Agachada cerca del lecho durante el coito, Dinazarda se sentía aliviada, aunque tuviese algún reparo que hacerle a Djauara. Después de correrse el Califa, al contrario del sobrio comportamiento de Scherezade en la cama, la joven, reteniendo la respiración por un tiempo superior al previsto, se puso a jadear aceleradamente.
La presencia de Djauara le había dado a Scherezade un alivio transitorio. Sin confesárselo a Dinazarda, esta iniciativa representaba el primer paso en el camino de la libertad, en el proyecto de desaparecer un día y dejar a alguien en su lugar. Sólo faltándole a quién elegir para que la sustituyese en el arte de contar historias.
Abusando de la suerte, las hermanas llamaron a Djauara de nuevo, con la condición de que la joven evitase los suspiros finales que amenazaban con echarlo todo a perder. Djauara, sabedora de su descontrol sexual, juró obedecer. Tanto que aquella noche, al final del orgasmo, se esforzó en sofocar cualquier manifestación. Y tan pronto el Califa cayó exhausto a su lado, cerrando los ojos como de costumbre, la joven abandonó la habitación sin hacer ruido.
Gracias a este medio, Scherezade redujo su frecuencia junto al soberano. Prácticamente liberada del deber conyugal, al cual no había renunciado del todo sólo por insistencia de Dinazarda, evocó de repente a la difunta Sultana. Poco conocía de aquella mujer, responsable, al fin y al cabo, de la sucesión de las muertes decretadas por el Califa. De ella decían que era de una belleza casi angelical, aunque tras sus rasgos suaves se escondiese una lujuria insaciable. Al mismo tiempo que los actos de la Sultana pusieron su propia vida en peligro, gracias a ella Scherezade experimentaba, al margen de otras infelicidades, el gusto de contar historias sin las cuales el Califa, y ella misma, ya no sabían vivir.
61.
Mientras Scherezade apacigua su espíritu pensando en la Sultana, a quien conoce a través del rencor que el soberano le guarda, el Califa descubre que el fraude del que está siendo víctima le causa un extraño placer. El hecho de que las hijas del Visir lo engañen con su tácita connivencia le augura el advenimiento de una emoción inusitada. Un sentimiento que, aunque lo deje expuesto a sí mismo, le ofrece la rara oportunidad de revisar algunas de sus decisiones aplicadas a las mujeres.
Al sondear la repercusión de ese fraude en su corazón, no detecta restos que deban ser extirpados con la punta del puñal. De pronto había comenzado a considerar irrelevantes ciertas traiciones. Actos juzgados antaño amenazadores no afectan ahora a su equilibrio. Como si habiendo saciado su sed de venganza, el castigo impuesto a las mujeres ya no le produjese el júbilo de antes. Así, el fantasma de la Sultana, que tanto lo ha perseguido, se disolvía en la retina, casi sintiendo la falta del dolor que ella le provocara en el pasado.
Hace mucho el soberano registra en Scherezade un enfado por el coito que coincide con el suyo. Un repudio que le permite entender el comportamiento de la hija del Visir y solidarizarse con ella. También él, forzado por la imaginación de Scherezade, había aprendido que las fronteras del mundo se ensancharían a medida que fuese rasgando los velos de lo visible. En aquellos días, aspira simplemente a cambios que, entre otros, lo desvinculen del fatigoso deber conyugal. Sin el riesgo, no obstante, de llegar a perder la fuente de distracción que consiste en las historias escuchadas cada noche. La porción de un saber que se había añadido a su entendimiento del mundo.
Aun en la oscuridad, le había resultado fácil darse cuenta de que la extraña en su lecho, semidesnuda, travestida de Scherezade, no era su esposa. A la luz de la única vela disponible, que confundía su visión, el Califa había comprobado el equívoco. En especial le había llamado la atención, mientras la penetraba, ambos próximos al orgasmo, que la respiración de la joven se aceleraba, revelando, por consiguiente, un grado de emoción inexistente en el carácter hirsuto y austero de Scherezade.
