Y mientras le va hablando, confiesa su inútil esfuerzo por imprimir ternura en Simbad, en Zoneida. Por integrarlos en un repertorio que corresponda a todas las carencias humanas. Pero, aunque raramente cumpla estos propósitos, allí estaban Alí Babá, Aladino, siempre a sus órdenes. No para ser réplicas de la hija del Visir, sino para volverlos rutilantes a los ojos del soberano.
Siguiendo la misma línea de ponderación ahora desarrollada por Scherezade, Dinazarda espera que le confiese cuál es su personaje favorito, el más parecido a ella. Al hacerle tal pregunta, expresa malicia, muestra sus dientes, le asegura que no vale mentir. Tiene la certidumbre de que uno, al menos, reposaba en el pantano de su corazón negro, espeso y sin cordura, como el de los demás mortales.
Scherezade se abstiene de desvelar un misterio que, al final, se aloja tanto en ella como en quien le pregunta. ¿No es cada cual responsable del enigma individual, sellado para toda la eternidad? A Dinazarda le irrita que su hermana, después de haberse sacrificado por ella, se hurte a esa confesión. Que la quiera engañar, y vague ahora por los aposentos, fijándose ora en Jasmine, ora en la franja del firmamento visto desde la ventana.
El color bronce de Jasmine, que ofusca los metales posados sobre la mesa, palidece al anochecer. Involuntariamente objeto de disputa entre las hermanas, ella observa, entristecida, a la contadora en harapos, a punto de romper los grilletes que la atan a los miembros de aquella extraña familia encabezada por el Califa. Pero ¿será tan acentuado el desgaste de Scherezade como para que piense en abandonarlos un día, en huir montada en una de sus alfombras voladoras, indiferente a las consecuencias de un acto precipitado?
Desea oponerse a esta casta que la ha privado de la libertad. Su condición de esclava la habilita para denunciarlos. Hasta por su extracción miserable, y por el saber oriundo de las voces del desierto, Jasmine se siente investida de mandato popular. Habiendo, pues, asumido esta forma explícita ele representación, se presenta a Scherezade como alguien apreciable en los instantes de crisis.
Encubriendo sus inquietudes, Scherezade pide tregua a quienes la rodean. Se emociona mirando a Jasmine, cuya ingenua malicia procede de la misma matriz de Alí Babá, de Zoneida, de su grey. Identifica rasgos amorosos en la esclava, que la sigue por los aposentos. No quiere, sin embargo, apiadarse de nadie a la hora de morir. No tiene cómo responder por la esclava, arrancarla del estado servil, devolverla a su tribu, hoy dispersa y maldecida. Compensa su sufrimiento regalándole trajes de colores rebosantes, que sirvan a su belleza. La fuerza a auscultar su propio misterio en el ojo denso del espejo que se enamora de sus rasgos armoniosos. La ayuda a imprimir marcas y hendiduras en los sentimientos, a observar el universo sin ser vista. Para que en el futuro todo en ella cobre, quizás, una perspectiva revolucionaria.
El Califa, a su vez, perseguido por la sombra de Scherezade, que le provoca el deseo de evadirse de sí mismo, no encuentra calma en el trono. Abandona de repente el salón y camina por las dependencias del palacio, evitando los jardines. No quiere enfrentarse con el cadalso que domina el paisaje. Al llegar él a los aposentos, Scherezade se asusta, no por su aspecto melancólico, sino por la sucesión de las propias ideas que suscita la presencia del soberano. Ella se pregunta, después, cómo se había sometido a un hombre que, a pesar de su noble estirpe, se asemejaba a un vil sicario. Ahogada con el flujo de las palabras, quiere saber qué derecho tiene ella de orientar a Jasmine si había aceptado, sin rechistar, que el soberano le arrancase pedazos del alma.
