Andaba por las dependencias del palacio mezclando los problemas del califato con aquellos suscitados por los relatos de Scherezade. Y le parecía que había, en unos y otros, una falsa discordancia, y ello porque, al hablar necesariamente de la administración del Estado, terminaba mencionando a los hombres que se incluyen dentro de cualquier historia.
El Califa sospecha que existe en el subsuelo de aquellos cuentos un rellano secreto, sólo alcanzable por medio de su rendición incondicional. Es decir, a medida que abdicase de su incredulidad, obtendría condiciones para atacar a Scherezade en la raíz misma de su invención. Al fin y al cabo, todo lo que le exigía la persistente voz femenina, a cambio de tanto que se le regalaba, era adherirse a los hambrientos de Bagdad, sin formularle preguntas ingratas. Sobre todo que se dejase llevar por el magnetismo del arriero que cruzaba las callejas de Bagdad comprando lámparas viejas.
En forma de estribillo, las palabras de Scherezade, oídas por la noche, lo persiguen hasta el trono. Junto con lo que le dice el Visir en defensa del reino, ellas forman un aluvión al cual se asocia la esperanza de dejar de sentirse perseguido. De librarse de cierta grandeza incómoda, compitiendo con la suya, dado que él nutría la expectativa de un día narrar también.
Tal proyecto, no obstante, le parecía lejano, por faltarle con los súbditos una integración capaz de garantizar al acto mismo de crear el éxtasis equivalente a la cópula. Una emoción sin la cual ninguna verdad narrativa subsiste. Hasta conocer a Scherezade, además, nunca había formulado estas ideas. Desconocía que para admitir la veracidad de un personaje se hacía menester aceptar la vida del más modesto de sus vasallos. Había que transitar, entre continuos tropiezos, por el sigiloso laberinto del pensamiento de su pueblo. ¿Cómo reinar si no les había visto el color de los ojos?
El Califa presiente el peligro. A medida que se cuestiona, sus respuestas contradicen lo que defiende como gobernante. La excursión por el arte, de parte de Scherezade, al mismo tiempo que hacía surgir maravillas de cada sentencia, lo volvía vulnerable, fragilizaba su reino. Como si lo expusiese a revelar, aunque bajo la forma de relato, el alma que cargaba a escondidas.
Los indicios de la vejez se acentuaban. No bastando que el cuerpo desatendiese las ofertas que la riqueza proporciona, la exuberante inventiva de Scherezade realzaba las carencias existentes en su formación. Desde que ella fuera a vivir a su lado, había comenzado a desconfiar de su proyecto humano. De no haber ejercido, en todos aquellos años al frente del reino, cierta bondad dictada por el corazón, que sorprendía en la mirada de la joven, en su manera de exponer las historias. Jamás había agradecido a nadie los regalos depositados junto al trono. Como si la conciencia que guardaba de su alta estirpe, tan fuerte en él, lo eximiese de atenciones con el otro. O de cumplir mínimas formalidades que cimientan las relaciones entre las criaturas. Y todo por considerar que sus súbditos le debían sus pobres vidas. ¿Y no era cierto que podía exigirlas de vuelta a través de un simple decreto?
El padre abasí había sido implacable en el trato personal. Para él, la lógica de un soberano se pautaba según los intereses del trono. La norma del poder, pues, les impedía sujetarse a los estatutos que rigen el amor y la gratitud. Los sentimientos caseros, nutridos en la cocina y en la cama, pertenecían al pueblo, capaz de odiar, robar, matar, y hasta de abrazarse efusivo, arrepentido, en medio de las lágrimas.
En una ocasión, aprovechándose de la ausencia del Visir, algunos consejeros emitieron juicios desfavorables sobre Dinazarda. Velada censura debida a la influencia que ella ejercía sobre la esposa del soberano, sin hablar de su injerencia en áreas fuera de su competencia. Comentarios que sorprendieron al Califa. ¿Qué podía haber de grave en mejorar las condiciones de la vida palaciega, descuidada por los áulicos indolentes? Además, había observado últimamente la benéfica influencia de una mano amiga en los detalles cotidianos. Llegando a saber sólo ahora que tales beneficios se debían a Dinazarda, que jamás le había mencionado el asunto. Una modestia que hablaba, sin duda, a su favor.
