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Rodeada por la pequeña tribu de mujeres, Scherezade repasa en la memoria la simbología de la noche, amedrentadora y poética. Se acuerda de cómo, al lado de Fátima, había clamado contra las zonas oscuras del palacio, protestando por la existencia de secretos por todas partes, actuando en abierta defensa del sol. Hasta entender que las religiones, amedrentadoras y arbitrarias, y los hombres en general se incorporan, sin desdoro, a la penumbra, natural zona de pecado y redención.

Aunque se le prohibía frecuentar la universidad de Bagdad, no por ello estuvo Scherezade privada de la enseñanza. Así, su maestro Avicena, que se vanagloriaba de haber caminado durante años por la Tierra con la esperanza de entender a los hombres, le transmitía con detalle todo lo que se refería a los debates incandescentes en torno a cuestiones filosóficas e históricas. Siguiéndola hasta hoy, donde estuviese, el eco de tales palabras. Giboso como un camello, inclinado bajo el peso de los años, ella le ofrecía manjares de los que solía estar privado. Mientras masticaba con avidez, escupiendo la comida sobre la mesa alfombrada de manuscritos y rollos, Avicena la esclarecía diciendo que el mito explicaba metafóricamente lo que existía en torno a los hombres. De modo que una forma se tornaba expresiva de otras, hasta de las implícitas, dependientes también de definiciones.

Le hablaba con una voz casi inaudible, forzando una confidencia cautivadora. Aquel sabio, que tenía la conciencia afectada por el miedo a la oscuridad, incapaz, entonces, de prever que moriría en su cubil sin una presencia amiga, atribuía a la noche leyendas y enigmas, que no agotaban explicaciones. Un legado originario de ancestros amedrentados ante la primera señal del crepúsculo, para quienes el amanecer era benéfico.

La noche siempre había dado inicio a los tormentos de Scherezade. El combate trabado entre la noche y el día, ambos con exaltada carga de contradicciones, inmolaba a los seres. Sobre todo a aquellos que, atreviéndose a elegir al hombre como figura central del universo, prescindían de la noción del bien y de la existencia de un dios.

Entregada a la penumbra, que ampliaba el espectro de la crueldad del Califa, Scherezade no dudaba de que aquel hombre encarnaba el mal. En nombre del honor ofendido, se había olvidado de la doctrina del Islam, celebrada especialmente durante el Ramadán, fecha en que el arcángel Gabriel había revelado al Profeta Mahoma los mandamientos hoy contenidos en el Corán.

Con la cercanía de la noche, ella se hermana con el séquito de mujeres que sufren los efectos de la hora del lobo abatiéndose sobre los humanos. En esta difícil hora, su memoria arcaica, arraigada, además, en cada individuo, recuerda el pasado en el que todos, refugiados en la caverna, creían imposible volver a ver la luz del día otra vez. En su caso, la noche es más dramática, pues gracias a la maldición lanzada por el Califa sobre todas las jóvenes, Scherezade se prepara para morir. Por las paredes de los aposentos, donde se proyecta la balanza de la justicia, se expanden frases que la advierten del peligro que corre. Pero antes incluso de que el ángel de la muerte se la lleve, Scherezade comienza una nueva historia.

60.

Para su sorpresa, Dinazarda la abraza, le pregunta qué silueta conocida se confundiría con la suya, de forma que el Califa, al empinar el miembro en dirección a la vulva, jamás sospeche del trueque efectuado.

El veredicto de Dinazarda le ha despertado sospechas. ¿Qué le había hecho capitular a su hermana ante un cometido tan peligroso como aquel otro que, tiempo atrás, había llevado a las dos jóvenes al palacio del Califa, donde se encontraban hasta entonces? Frente a una Dinazarda alborotada, empuñando espadas en su defensa, Scherezade se arrepintió por alimentar sobre ella pensamientos injustos. Al fin y al cabo, su hermana merecía consideración, nada que viniese de ella le haría daño. Se redimió de su desconfianza encargándole que eligiese a la joven que la sustituiría en el lecho del Califa. Ella misma no sabría elegir un rostro semejante al suyo, o un cuerpo cuyos volúmenes fuesen prácticamente su réplica. No sabía verse en la superficie de cristal y guardar en la memoria facciones cambiantes, que ora se alegraban con el nuevo día ganado, ora sucumbían frente a un futuro dudoso.

