57.
Scherezade adopta alternadamente papeles femeninos y masculinos. Se siente a gusto describiendo el falo y la vulva. No le molestan los genitales de los seres. Su cuerpo absorbe con la misma intensidad las proporciones de cada cual. Late, palpita, se hincha, crece, se endurece, según la anatomía que representa en sus relatos. Cuando se cansa de ser hombre, olvidada de lo que es ser mujer en la corte de Bagdad, siente desprecio por una humanidad inmersa en la mugre y en las falsas ilusiones.
Tiene un aliento resistente. Describe las peripecias de Simbad sin que su voz manifieste cansancio. Todo lo hace para que el cuerpo de Zoneida sea compatible con las aventuras que le atribuye. ¿Y cómo extraería las alas de estas criaturas tan necesitadas de volar? Mas, para convivir con estas diversas formas de existencia, aprendió a acentuar las modulaciones vocales, a respetar las cuerdas espléndidamente nacaradas, situándolas en el lugar adecuado, de manera que el sonido, emitido por el diafragma, le llegue al cerebro momentos antes de oír su propio timbre.
A lo largo de la convivencia palaciega, acentuó ciertos caprichos. Exprimida entre el Califa, su hermana y Jasmine, cada cual chupándole la sangre, su sensibilidad se empobreció, sufrió cambios. A la vista de un horizonte conflictivo, presagia un futuro aciago. Ya no soporta el confinamiento en que vive. Quiere incorporarse un día a una caravana y distanciarse del soberano, irse muy lejos. Antes, sin embargo, de desaparecer por detrás de las dunas, irá al bazar, recogiendo en la despedida, en el hueco de sus manos, los ruidos provenientes de los corazones palpitantes de los personajes que, no teniendo otro lugar para crecer sino Bagdad, viven igualmente en su imaginación.
Se había habituado tanto a inventar que a veces, para distraerse, como si estuviese de visita en algún otro siglo que no es el suyo, adopta en el lecho la postura que corresponde a la de la célebre cortesana que, en avanzado estado de tuberculosis, pasa revista a la vida, mientras enfatiza haber vivido y amado mucho en sus años de vida. Una cortesana, la que Scherezade representa, cuyo canto es persuasivo aunque, de súbito, le falte la respiración de tanto que tose. Mas para favorecer su desempeño respiratorio, se sienta en la cama. Así logra proseguir con sus quejumbres hasta que le faltan fuerzas de nuevo, y se obliga a terminar su canto acostada, dando pruebas a los circunstantes de la gravedad de su estado.
En esta puesta en escena, Scherezade la imagina nacida en Babilonia, o incluso Samarcanda. Y no estando segura del lugar donde la mujer vio la luz por primera vez, se acuerda, en aquella cama de tantos pecados, de cuán feliz fue la cortesana en compañía de su amante en una aldea no lejos de allí. De donde, a propósito, el padre del novio prácticamente la expulsó so pretexto de celar por el patrimonio y por el honor familiares, convenciéndola al final de que renunciase a su hijo. Pero mientras yace allí, moribunda, desesperada, el padre se arrepiente del sacrificio hecho. Cuando, para su sorpresa, sin esperarlo, aparece el amante presuroso inclinándose sobre ella entre llantos, seguido por la figura del padre. Ambos, sin embargo, llegan a tiempo para las postreras despedidas.
La historia, que fue forjando delante de Dinazarda, con el fin de satisfacerla con la intrincada desgracia del otro, se parece a la suya, aunque no vea ahora con claridad los puntos convergentes. No obstante, comparando su suerte con la de la cortesana, no sabría señalar cuál sería la más dramática.
No siempre la mujer, ahora inventada, le es útil cuando necesita tener la medida del tiempo, que a veces le falla. A su lado, por la ampolleta en la oscuridad se escurre la arena sin precisión. Mira, sin embargo, las estrellas con la expectativa de que le digan la verdad. Como queriendo confiar en la noción de los días que los personajes le transmiten mientras deambulan con desembarazo por el Cielo y la Tierra. También Dinazarda inquiere en la noche en busca de una señal que le indique el paso de las horas.
Jasmine acompaña a sus hermanas. Tiene el reloj de sol en el cuerpo que irradia el frío y el calor del desierto. Su gente, venida de estas dunas, sabe como nadie con qué estrellas contar en el firmamento antes de anunciar, orgullosa, los segundos que faltan para la puesta de sol. O qué brisa abate la llama del candil anticipando el amanecer.
