Выбрать главу

Jasmine asiente con la cabeza. No hace falta que Dinazarda insista o le pruebe que no hay otra opción. Sólo que Dinazarda, angustiada por su hermana, no repara en su gesto. Pues, como si hubiese perdido la creencia en la solidaridad de la esclava, le demanda el cumplimiento de la palabra empeñada. Ante la posibilidad de perder a Scherezade, olvida las virtudes de la esclava que su hermana tanto encarecía.

Jasmine se arroja al suelo, tiembla de indignación. So pena de morir por su audacia, afronta soberbia la mirada del ama. ¿Quién era esta hija del Visir que le robaba las virtudes innatas de las voces del desierto, miembro ella de una tribu que se conducía según preceptos sagrados, en práctica entre ellos antes incluso de la lectura del Corán?

Dinazarda se siente confusa. No sabe cómo reaccionar. Por primera vez, observa en ella aspectos sorprendentes, tiene enfrente a un ser que desconocía. ¿Acaso había subestimado las fuerzas de aquella esclava, acabando por humillar a una amiga, y todo en nombre de Scherezade, que sin duda habría reprobado su conducta de haber sido testigo de la escena?

No sabe contener el llanto de Jasmine. Quiere disculparse, pero los labios se cierran. Inclina la cabeza en su dirección, con la respiración prácticamente pegada a la suya, aguardando a que la esclava entienda el lenguaje de un corazón afligido. No sabe reparar los males de un drama que tal vez merezca comprensión. Su perplejidad acrece, así como el sentimiento del duelo anticipado. Dando tiempo, sin embargo, a que Jasmine, de índole generosa, se recobre. No quiere que la hija del Visir sufra por su causa. Ambas, al fin y al cabo, están a merced de un mal que termina por unirlas. Con voz suave, Jasmine le pregunta qué espera de ella. No les queda mucho tiempo.

Dinazarda se demora en tomar medidas. Jasmine, sin embargo, bajo el mismo impacto, demostrando estar dispuesta a actuar, se dirige deprisa al mercado, a buscar hierbas que salven a Scherezade. Tiene en mente una mezcla que obtienen otras tribus, tan nómadas como la suya. En este afán, coge unas hojas, prueba pomadas, bebe jarabes asquerosos. De vuelta a los aposentos, al aplicar ungüentos en el pecho de la joven, haciéndole beber también un líquido oscuro, viscoso, tiene la certidumbre de que la recupera para la vida.

Dinazarda enjuga la frente de su hermana, recoge la orina y las heces, exhibe el material contra el sol, para descubrir daños que escapan a sus ojos. Tiene la esperanza de que hasta la noche se mantenga la vida de su hermana. Pero ¿cómo sustituirla en la farsa a punto de comenzar a la llegada del Califa, sin que él repudie públicamente la mentira que se viene urdiendo durante las últimas semanas?

No había que aguardar la hora de la verdad, que no existía. Había desaparecido de la escena la voz de la narradora, ahora febril. ¿Y no podría surgir entonces otra elocuencia para sustituir la de Scherezade, evitando de esta forma el desfallecimiento de la historia?

Dinazarda palpa la frente de su hermana. La fiebre se había mitigado. Scherezade sonríe, a pesar de la debilidad. Tiene el cuerpo bañado en sudor. Jasmine la seca con bálsamos y paños. La acaricia con exaltación. Parece haberle salvado la vida. Y le agrada que Scherezade le deba tal tesoro, así como el Califa habrá de deberle un día las historias que le contará. Pero ¿será realmente así? ¿Aceptará Dinazarda compartir con ella un día a día que ambas ambicionan vivir con aplausos e intensidad?

Scherezade se quita el paño de la cabeza y el velo del rostro, como asegurándoles que ha llegado el momento de elegir a sus sucesoras y desaparecer del palacio del Califa.

63.

Jasmine le trae los dátiles seleccionados con esmero. Distraído, el Califa saliva la fruta, chupa la fibra, deshace despacio sus filamentos. Sólo después de dejar limpio el hueso, se lo saca de la boca.