Se sabe precaria. Su cuerpo corre riesgos al enfrentarse al poder del Califa. La fortalece pensar que, a pesar de que fueron anónimos de Bagdad quienes le prestaron algunos de los enredos, la mayoría se deriva de sus rasgos personales, guardan en su vientre trazas de la familia de su madre, de dinastía más fecunda que la del padre. Cuántas veces, sin saber adónde ir en el futuro, si sobrevive, simula montar un brioso caballo árabe de trote lento. Su estrategia es ganar tiempo y enternecer al empedernido Califa, hacerlo suspender la maldición lanzada sobre las jóvenes del reino, y sólo entonces huir.
Los caprichos del soberano la sofocan. Le resulta cada vez más penoso pautar la duración de la historia bajo la amenaza de que la alborada surja sin aviso. No es libre para marcar los minutos, dado que el tiempo es fugaz y tenso. De nada vale arbitrar sobre el rumbo de la historia si el Califa no asimila lo que le narra. Una autoría que él le otorga sin ningún sentido de la cortesía, y siempre con la expectativa de condenarla al martirio. Atenta, no obstante, al enemigo, encarnado en el Califa, late de nuevo en ella la pasión que la doblega, pero le concede miedo y esplendor simultáneos.
56.
El Califa convive con Dinazarda, guardiana de su intimidad conyugal, sin considerarla adversaria. No la acusa de formar con su hermana una alianza con miras a dominarlo. En ningún momento la ha amenazado con convertirla en su mujer después de la muerte de Scherezade. No obstante, aun sin haber considerado esta hipótesis, aprendió con la contadora de historias que la realidad era imprevisible.
Preocupado, sin embargo, por evitar conflictos en los aposentos, que podían, de repente, extenderse a otras zonas del palacio, el Califa no le expresaba contrariedades ni le hacía confidencias. Sus desencantos, aunque guardados para sí, aparecían en su rostro.
Reconocía que, dentro de las circunstancias, Dinazarda le era útil. Su celo, por ejemplo, en cuidar de aquella ala reservada a las jóvenes, aunque se moviese fingiendo que él no le había entregado aquel rincón del palacio a sus cuidados. Parecía ella tan a gusto con el universo circundante que el Califa ya cavilaba en aprovecharla junto a su padre, un auxiliar más entre tantos, en medio de los cuales él iba infiltrando discordia, en obediencia a la antigua tradición abasí. Desde hace mucho, además, venía percibiendo en el Visir una fatiga acentuada. Debida tal vez al exceso de trabajo, a una rutina administrativa sin mayores compensaciones. El Visir había envejecido, sin duda, en los últimos meses, debido en verdad a la hija menor, ahora su esposa provisional. Hasta el punto de que el Califa concluía a modo de balance que las arrugas en el Visir se debían al drama de la hija.
En Dinazarda admiraba, además de otras virtudes, su discreción. Ante su primer gesto en dirección al lecho, la primogénita del Visir se refugia detrás del biombo. Un procedimiento que no se le había impuesto, pues a él poco le importaba que los esclavos, o las favoritas, lo viesen fornicando. Apreciaba simplemente a quien fuese capaz de sacrificar la curiosidad por la moderación.
En los pocos minutos que el soberano le concede para hablar, Dinazarda realza aspectos del relato de Scherezade que él tal vez no hubiese notado la noche anterior. Minucias que escapan en medio de la abundancia. Cuando se sorprendía de que una trama de apariencia tan sencilla pudiese encerrar alusiones sólo desveladas a partir de tales consideraciones.
Entre sustos y aprensiones, aprendía que estos relatos, aunque de origen popular, en lo que se refería a Scherezade, sólo tenían razón de ser si él los aprobaba. Si la joven, de hecho, lo introducía en misterios que, hasta ese momento, había juzgado rigurosamente inexistentes.
Tal percepción del mundo, que acababa de aflorarle, le traducía con impensada virulencia la naturaleza dual existente en él y en cada historia. Veía existir en ciertos elementos narrativos una feroz oposición entre sí, correspondiendo, en la práctica de los hombres de Bagdad y del desierto, a la batalla del bien y del mal que ningún musulmán se eximía de desatar en su interior.