Frente a aquel descubrimiento, aceptó el señuelo sin perder el control. En ningún momento lanzó voces, se enfureció o hizo ver a las hermanas que, al desvelar un hecho en sí humillante, causador de sufrimiento, le cabía imponerles un castigo, de acuerdo con la culpa. Sonrió, sin embargo, complacido. Lo que ante la ley del califato se caracterizaba como crimen le pareció un hecho repleto de atenuantes, imponiéndole la revisión de aspectos morales relativos al caso. Además, gracias a aquella mistificación, se le daba la oportunidad de interrumpir la cansada secuencia de fornicaciones. Sobre todo de desprenderlo de la ingente tarea de visitar la vulva ajena cada noche, con la ventaja ahora de que tal dispensa surgía justo cuando las articulaciones de las rodillas, que le infligían dolores y estorbos, se habían vuelto ruidosas, probablemente por falta de grasa. A este sinsabor se había añadido la circunstancia de que a su miembro, a la hora del coito, ya cerca de la vulva, le había dado por retraerse y le costaba recuperar la virilidad deshecha. Un hecho que no lo hacía sufrir, pues hace mucho le venía pidiendo a Alá que lo liberase de la obligación, contraída desde la adolescencia, de visitar diariamente el sexo femenino.
Aquella noche en que la esclava se introdujo en su lecho, Alá, como si escuchase sus ruegos, le dio la rara oportunidad de replicar a la provocación de las hijas del Visir y abstenerse del sexo al mismo tiempo, sin el riesgo de perder en el futuro las historias de Scherezade. Tanto que a partir de esta primera visita, seguida de otras, el soberano exhibía sus dientes pequeños, imprimiendo a la sonrisa socarrona la marca de una maldad jamás vista antes en su rostro. Una expresión que correspondía, por cierto, a su más reciente convicción. No obstante, en el pasado, al enfrentarse con la insubordinación o la insidia de los cortesanos, habría reaccionado furioso y encaminado luego al culpable a la mazmorra o al cadalso. A merced, en el momento, del arcángel Gabriel, se defendía, sin pensar en la muerte de las jóvenes.
Frente al fraude sufrido, se dio tiempo, convenía meditar. Así, al tener a Djauara en el lecho de nuevo, sustituyendo a Scherezade, afloró en su rostro la sonrisa matrera que lo rejuvenecía. Sin titubear se echó sobre la joven. En contacto, sin embargo, con aquella carnalidad rebosante, su miembro, en flagrante desobediencia al proyecto que tenía en vista, se endureció. Desconcertado con el imprevisto de tener el instrumento resuelto en dirección al sexo de Djauara, le cubrió el cuerpo e, inmóvil sobre ella, sufrió su deseo.
Djauara abrió las piernas atrayendo al Califa. El miembro real, sin embargo, activo hasta entonces, en vez de internarse por la hondura del útero, no daba señales de vida. Sólo su voluminoso cuerpo, al comprimirle la superficie, generaba tal malestar que Djauara, con movimientos continuos, frotaba su cuerpo contra él, a fin de resucitar la verga del Califa y quedarse libre.
Montado sobre ella, el Califa hacía de todo para que su sexo no se empalmase. Dispuesto a apartar la posibilidad de que el miembro lo traicionase involuntariamente, se puso a acariciar el rostro de la joven, como si ella fuera su caballo originario de Tartaria. Despejándole los cabellos con las yemas de los dedos, a manera de peine, a pesar de la incómoda posición. Un gesto que, desprovisto de lujuria, manteniendo inerte el falo apoyado en Djauara, alejaba cualquier conjunción carnal.
Djauara apenas respira. Como le falta el aire, hace un ruido ahogado. Las hermanas, detrás del biombo, se inquietan, no la pueden socorrer. Entregada a la suerte, la esclava vacila en hacer creer a los presentes, incluido el propio Califa, que el miembro real, aún en estado de erección, se aloja en la vulva, de ahí que emita lamentos y suspiros falsos, como prueba del goce que el soberano le proporciona.