Scherezade se inquieta por la andadura del relato. Es menester saber con cuántos minutos cuenta aún para avanzar en la peripecia en la que ahora está metida, y que, aunque le queme las manos, no puede dejar enfriar, so pena de comprometer la escena siguiente. Consulta a su hermana. El código entre ellas, imperceptible para los demás, consiste en parpadear, arañar la superficie de la frente con la uña del dedo índice. Extraño diálogo que surte efecto inmediato, pues luego Scherezade, acelerando lo que dice, fuerza al joven personaje, junto a su amada, a apresurarse en consumar el ayuntamiento carnal, dado que las botas de los enemigos, ya próximas, chirrían amenazadoras desde fuera de la habitación. Dándole apenas tiempo para besar a la amante antes de lanzarse desde la ventana al patio, con el riesgo de quebrarse, y emprender la travesía por el desfiladero, a partir de la cual estaría a merced de las trampas del destino.
Mientras el pesaroso amante escapa de los esbirros del Sultán, Scherezade, bajo la presión del Califa, perfecciona prácticas de supervivencia. Ante cualquier manifestación de peligro, se enciende una hoguera en su pecho y las llamaradas iluminan los senderos que debe seguir para no perecer. Es así como, intercalando sueño y realidad, ella ve la primera luz del sol alcanzar el rostro del Califa, con la expectativa de que el hombre, temporalmente ciego por el brillo matinal, avance hacia el verdugo, apostado detrás de la puerta, y decrete la sentencia de vida o de muerte.
58.
En la penumbra de la noche, Scherezade se reviste con el manto de la incertidumbre. Le han confiado secretos ungidos por las manos de un dios que deambuló por el desierto, por las márgenes estrechas del Tigris, y se siente perdida. La visión lejana y gris de Bagdad no la puede salvar de la oscuridad.
A pesar de las lámparas encendidas, la memoria a veces se confunde, disuelve hechos, rehace personajes, mitiga la acción de las peripecias, sustituye decorados. Cansada, cede al sueño vigilada por Dinazarda y Jasmine, que se turnan. El Califa, que se había dormido a su lado, despierta, exigiendo la continuación de la historia. A pesar de estar somnolienta, ella es intrépida, rehace de inmediato la tela de intrigas del relato, rota por el cansancio y el miedo.
La noche es larga y amenazadora. La vigilia intimida a seres y bestias. En su afán de justicia, Scherezade libera a Alí Babá, a Zoneida, para que se pronuncien. Los despoja de las certidumbres implacables, del transitorio heroísmo. ¿Cómo ser héroe del propio terror?
Esta noche, como todas, Scherezade debe superarse, sondear los densos significados de Alí Babá y Zoneida, para mencionar a algunas de sus criaturas, y cederles, a manera de protección, aquellas entidades que cada cual venera a escondidas. Mientras que Jasmine, esclava del Califa, había engendrado dioses adecuados a la inclemencia del desierto, reverenciados por hombres, camellos y lagartos, Dinazarda había heredado curvaturas religiosas y el sentido del drama. El propio Califa, simulacro de lo divino, recurriría, a escondidas, a los favores de un dios que lo resguardase de las intemperies. ¿Quién sino el dios de cada cual se antepone al caos?
En la medina o en el salón del trono, cortesanos y pueblo se igualaban en la expectativa de la venida del sol. Juntos conmemoraban quimeras y la claridad del nuevo día. En algún lugar distante, tal vez en Samarra, Tikrit, Mosul, lejos del Tigris y del Éufrates, los creyentes, en ardorosos rezos, se echaban al suelo con la mirada dirigida hacia La Meca.
Ella misma, al invocar al Profeta, se acuerda de Fátima. ¿Qué habría de decirle ella sabiendo a su amada Scherezade a merced del Califa? Sin embargo, se calla. Le duele la ausencia de Fátima, que le hiciera probar la leche de una cabra alba traída del desierto especialmente para la recién nacida. No la quiere presente en los aposentos ni en pensamiento, apreciando una cópula que humilla y cancela el futuro de su pupila. Al fin y al cabo, Scherezade había cedido a las demandas del Califa en pro de una causa justa y nada tenía que reclamar. Importándole poco que él no alterase jamás la rígida secuencia con la que fijaba el encuentro fugaz de sus genitales, o que ambos bostezasen confiados en que la llama del candil no delataría el mutuo enfado.