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Estaba, pues, dispuesto a olvidar la conducta engañosa promovida por las hermanas. Al fin y al cabo, él mismo las había llevado a la saturación, inspirándoles una farsa benéfica. A partir de la cual, simulando la cópula, ambos amantes podían prescindir de su mutua presencia en el lecho. Cabiéndole a él seguir deleitándose con aquellas historias que, aunque inverosímiles, ganaban fuero de verdad gracias a su ilimitada comunión con las palabras que saltaban de la boca de Scherezade como de un sapo verde musgo, habitante de un hipotético pantano.

Dinazarda se disgusta con el Califa, que les da combate con estratagemas inesperadas. Qué pensar del soberano que monta a su hermana, se agita sobre sus carnes frágiles el tiempo suficiente para convencer a todos de que su falo, ahora retraído, había penetrado a la joven y había eyaculado para hacer creer a los demás que había cumplido la tarea de visitar la vulva, cuando le faltaba apetito para fornicar.

Usando a Jasmine como interlocutora, Dinazarda se desahogó, expresando pesares y recelos. Sentía el peligro inminente. Necesitaba que Jasmine, a su manera, describiese si el soberano, después de la falsa cópula con Scherezade, guardaba en el rostro una expresión afligida o un discreto rasgo de concupiscencia. Cómo reaccionaba frente al esfuerzo de Scherezade en abrir sus piernas, a fin de que llegase al fondo del útero. ¿Acaso se comportaba como si el cuerpo de la hija del Visir no fuese más que un receptáculo para su esperma que jamás había echado raíces en ella?

Jasmine seguía su raciocinio buscando un sentido en lo que Dinazarda le dice. Tal vez esta princesa creyese que había llegado la hora de que Scherezade rompiera los lazos con el soberano y volviese a la casa de su padre. De que de una vez por todas se decretase derrotada, dando pie a que el Califa recomenzase el derramamiento de sangre joven. A menos que Dinazarda tuviese intención de ponerlo a prueba, de saber si estaría él, de hecho, preparado para perdonar a las mujeres por un crimen que no habían cometido, y renunciar a cualquier venganza contra Scherezade, devolviéndole el derecho a la vida.

Hablando prácticamente sola, Dinazarda insiste en averiguar las intenciones del Califa mientras él sorbe varios vasos de infusión de menta. El Califa apenas había mirado a Scherezade, al menos para comprobar si aún seguía a su lado. Dándole igual que, en vez de la hermana, una extraña ocupase su lugar, con la tarea específica de no privarlo del vino inyectado en sus venas bajo forma de palabras.

Dinazarda se agita por los aposentos, va a los jardines a recoger flores, hasta llegar a una conclusión sorprendente. El Califa daba indicios seguros de estar dispuesto a liberar a Scherezade, a concederle un salvoconducto con el cual visitar su reino y elegir el lugar ideal para poblarlo con sus mentiras. Pudiendo, si quisiera, llevarse consigo a alguna esclava, alguien trigueño como Jasmine.

Había llegado para Scherezade, pues, el momento de partir. De seguir el viaje, obedeciendo las instrucciones de su deseo reprimido. Un traslado que coincidiese con sus sueños. De tal forma que, en las semanas entrantes, no estando ya entre ellas en el palacio, prosiguiese por el desierto hasta detenerse frente a la pequeña casa de Fátima. Un verdadero oasis en medio de las otras casas de la aldea. Un lugar cuya descripción, hecha antes de que Fátima se despidiese del palacio del Visir, permitiría a Scherezade llegar allí sin margen de error. Pues ambas mujeres, el ama y la princesa, siempre supieron que, después de la larga y dolorida separación, se abrazarían conmovidas, atadas por tentáculos imposibles de romper. Un reencuentro que prometía mantenerlas unidas hasta que la muerte las separase.

Al imaginar la emoción de aquel encuentro, Dinazarda escondió la cabeza entre los brazos, sin permitir que Jasmine viese lo que iba en su corazón.

64.

Dinazarda y Jasmine estaban dispuestas a admitir ante el Califa que Scherezade había huido al amanecer, después de que él se despidiera de las jóvenes, ya de vuelta a la sala del trono. Pero tal vez no preguntase nada al no encontrarla por la noche en sus aposentos. Indiferente a que Scherezade, cansada del oficio de contar historias, se hubiese despedido del palacio, embarcándose en una aventura desconocida.