Aún en la casa de su padre, Dinazarda había manifestado su gusto por mandar. La mirada de lince recorría al azar los rincones de la casa para así diagnosticar los males. Al principio, el Visir había intentado coartar su vocación, hasta aceptar finalmente que practicase en la propiedad paterna lo que aspiraba a hacer en el futuro en un palacio real.
El Califa reaccionó frente a la insidia. Acometido por el súbito deseo de hacer justicia, decidió que Dinazarda, a partir de aquella audiencia, se encargase de ciertas tareas administrativas. Como consecuencia de esta emboscada dispuesta contra ella, Dinazarda, investida ahora de poder, iba acumulando, por donde iba, pruebas de desatención, de desvíos de partidas, de actos que empobrecían el erario público, provocando el aumento de los impuestos. Pero, aunque defendiese el tesoro real, se precavía en las investigaciones, temiendo alguna acción que comprometiese a su propio padre.
Envuelta en tantas tareas, Dinazarda se había olvidado en los últimos días de prestar atención al soberano, mientras él escuchaba a Scherezade. Dando motivos, así, para que el temperamento sombrío del soberano, sensible a cualquier variación, subiese a la superficie. Acometiéndolo de ahí la sensación de haberse equivocado en ceder tanto poder a las dos hermanas. Pareciéndole que el encanto lúdico, antes presente en las hijas del Visir, estaba a punto de desvanecerse. Coincidiendo el hecho con el descubrimiento de que se había descuidado, en todos aquellos años, en observar e interpretar el universo femenino.
Desde su infancia, el Califa había dejado sin registrar las marcas de un día a día que las mujeres fueron forjando en su vida y que se le aparecía ahora, súbitamente, revestido de un carácter sagrado, merecedor de celebración. Gracias a las hijas del Visir y a la esclava Jasmine, iba descifrando despacio las risas desprovistas de sentido que sorprendía a cualquier hora del día en las mujeres. Una especie de alegría que les permitía colocar al margen una realidad cuyos fundamentos dramáticos herían su cuerpo y su dignidad.
Contrario a sus hábitos, el Califa se acerca a la ventana. Los jardines le traían a la memoria al abuelo que había transmitido intransigencia a su hijo, quien, a su vez, lo había hecho también con su heredero. Una cadena de poder que había ahuyentado los rasgos de ternura encontrados en las favoritas y en las hijas del Visir. Por primera vez, el Califa admitía para sí mismo no prescindir ya de la fortaleza moral derivada de aquellas mujeres. O del sutil montaje tan natural en aquella especie.
En aquellos días calurosos, que le devolvían sudor e incertidumbres, el soberano parecía resignarse a que unas simples hembras, presas en los aposentos, guiasen sus pasos, dictasen reglas. Y que Scherezade, a través de sus historias, consumiese su energía, lo sometiera a un coste fácil de evitar si él, desde el principio, hubiese ido a la medina travestido de Harum al-Rashid.
El Califa venía en los últimos tiempos, extrañamente, confundiendo el timbre de Dinazarda con el de Scherezade. Apenas distinguía, salvo a partir de la cuarta o quinta frase, quién le estaba contando la historia. Lo que daba margen a que Scherezade, enredada con la trama urdida por su imaginación, se sorprendiese con el desprendimiento de Dinazarda, que, talentosa en todo, jamás le había reclamado en público su parte en los relatos. Al fin y al cabo, desde la llegada al palacio, aquella otra hija del Visir, a su lado, había subido diariamente los peldaños de la escalera que la llevaba al ara del sacrificio sin protestar ni apuñalarla por la espalda. Sólo por esta razón Scherezade tenía ganas de llorar y huir del palacio.