6.
Cada noche Scherezade envuelve al Califa en una tela sutil. Apacigua sus nervios, mientras que sus ritmos narrativos expresan la danza de los sentimientos. Sus historias, sembradas de actitudes heroicas e imprudentes, sacian a los oyentes ávidos, manteniendo el interés del Califa hasta el amanecer. Cualquier fracaso significa la pena de muerte.
Su corazón no siempre se prende a los relatos que va a contar. Su expectativa es retomar un día el curso de la vida cotidiana del lado opuesto a los muros del palacio imperial, librarse de la carga de narrar. A veces se ausenta de los aposentos, dejando el cuerpo atrás. Retorna entonces a la casa de su padre y se regocija al ser recibida en la puerta por los servidores que se inclinan a su paso. La mesa, cubierta de manjares de la infancia, es la prueba de estar aún presente en la casa del Visir. Al abrigo de tantas memorias, reconstituidas entre las paredes de la vivienda, todo la protege, no se siente autorizada a morir. ¿Cómo, además, despedirse, si le corresponde al padre morir en su lugar?
La ilusión de haber partido de vuelta a su casa pronto se deshace. Ya no tiene adónde ir, salvo quedarse en el palacio del Califa, donde las criaturas de su imaginación prosperan bajo el impacto de sus personalidades cinceladas. Oprimida, sin embargo, por una melancolía consonante con días grises originarios de las regiones lejanas, que nada tienen que ver con el desierto que ocupa su corazón, ella acelera el verbo, trae hasta cerca del lecho al pueblo de Bagdad.
La nostalgia aprieta su pecho. La asfixia comprobar que su existencia se prolongará mientras mantenga al soberano víctima de su arma verbal. Respira hondo, comprime los labios extrañamente carnosos, teniendo como moldura el rostro fino, casi ascético. Los reabre, libera frases y suspiros encerrados en la garganta.
En el semblante, el velo intensifica su enigma. Prácticamente pegado a la piel, forma parte del rostro. Se resiente cuando Dinazarda, en gesto abrupto, lo arranca para averiguar si su hermana aún se encuentra entre los mortales. Quién sabe si, capitaneando sus aventuras, había embarcado en una nave extranjera y ya no regrese a Bagdad.
Aun cuando tiene el rostro expuesto, en ella perdura una delicada película que veda a los demás ingresar en su interior. Una materia que la protege del Califa, en especial a la hora en que su falo singla inoportuno por su vulva. Pero, observada por Dinazarda, ella es altanera, casi traslúcida. Sobre ella se cierne la aureola proveniente del arte de contadora. Razón tal vez de rebanar las historias con prudencia, guardando las migajas de la borona caídas sobre la mesa para el hambre de aquel día. A veces, tiene la ciencia de acertar, de alcanzar por momentos el ápice de la narración. El raro instante en que, al alcanzar la cuerda sensible del enredo, no le cabe retroceder o abdicar de los ingredientes que, apasionadamente enlazados, determinan su desenlace.
La propia Fátima, que la tuvo en brazos desde su nacimiento, decía, en intrépida defensa, lo que Jasmine repetiría más tarde: que Scherezade tejía con las palabras. Con el telar y el algodón entre los dedos, ella iba afinando los hilos para hacer con ellos, al final, un tipo de manta capaz de proteger a los oyentes del frío de las noches en el desierto.
Scherezade, sin embargo, se afligía bajo la presión de los méritos que se le atribuían. Poco afecta a los homenajes, se negaba a ser la tejedora con la que Fátima la identificaba. Lo que no le impidió, en ciertas ocasiones, hinchar el pecho, para luego arrepentirse de la arrogancia que la podía envenenar. En un sombrío domingo, se flageló corriendo por los salones, pasadizos secretos, sótanos del palacio de su padre, hasta sucumbir, jadeante, en el patio, entre mil flores, exhortando a los duendes para que la castigasen. Al final del esfuerzo, se había apaciguado repitiendo la práctica antigua de esconder misivas ligeramente perfumadas bajo cojines coloridos desparramados por la casa. Mensajes que, de inconfundible caligrafía, frustraban a quien se empeñase en desvelarlos. Estos pequeños papiros, simples anotaciones sueltas, no ofrecían al desavisado lector una única frase conclusiva. Pues las palabras, salpicadas aquí y allá, comprimidas entre dibujos dispersos, obstruían el acceso a quien fuere a buscarlas.
