Dinazarda quiere ayudarla, detener el flujo diario de sus historias. Suspender, quizá, la visita del Califa para que su hermana, al fin, pasee por los jardines del palacio. Amenazando para ello al soberano con la venida de un escriba del norte que sustituya a Scherezade. Velada amenaza que obliga al soberano a confesar que, gracias al talento de Scherezade, había frecuentado las caravanas que cruzan el desierto, había convivido con marineros afectos al Índico, había compartido la intimidad de los ladrones especialistas en robar tesoros. Por medio de este arte, tan antiguo y descuidado, de hablar sin parar, se había internado en el mundo, sin abandonar para ello los límites del palacio.
El esfuerzo de Dinazarda por salvarle la vida estimula a Scherezade a recompensar la devoción fraterna practicando pequeñas locuras. A exponer a la luz del día historias guardadas en el baúl de la memoria. So pena de excederse, confía en que será capaz de cortar a tiempo alguna que otra incongruencia. Por ello, con un ritmo frenético, presenta casualidades asimétricas que hagan sonreír de puro gusto al Califa, a Dinazarda y a Jasmine. E, incluso para mantener este efecto, sigue el principio de que cada enredo, ambiguo por naturaleza, se desprende de un tronco único, perdido en la noche de los tiempos. Una matriz a la que se le añaden adornos, afeites, variantes, todo lo que otorgue dimensión coral a lo que cuenta.
Si el Califa le preguntase de repente si había peligro de destruir los fundamentos del relato sólo por añadir temas nuevos a un hipotético núcleo central, ella diría que no. Al fin y al cabo, todo lo que venía haciendo, desde la llegada al palacio, era ceder al arte de fabular el germen existente en el vientre de cualquier intriga. Sólo a partir de los nudos entrelazados, mediante una punzante carga narrativa, cumpliría los principios básicos de cualquier historia.
7.
Dinazarda no oye lo que dicen los amantes. Los suspiros que reproduce para sí misma, al pasear por los jardines, son invención de su fantasía.
La educación familiar no le permite preguntarle a su hermana si murmura y grita cuando el Califa la penetra. Si goza, siguiendo las instrucciones del Califa, que no acude a imprecaciones y meneos voluptuosos para mantener el sexo erecto.
Por detrás del biombo, con Jasmine al lado, no capta ruido alguno que la sonroje. Tiene presente la información de que el Califa reprueba manifestaciones ruidosas en el lecho bajo la justificación de agradarle. Los bramidos desgarradores y las contorsiones exageradas le recuerdan a la Sultana copulando con el esclavo africano. Una lujuria que, según el Califa, formaba parte de la lista de mentiras y malogros que reflejan el carácter disimulador de la mujer.
Dinazarda ignora si Scherezade, mediante las mañas provenientes de un oficio que la lleva a fingir todo el tiempo, aparenta ante el Califa una pasión que no siente. Pues incluso con ella, la hermana mayor, es reservada, no aprueba confidencias. Forzada, no obstante, a ceder al juego sexual del soberano, Scherezade se aprovecha de la alcoba para imprimir erotismo a sus tramas. Experiencias que vuelven sus historias intensamente carnales, capaces de trastornar los sentidos, de perturbar el cuerpo de las jóvenes que la oyen. De esta forma, al intensificar la fantasía de Dinazarda y Jasmine, les facilita el acceso a las pulsiones genitales de los personajes.
Scherezade había aprendido con Fátima que si la imaginación edifica enredos de amor, el cuerpo fatalmente sufre sus efectos. Se sentía atraída por el realismo proveniente de la materia corpórea. Con todo, rechazando ser heroína de sí misma o de sus historias, prefiere prestar a príncipes y plebeyos, elegidos al azar, las palabras apasionadas que intensifican la vulva de Zoneida y el falo de Simbad.
