Выбрать главу

Ella festeja tal desinterés. El declive del soberano la favorece. Mientras él ya no es el mismo en el lecho, el transcurrir de las horas nocturnas le despierta el deseo de vencerlo, de entonar loas a la luna, de enaltecer la pugna emprendida por su ego vilipendiado. Fortalecida por la energía que se desprende de la primera claridad, Scherezade, despacio, trama contra el Califa. Va tejiendo una estratagema que hiera al Califa y la conduzca a la libertad.

¿Con quién contaría en la batalla postrera? Piensa seriamente en Jasmine, carne estuante y esclava. ¿Acaso, estimulada por la gloria, aceptaría sustituirla en el lecho del Califa, sin que él distinga qué carne humana tiene en sus brazos? En la penumbra, al fin y al cabo, todos jadeaban agónicos y hambrientos, igualados bajo el tormento del sexo, queriendo a la fuerza despojarse de las secreciones de la pasión.

Había que convencer a la esclava. Prometerle, además de la consagración terrena, las regalías del paraíso. Exigir de ella el concepto de lealtad heredado de la inclemencia del desierto, de la convivencia diaria con la miseria. Quería persuadirla, no obstante, sin imposiciones asesinas, y que fuese libre para rechazar su propuesta. Pero que sopesase la conveniencia de ser la favorita del Califa, en caso de que él aprobase las delicias de un cuerpo trigueño que rozara la arena ardiente y se quemara. Hechizado, entonces, por una vulva procedente de una región donde jamás había estado el sexo del soberano.

Naturalmente había riesgos implícitos en aquel acto. Pero ¿no había querido siempre imitar a Scherezade? Tanto que, por las mañanas, absorbía su olor y su talento al mismo tiempo, sin perder de vista la distracción impresa en el rostro de la contadora. Una expresión que sembraba en todos la sospecha de haberse marchado hacía mucho de los aposentos, así que no contasen en las próximas horas con las artimañas de su oficio.

Además, ¿no hacía Jasmine lo mismo? ¿No estaría, desde ahora, urdiendo su propio relato? ¿Sorprendiendo para ello a Scherezade cuando pisa el suelo marmóreo con el andar de la gacela que guarda en el pecho la recóndita ferocidad de cierto tigre enjaulado, observado en el mercado de Bagdad, mientras Jasmine la veía distanciándose para siempre del palacio del Califa?

59.

Scherezade ya no soporta el grillete que la une al Califa bajo la forma del coito. Después de desistir de llamar a una de las esclavas para sustituirla en el lecho, cavila sobre la posibilidad de traer del harén a una favorita experta en el mester erótico para quedarse en su lugar, a espaldas del soberano.

Piensa en la reacción de Dinazarda, su cómplice desde la llegada al palacio. No la puede mantener distante de la trama que crece en ella vigorosa, ocupando todos sus minutos. Después de las abluciones conducidas por Jasmine, le expone a su hermana el grado de su angustia. La dimensión de su drama personal. Aguarda a que Dinazarda exija pormenores asociados a esta trampa preparada contra el Califa.

Dinazarda se asusta sobre todo con el posible término de una aventura que las había enlazado tan estrechamente en aquel período palaciego, y que parecía imitar la felicidad. Mirando el rostro de Scherezade para no perderla de vista, de inmediato reprueba un proyecto destinado a fracasar. No confía en la benevolencia del Califa, en caso de que descubra el embuste, y mucho menos en su distracción. Lo habían educado para desconfiar de los actos humanos y reprobarlos sin ninguna excusa. El otro, cualquiera que fuese, representaba básicamente un adversario. ¿Cómo hacerle olvidar, entonces, el sabor de la carne de la hermana, la sal que venía probando desde hacía mucho, cómo burlar el paladar habituado a distinguir manjares y hacerlo aceptar en el lecho un cuerpo extraño ofrecido como si fuese el de Scherezade?

A pesar de la irritación de Scherezade, Dinazarda censuraba un cometido que muy pronto se traduciría en muerte. ¿Por qué, entonces, asumir un riesgo como éste? Pero mientras iba hablando, la propia Dinazarda sentía que sus argumentos flaqueaban, como si la propuesta de Scherezade no le pareciese totalmente desprovista de sentido, sino que, por el contrario, pudiese muy bien representar un giro histórico en sus vidas.

Para Scherezade, las débiles consideraciones de su hermana hieren sus intereses. La voz, ligeramente elevada, se sobrepone a los ruidos de la música que viene del salón de los banquetes, donde el Califa entretiene a unos invitados extranjeros. Afirma, en tono incisivo, que el soberano necesita un cambio. Recientemente le había confiado a un noble que ya no soportaba la monotonía de una vida cotidiana cuyo curso se preveía sin fallos.

Egoísta, pues, como era el Califa, poco le importaría quién estuviese en el lecho. De Scherezade sólo quería la parte específica del corazón que le contaba historias interminables. No había en él otro interés salvo el derivado de las peripecias y de los absurdos humanos, un gusto cultivado a partir de Scherezade. Además, ¿quién habría de apostar por el amor de un hombre al que todos sabían incapaz de amar? En su largo reinado no se registraba un solo amor por el que hubiese rasgado vestiduras, manuscritos, o se hubiese echado cenizas en la cabeza como manifestación de duelo.

En su afán de convencer a Dinazarda, sugería que el trueque de las jóvenes en el lecho, antes de la llegada del Califa a los aposentos, se hiciese al caer la noche. La oscuridad, desdoblándose en sombras y falsas proyecciones, al facilitar equívocos daba la bienvenida a monstruos y a fantasías, servía a los intereses de amantes y asesinos.

Scherezade amaba, en particular, la epifanía de aquellas horas, cuando, a la luz de una vela, los hombres del califato asociaban la astucia nocturna a la naturaleza de la mujer, de quien se podía esperar toda suerte de señuelos, de mentiras e ilusiones. Creyendo el propio Califa en la demoníaca habilidad de la hembra para suscitar en él el extravío de la carne, doblegar su virilidad de varón, devorar su falo. Tal vez por ello sea común, en el mundo islámico, darle a la mujer el nombre de Laila, equivalente a noche en árabe.

No era Scherezade la única en acatar los peligros de la noche en sus historias. Hace mucho, califas y miserables coincidían en el temor a la oscuridad y a la vulva femenina, ambas asociadas. Los propios poetas de la corte no se libraban de la maldición. Intérpretes de los sentimientos amorosos, próximos al caos, sus odas tenían a la hembra y al crepúsculo como fuente primera. Tal iniciativa poética atribuía al ideal femenino la misma aura de misterio que Scherezade, en sus relatos, reconocía en aquella naturaleza lunar, cuya vulva cazaban los hombres en el desasosiego de la noche.

Niña aún, Scherezade había estudiado la mística sufí. Sus maestros, bajo el beneplácito de las metáforas que, con igual diapasón, abarcaban pez, agua, caballo y mujer, defendían la necesidad de reunir dos o más elementos antagónicos entre sí en busca de la trascendencia. Y ello porque estos místicos creían que, siendo la experiencia religiosa una vivencia simbólica, dedicada a explicar los enigmas del universo, era natural que la noche, Laila, y la propia mujer se confundiesen con una realidad oculta, a la que ni siquiera tenían acceso las exégesis más caprichosas. Indisolublemente fundidas, ambas evocarían, en apariencia, un útero cósmico, del que habrían nacido todos. Propiciando así la creación de un sitio esponjoso, de anchura insondable, fecundado por la luz y con tendencia a producir incesantes réplicas.