Desde hace mucho, al fin y al cabo, la hija del Visir aspiraba a una vida cotidiana sin lógica ni coherencia, aun con el riesgo de estrechar los caminos de la salvación. Ya no soportaba ser mujer de aquel hombre, impedida, por tanto, de vivir la instantaneidad de una pasión con algún extraño. Reflejando ella, así, un agobio a punto de redundar en desastre, si Dinazarda no tomaba medidas de inmediato. Hace días Dinazarda venía previendo su declive con consecuencias fatales, aunque Scherezade continuara contándoles historias atrayentes. Sus últimas invenciones, no obstante, de marcado tono pesimista, manchaban la frescura de un enredo que prometía, desde las primeras frases, ser feliz. Tanto que difícilmente los hacía sonreír como antes. Pareciendo disfrutar más en imponer a los oyentes una melancolía pegajosa, como si lo cotidiano, en sus expresiones impactantes, requiriese un aluvión de lágrimas.

Había que abolir la voluptuosidad de la desesperación antes de que Scherezade le pidiese al Califa, como un favor personal, que decretase su muerte, queriendo de esta manera librarse de una vida desprovista de esplendor. Afectada, pues, por el peligro inminente, Dinazarda envía un mensaje a su padre, que en aquella larga temporada había actuado como un cobarde, para que tome medidas enérgicas. Distante hasta entonces del sacrificio de su hija, a quien tal vez juzga merecedora de castigo por haber contrariado sus órdenes, debía él redimirse ahora de semejante omisión y convertirse en héroe de una familia formada por tan pocos miembros. Demostrar a los demás cortesanos el grado de su afecto por la hija.

Desde su venida al palacio del Califa, Scherezade se había negado a implicar a su padre en el drama. Lo libraba del malestar de solicitarle ayuda y ver negada su petición. No quería ver en el rostro del Visir ninguna censura por haber elegido la turbulencia en vez de la felicidad duradera. Una hija que había sido incapaz de prever el dolor derivado del desafío al Califa.

Por detrás de la pérgola, a escondidas, Dinazarda exigió de su padre que sacase a Scherezade del palacio y la llevase lejos de Bagdad. Y exponiéndole la firmeza de sus propósitos, le aseguró que se quedaría en lugar de su hermana. La misma declaración le hizo Dinazarda a Scherezade después de la aquiescencia de su padre. Para su sorpresa, Scherezade reacciona interrogante, cómo quedarse en su lugar si, a partir del momento en que había decidido salvar a las jóvenes del reino, la suerte le pertenecía, nadie podía robarle su destino. A menos que Dinazarda confesase que hacía mucho que pretendía estar en su lugar, que siempre había aspirado a ser reina, a sorprender al envejecido Califa con un heredero al trono.

Scherezade insistió ante su hermana: si admites que siempre has querido estar donde estoy, te dejo en paz, acepto la ayuda de nuestro padre. Dinazarda no le dijo nada, no hacía falta. El silencio confirmaba la sospecha de Scherezade. La conspiración entre Dinazarda y Jasmine había avanzado hasta el punto de haberse repartido las dos las respectivas funciones. Dinazarda serviría al Califa en la cama, mientras que Jasmine, recién descubierta su tardía vocación de contadora, entretendría al soberano con historias que desde hacía mucho bullían en el caldero de la bruja, tal como lo registraba su memoria. Entonces mezclaría las hierbas de sus recuerdos con el material del derviche, todo él desaprovechado, contando aún con el universo ilimitado que Scherezade había cultivado frente a ella en generosa ofrenda.

Con la promesa de que el padre guiaría a Scherezade a donde ella quisiese ir, al abrigo de cualquier peligro, Dinazarda hizo sus planes. Supo en aquellos días que varias caravanas dejaban Bagdad, bastando que Scherezade apuntase en el mapa el rumbo de su elección. Transportando mercancías, no habría para estas caravanas ningún inconveniente en llevar a la princesa y sus preciosos bienes, que el Visir pretendía adelantarle como parte de su herencia. Acomodada en una confortable litera, Scherezade cruzaría el desierto distrayéndose con los animales, en especial los camellos, a quienes siempre había dedicado odas ensalzando su belleza y su utilidad.