Arrodillada a sus pies, Jasmine le tributa atenciones sólo reservadas a Scherezade. Él observa a la esclava como si fuera un animal encadenado. Hermosa y fina, se inclina ante él tal como una palmera del oasis. Pero ¿de quién se trata, de dónde procede? No se acordaba de haber oído su voz. Pensó si sería muda, si le habían arrancado la lengua antes de comprarla para servir en el palacio. Su silencio podía deberse también a haber oído en cautiverio la belleza del árabe hablado en la corte y disgustarse con la lengua tribal de la familia, plagada de expresiones groseras, aunque tradujese a la perfección necesidades del desierto, mientras arreaban a los animales. Buen motivo para esconder el timbre metálico con el que emitiría notas disonantes. Su quietud, con todo, despedía a su alrededor inquietudes y un espíritu indómito. Captó igualmente, por debajo de la epidermis satinada, una sensualidad contenida, irracional.

Tiene ganas de apartarla, de exigir que Scherezade, recuperada milagrosamente de la fiebre, se arrodille, sustituyendo a la esclava. No se atreve a ofender a la hija del Visir. Vuelve a prestar atención a Jasmine. ¿Qué le diría ella si llegase a demostrar interés por su pasado turbulento? ¿Sería la esclava capaz de contarle una historia comparable, en alguna medida, a las que había escuchado contar a Scherezade? ¿O el don de Scherezade, exclusivo, se negaba a repartirse entre los demás humanos, cabiéndole a la esclava sólo porciones mínimas del encanto de la hija del Visir?

Últimamente el Califa se venía preguntando si no había llegado el momento de intentar vivir sin Scherezade, después de sustituirla por alguien de talento similar al suyo que, no siendo una copia, demostrase habilidad para iniciar y terminar una historia con resultados apacibles. Y que supiese preservar, a lo largo del esfuerzo narrativo, dudas providenciales para la emoción del relato y para el propio narrador.

Al aceptar este cambio eventual, el Califa tenía en cuenta ahuyentar la soledad, que se derivaría de la pérdida de Scherezade, y seguir contando, al mismo tiempo, con la compañía de los miserables de Bagdad, venidos a su presencia, sin salir del palacio. Reposando sobre las almohadas, servido por esclavas hermosas, no haciéndole falta deambular al azar por las callejas de la ciudad para obtener la dosis diaria de historia que Scherezade le traía.

De tanto detenerse en el rostro de Jasmine, se hartó de las facciones humanas fácilmente confundidas con los rasgos de una cabra o de un camello. Al levantarse, el soberano flexionó las piernas, llevando las manos al suelo sin el resultado previsto. Con el gesto había pretendido disipar ciertos recuerdos incómodos. Desolado, hundió su cuerpo de nuevo sobre las almohadas.

Escuchó la historia de Scherezade con la curiosidad de siempre. Un placer que le venía de tal modo ablandando el corazón que se vio tentado a confesarle, poco antes del amanecer, mientras ella aún le hablaba, que, a partir de aquella noche, quedaría libre de su veredicto. Es decir, no habría castigo para ella. Era libre de dejarlo, irse a donde quisiera, llevándose consigo la garantía de que nunca más haría ajusticiar a una joven de Bagdad. Por primera vez, sentía que ya no había deudas entre él, las mujeres y la vida. Además, como resultado de la operación reciente, repleta de equívocos, que había desembocado en la esclava Djauara, había decidido reducir las funciones sexuales, sin hacer alarde del hecho. Hasta suspender de una vez por todas el coito nocturno, cuando comprobase en la práctica que tal interrupción no le causaría ningún daño. Librando así a sus mujeres de la obligación de fornicar, para disfrutar, a cambio, de las divagaciones creativas de alguna joven que habría de reclutar enseguida.

No le dijo nada. Como hablando solo, el soberano se reconoció culpable de los excesos cometidos. Negligente con las hermanas, sobre todo con Scherezade, la había hecho sufrir sin haberle enseñado al menos el arte de la vanidad, que preveía imponerse a los demás de forma abusiva.