Montada en un imaginario corcel, Scherezade galopaba por la casa, perseguida por adversarios intrigantes. Huyendo de Dinazarda, que, a la caza de sus misivas, pretendía descubrir la razón de que la caligrafía de su hermana, vista desde lejos, se confundiese con el perfil del camello, un animal al que Scherezade homenajeaba con cualquier pretexto.
En conjunto, las misivas, por su carácter críptico, de nada valían. No pasaban de ser un papiro que serviría únicamente de palanca para que Scherezade elaborase alguna historia dispuesta a despuntar bajo el impulso de su ingenio.
Esta vocación para engendrar episodios, que confundían a la familia, le había venido de la cuna, por parte de madre, de fértil imaginación. Dinazarda, dos años mayor, había sabido por su padre que la madre, poco antes de fallecer, había reparado junto a su marido en la obstinación con la que Scherezade, tan pequeña todavía, otorgaba vida a lo que parecía perecedero. Su precoz devoción por propagar la vida cotidiana de los humildes que hacían de Bagdad el centro irradiador de la civilización árabe.
Mediante tales recursos, la muchacha exigía que los miembros de la familia la interrogasen sobre cualquier asunto. Apostada en medio de la sala, como una esfinge, aguardaba el planteamiento de preguntas disparatadas, que pusiesen a prueba su conocimiento. Aun si fallase, de ningún modo debían prescindir de sus respuestas. Pues todo lo que les dijese estaría respaldado por la memoria del Islam. En el caso de que quisiesen de verdad hacer escrutinio del pasado de la grey familiar, o rastrear la trayectoria del profeta que había forjado la gran nación espiritual, que le confiasen a ella, a pesar de la edad, la tarea de aglutinar leyendas y registros sueltos, esparcidos por el califato.
La madre, a punto de exhalar el último suspiro, teniendo a Fátima al lado, se había esforzado por sonreír. La conmovía que los relatos iniciales de esa hija suya abarcasen figuras legendarias del desierto, de las mezquitas, de los mercados islámicos. Como si, no bastándole contar con los miembros de la casa para la construcción de sus enredos, se preparara precozmente para lidiar con la carne ajena que sufría, soñaba, forjaba mentiras, y no tenía nombres.
Apenas había aprendido a andar, asomaron en ella la memoria incorruptible y la atracción por lo inefable, ya a su alcance. Bajo los cuidados de Fátima, desenterraba, desenvuelta, muertos y figuras emblemáticas, emparejaba adversarios y amantes, traducía el meollo del amor. Aun faltándole experiencia, con el faro de sus ojos rescataba los barcos de la tormenta, llevando a la playa, por medio del destajo verbal, las mercancías de la bodega y lo que yacía en el fondo del mar, oriundo de naufragios anteriores.
Las raras amonestaciones que le hace el soberano, aunque ajenas a sus historias, le sirven de aviso. Inmediatamente vuelve a calcular el tiempo de la historia y comprueba su densidad, si de hecho serviría para entretener al Califa hasta la madrugada. Las veladas manifestaciones del Califa la inducen a echar mano de recursos inesperados, como sembrar huellas falsas, simular que había perdido el aplomo de tanto excederse en la invención.
Así, como resultado de estos artificios del arte de contar, ella hace surgir personalidades que, aun sin función aparente, avivan la curiosidad del soberano. Para que él, sometido al caos astucioso de la joven, le conceda el derecho de vivir, siempre que prosiga. Sin que tal gesto, repetido cada amanecer, incline al Califa a esparcir a su alrededor actos generosos y la exima de la culpa de ser mujer.
Con el rostro ensombrecido, ella afronta la tensa pugna, lucha por restaurar los tejidos de la vida tomando a sus personajes como ejemplo. Sufre al pensar que su valor consiste en servirlo como una esclava en la mazmorra, que sólo existe legitimada por el soberano.