Al caminar por los aposentos como infatigable andariega, Scherezade atraviesa ciudades, desiertos, mares, el Tigris eterno. Vigila feudos enemigos, edificados en el pasado con el propósito de atacar al pueblo del Islam. En el papel de narradora, no le es ajeno el destino de los que empuñan armas y matan. También ellos están dotados de espinas clavadas en el pecho y derraman lágrimas.
De repente, aprensiva con el rumbo de una escena que tiene a Simbad empuñando un arma antes del tiempo previsto, Scherezade da la espalda al Califa, quebrando el ceremonial. Un protocolo que había consolidado la dinastía abasí teniendo en la mira la nitidez jerárquica. Ella se inclina pidiendo disculpas. Su mirada, velada pero insistente, asegura que tal delito no es obra suya, sino cometido por algún personaje educado lejos de la corte, a quien le había faltado ocasión de ver al Califa de cerca, o incluso frecuentar las escuelas de alto saber, reservadas en Bagdad a la elite. Poco conocería de las normas que rigen a los súbditos del califato. Pero, por favor, que recordase que ese mismo personaje, recalcitrante, de vestiduras modestas, tenía virtudes notables, su desenvoltura sobrevivía gracias a la imaginación.
Con los ojos fijos en los jardines, Scherezade imagina enfrente una alfombra mágica, de colores exuberantes, cuyos nudos, certeros, impedían que el viento la volcase. Un artefacto gracias al cual ella sobrevuela los tenderetes de los mercaderes, roba de uno de ellos un racimo de uvas, para dejarlo caer en el regazo de un mendigo. Desde la altura en que se encuentra, se agigantan las minucias de la ciudad, todo se genera conmovedoramente a partir de las acciones de sus habitantes.
En este vuelo sorprende, por la ventana de la casa de Aladino, a su madre horneando el pan y asando un trozo de grasa de carnero que impregnaba el ambiente. Ve, más adelante, a la criada de Alí calentando en el tonel instalado en el patio el aceite con el cual piensa matar a los cuarenta ladrones. A pesar de estar convencida de lo justo de su acto, el miedo le traspasa el corazón. En caso de que el proyecto falle, la criada será inmediatamente sacrificada por el filo de los bandidos despiadados.
Después de ganar otro día de vida, Scherezade se imagina en Tikrit, habiendo llegado allí a tiempo de presenciar al príncipe Zaruz en la inminencia de abandonar su tribu, sin tener ahora adónde ir, después de que el padre lo expulsase de sus dominios. Y todo por haber contrariado al progenitor, que, queriendo esposarlo con una princesa amiga, descubre, para su disgusto, que su hijo se había unido a una esclava etíope. El príncipe, enfrentado con la ira de su padre y la nueva realidad punitiva, se desespera. Y, sin saber qué rumbo tomar, yerra por el desierto, comiendo escorpiones, saltamontes, una tierna gacela. Una situación de difícil arreglo hasta para Scherezade, tan sagaz en las conclusiones de sus historias, teniendo en vista la felicidad de todos.
Así iba ella multiplicando sus divagaciones, cuando Dinazarda, temiendo que tal imaginación de matriz insubordinada acabase por anticipar su sentencia de muerte, moderó su vértigo verbal. Insistió en que Scherezade descansase en el mismo lecho en el que el Califa aparecía todas las noches con la intención de matarla, aunque terminase concediéndole la libertad provisional cada alborada.
55.
El Califa no le facilita la vida. Es parco en ofrecerle dádivas, fuera de las joyas y los trajes que se acumulan en los aposentos, cabiendo apenas en el espacio reservado para este fin.
Jamás le propone a Scherezade, en noches en que la luna baña el palacio y enciende los corazones de los ocupantes, un paseo por el jardín, cuando, cogidos de la mano, descubrirían los brotes de las flores detrás de los arbustos, nacidos gracias a las regueras por donde el agua pasaba sin hacer ruido. Ni la lleva a conocer, como parte del proceso de enamoramiento, la fuente situada en el centro de la vegetación. Para su construcción, el abuelo abasí había hecho venir de lejos a especialistas en el arte de redistribuir el agua en movimiento continuo, bajo la forma de chorros enérgicos, haciendo que el líquido espumajoso se alzase a alturas impensadas y cayera al suelo, para levantarse de nuevo y proyectarse hacia arriba en una coreografía de rara belleza.
