, como el tul, el raso, la seda, que, pegada al cuerpo, sirve de estímulo al juego erótico. El lenguaje de los gestos que de ahí deriva, propalando ambigüedades, lujuria, discordia, desengaños, aciertos. Con ellos en los rostros, seguras de no ser reconocidas, huyen de la tiranía del padre y del Califa. Como si, ancladas en tierras exóticas, cesase el peligro de ser llevadas de vuelta al serrallo, mientras confían en que los ojos, a pesar de ser tan expresivos, confundan al observador, diciendo lo contrario de lo que sienten.
Como sierva, Jasmine no se adorna con velos. Sin la protección de este escudo, se somete a la claridad, expone los sentimientos, queda a merced de la codicia masculina. Habituada, sin embargo, a acoger el instinto de quien la ve y quiere llevarla a casa, ella anda suelta por las adyacencias de los aposentos, yendo hasta la cocina, trayendo y llevando recados y meriendas. Observa el aprecio del Califa por los velos. Como parte de una cultura que los ha consagrado, él aplaude con entusiasmo lo que viene en la estela de su fascinante código, y que amplía sobremanera la franja del goce sexual. Igual que el Profeta que había desvelado con las yemas de los dedos el rostro de su esposa, también él anhela, aún hoy, una gracia que, originaria de tal misterio, lo haga rebosar de sí mismo.
Antes de que Scherezade se instalase en el palacio, el Califa, sumido en los últimos años en una prolongada melancolía, iba de visita al harén, de preferencia al caer la tarde. Carente de impulso erótico, transponía los umbrales en silencio, yendo siempre a ocupar la misma silla. Rodeado por las concubinas, que celebraban su presencia con alaridos confusos, él jamás retribuía la falsa alegría. Nada tenía que añadir a lo que les había dicho. Incluso porque el júbilo de las mujeres le recordaba la advertencia del Profeta, cuando se refería a los indicios de la malicia femenina. Después de detenerse largamente a las puertas del infierno, Mahoma había comprobado que la mayoría de los que allí ingresaban estaba formada por mujeres. Insinuando, así, que la hembra era más propicia al pecado. El Califa se acordaba igualmente, enfrentado con el tumulto a su alrededor, de cierta voz que, a propósito de la naturaleza sagaz de la mujer, había proclamado rencorosa: «Oh, vulva, ¿con cuántas muertes de hombres cargas?». Y evocaba también la metáfora creada por poetas árabes que, en su afán de describir el órgano sexual de la mujer, asociaron su forma a la cabeza de un león famélico e insaciable.
En los últimos tiempos, el Califa permanecía en el serrallo sin solicitar sexo de las favoritas. Aceptando que danzasen a la espera de despertar su concupiscencia, seguía atento la danza del vientre, que otorgaba a la mujer un malabarismo sinuoso mientras movía las caderas. Atraía su atención que la mujer, desprendiéndose de cada velo de la cintura, se despojara lentamente de tal protección. Sueltos en el aire, estos velos, en oposición a la gravedad, permanecían durante unos segundos en la región sutil hasta rozar, camino de la caída, partes de la silueta femenina.
Al ofrecerse lascivas, el Califa se sentía tragado por la violencia de una vulva que quería arrastrarlo hacia sus honduras sin dejar vestigio de su paradero. Cuando intuía, regido por el demonio, que no había salvación para el falo, a pesar de nutrir, aunque momentáneamente, la ilusión de captar la poesía del mal y de la carne. De aproximarse a un misterio encerrado tras aquellos velos tremolantes, dispuestos a condenarlo para siempre.