Dinazarda, a su vez, le había pedido a Jasmine la selección de la mujer que desempeñaría tal papel. Después de entrevistar a la joven de nombre Djauara, que temblaba de miedo frente a un destino cruel, la puso al tanto, mediante repetidas recomendaciones, de lo que debería hacer en presencia del Califa. Sólo entonces Dinazarda consultó a los astros con la expectativa de elegir una noche compacta y sin luna, con reducidos riesgos para su hermana. Elegido el día, Djauara fue introducida en los aposentos reales, que pisaba por primera vez. Le mostró el lecho en el que copularía con el Califa, repasando rápidamente con ella los detalles finales. No debía olvidar sobre todo que tenía prohibido emitir siquiera una palabra, aunque el Califa insistiese en escucharla. Y cerró la lista de consejos subrayando cómo actuar ahora que se había convertido en la princesa Scherezade.

Dinazarda apagó los candiles, dejando a la vista la tenue llama de una vela a pequeña distancia del lecho, con el propósito de realzar sombras, de proyectar las siluetas de los amantes contra la pared. Scherezade observa a su hermana sin opinar. Se esconde detrás de uno de los biombos, cerca de la cama, como le ordena Dinazarda. Y al observar a Djauara, cuyo nombre significa piedra preciosa, reconoce que efectivamente guarda semejanza con ella, tiene su misma altura.

Recostada en las almohadas de la cama, posición que le ha demandado Jasmine, Djauara se preocupa por borrar su cuerpo para hacer surgir en ella la figura de Scherezade, que había confiado, desde el principio, en la eficacia de aquel plan. Fue ella quien defendió con vehemencia que aquella trama, aunque arriesgada, se confundía con el carácter secreto de la propia existencia que, por norma, escondía de los demás las cuestiones esenciales de la humanidad. Desde su infancia había aprendido que cualquier realidad tenía, esencialmente, índole de ficción. Mirase a donde mirase, abarcando en su visión tanto al Visir, su padre, como al eunuco del Califa, la vida de cada uno estaba constituida de un tejido falsamente armonioso, bajo el cual se movían acciones y pérdidas de difícil evaluación.

Precaviéndose contra cualquier imprevisto, Dinazarda tejía argumentos que se contrapusiesen a las acusaciones del soberano, en caso de que descubriera el fraude. Ella misma se movía en torno al lecho simulando un valor que, de hecho, le faltaba, amedrentada por las consecuencias de un acto considerado de alta traición. A cada paso, ensayaba qué palabras usar para asegurarle al soberano sus buenas intenciones. Habiendo nacido la iniciativa imprudente del exceso de celo por él, después de percibir a qué sacrificio se sometía el Califa en su afán de guardar fidelidad a su esposa. Pues desde la llegada de Scherezade al palacio, tal vez por exceso de escrúpulos y gentileza, había comenzado a prescindir de las favoritas, privándose de experimentar otras carnes con igual derecho a su falo. No pareciéndole justa a ella, por tanto, una situación que causaba daño al señor del califato, aunque, como consecuencia de su iniciativa actual, Scherezade se viese privada de la exclusividad de su erección.

Djauara parecía dócil. Se comportaba como si nada fuese a suceder. Aunque ostentase experiencia sexual, habiendo aprendido pronto a dar placer al hombre, tenía prohibido demostrarle al Califa su sagacidad, en vivo contraste con Scherezade, inexperta en el asunto. Por tal razón, Jasmine le había recordado que, al final del coito, no prolongase su estancia allí, convenía abandonar los aposentos de inmediato.

Al verse en el lecho con el Califa, tan silencioso como ella, Djauara tenía en mente las prescripciones de Dinazarda, que no admitía fallos. La cópula fue rápida, no haciendo nada el Califa por prolongarla. Durante el ayuntamiento, la joven se comportó como Scherezade, refrenando para ello el ímpetu sexual de deleitar al soberano, que, acomodado sobre las almohadas, aguardaba las jofainas con agua templada para sus abluciones, justo después de que la joven saliese deprisa del lecho, dando lugar a Scherezade, escondida detrás del biombo.