No lleva a Scherezade a conocer los tesoros reales, constituidos de piezas acumuladas por los antepasados, celosos en ostentar poder y fortuna. El Califa es insensible a su reclusión, al semblante triste, viviendo la instantaneidad de las palabras que ella derrama y él recoge como un bien más de su inconmensurable fortuna. Pareciendo asegurarle a la joven, el enfado del soberano, que de nada le serviría conocer aquellas obras artísticas si le iba a faltar tiempo de vida para apreciarlas. Ya frente al cadalso ella lamentaría dejar atrás las nociones de que el ser humano, a despecho de la crueldad arraigada en el corazón, era también quien respondía por el rastro del arte que el talento iba derramando.
Era bien conocida la cautela del Califa relativa al tesoro abasí. Temía que la codicia de algún vecino lo moviese a robar las maravillas artísticas, guardadas bajo siete llaves. Le gustaba, sin embargo, describir ciertas piezas como si estuviese a punto de regalárselas a algún dignatario que estuviese visitando Bagdad. Aunque tales palabras, no surtiendo efecto, cayesen en el vacío.
En vez de propiciar a las hermanas algún placer a su alcance, el soberano mantenía a Scherezade bajo régimen de contención, nunca la hizo reír. Ella aceptaba la voz de prisión lanzada diariamente como parte del sistema que le correspondía demoler, si lo quisiera vencer un día. Una victoria que para ella significaría abandonar el palacio, despedirse de la medina, atravesar los portones de las murallas redondas, coger un bote a la orilla del Tigris, susurrarle al barquero el nombre del lugar adonde debía llevarla, que no sería precisamente su destino final, y del cual nunca más regresaría.
La idea de huir se iba volviendo una obsesión. El propio tema, sin razón aparente, surgía en los relatos y en las conversaciones tenidas con Dinazarda y Jasmine. Ni una sola vez, sin embargo, manifestó disposición de dejar el palacio, sino bajo la promesa de regresar. Como si, al reconocer los límites de la prisión, Scherezade se conformase, sabiendo que había dentro de sí un bien que Bagdad no le podía ofrecer. Consciente aún de que el Califa no podía aumentar lo que ella repudiaba en su interior, crecía su deseo de no volver a verlo, de dejar los aposentos a escondidas, sin comunicarle por escrito que se había visto forzada a partir en busca de los sueños hace mucho postergados. No sirviendo de nada que el Califa, en gesto impensado, se arrodillase a sus pies en el desesperado intento de impedirle su proyecto personal.
Ella acepta que el soberano posea su cuerpo como si fuese el de otra mujer. Después de la cópula, sin embargo, todos los músculos se contraen, lo expulsan. Actúa, evitando que el Califa multiplique gestos capaces, de repente, de estimular el falo e invadirle de nuevo la vulva. Para un goce que los disgustaría a ambos.
El soberano se complace igualmente en distanciarse de aquella carne. De Scherezade sólo le interesan los relatos por medio de los cuales se inflama con los miserables de Bagdad, estos andariegos a quienes la joven les ha concedido fuero de verdad, añadiéndoles lo que les hacía falta de forma que cumplieran sus destinos. Y mientras él medita sobre la intensidad de este espasmo que supera al coito, Scherezade jura no herir jamás a sus personajes. Se niega a atribuirles falsedades ideológicas que contradigan su manera de ser. Simplemente criaturas fieles a una naturaleza aventurera y compleja, y que, aunque nacidas de ella, no eran gente de su sangre, copias suyas. No pueden proclamarse hijos de Scherezade o reflejar sus ansiedades. Tanto que, si el Califa le preguntase sobre su talla de artista con la expectativa de una respuesta desprovista de asombro, ella le diría que era un enigma para sí misma. Significando con ello que las actuaciones de sus personajes dependen de circunstancias no siempre salidas de sus propias vísceras. En su calidad de sencilla contadora de historias estaba, sí, al servicio de la adversidad y de lo inusitado que reflejan su oscuridad y la ajena.