Lo cierto es que no pretende fomentar el ardor narrativo con sentimientos amargos. O hacer de sus personajes réplicas de sí misma. No se lamenta usando su propio nombre, para ello domestica su dolor, lo vuelve inexpresivo. Igualmente juzgaría perverso insertar al Califa en sus relatos, sea como héroe o como verdugo. Lo libra de hacerlo vil. Y, para dar credibilidad a su tarea, aspira a deshacerse de las marcas de su individualidad. Su ser profundo no está en cuestión. Sobre todo tiene a la vista las palabras del mayordomo real a su llegada al palacio, al transmitirle los hábitos del Califa, esperando que se adaptase a las normas, por más fugaz que fuese su permanencia en los aposentos reales. Sin olvidar que sus antecesoras, novias como ella, confiadas en su propia belleza, esperaron del monarca estima. En consecuencia, a duras penas soportaron la desilusión de oír de la voz pétrea del heraldo, aguardando desde temprano a la puerta, después de que el Califa desapareciera discretamente de los aposentos, el anuncio de la muerte inminente.
Con palabras que parecían sinceras, el subalterno simulaba deplorar el sacrificio de aquellas hermosas princesas del linaje del Visir. Sin dejar de realzar, sin embargo, que ninguna de las jóvenes venidas al palacio había montado una escena. Todas se limitaron al llanto contenido y a rezar por Alá y su Profeta, aunque lamentasen el final prematuro.
La crueldad del Califa resplandecía a los ojos de Scherezade. Aun así, no atendía al consejo de Dinazarda, que le rogaba que actuase de tal modo que él se enamorase de ella. Su meta consistía en arrebatarle el sosiego mediante emociones contradictorias, en desplazarlo del sexo a las palabras, en insuflarle la lenta agonía derivada de su habilidad narrativa.
También el Califa se detiene a pensar en los sacrificios que le impone el oficio de Scherezade. Pero no por eso la alivia de los tributos que debe pagar para mantenerlo atento. Creía que era premio suficiente agradarlo, ver en el rostro de su hermana y de Jasmine la exaltación que las motivaría a seguirla, en caso de que él las condenase a vivir lejos de la corte.
La observa, no obstante, ofuscada por una diáfana luz interior, justo en el instante en que bautiza a sus personajes, exhibe sus vidas, los lleva por Bagdad, Karbala, Najaf, al nacimiento del Éufrates y del Tigris. Emoción así no había experimentado él con sus súbditos. Tal vez por abstenerse de mirarlos, de oír sus penas y sus encantos. Había sido siempre indiferente a la suerte colectiva, no les había levantado el rostro por curiosidad mientras se inclinaban a su paso. Al menos para leerles la suerte en la expresión condolida. Pero ¿qué le habrían dicho, si les hubiese interrogado sobre sus sueños? ¿Confesarían al soberano el temor que tenían a la miseria y al ocaso?
Al darse cuenta de que invertía los papeles, dejando por un instante de ser el señor del califato, él reaccionó. ¿Por qué iba a culparse si todos le debían la vida, si él era quien, pudiendo alzar la cimitarra contra ellos, diariamente postergaba la sentencia mortal? No obstante, confía en la entereza moral de Scherezade al contarle una historia. El cuidado con que la joven arma el relato y preserva a aquellos a los cuales, habiendo creado con ellos vínculos familiares, no piensa sacrificar en nombre de una aventura trivial. Claro que ella también es traicionera, echa mano de recursos espurios a fin de propiciar a sus personajes sueños, amores, desgracias y esperanzas imposibles. Todo lo que no puede cumplir, pero que le conviene disimular.
El soberano medita sobre el hado de la joven. ¿Qué pretende ella que ya no le haya dado? ¿Acaso, al respetar la vida de Scherezade al amanecer, quiere ella a cambio sacrificarlo proponiéndole una nueva historia, que no se resiste a escuchar, y cuyo desenlace, en medio de la noche, da curso inmediato a otra, en nerviosa sucesión que lo sumerge en la desgracia?
Se indigna por tal comportamiento. Con estas mujeres que, iguales a Scherezade y a la Sultana, consumiendo su energía y su voluntad, no merecen lástima. Alza las manos para convocar al verdugo, pero, mirando a las tres jóvenes, suspende el gesto. Disconforme, sin embargo, con su propia debilidad, como arrepentido, se aparta de los aposentos.