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En el salón del trono donde su abuelo y su padre, abasíes de temperamento, habían ejercido el poder inmersos en profunda soledad, el Califa dispensa a los cortesanos con la sensación de estar igualmente condenado a morir. Acepta, resignado, el albaricoque que le traen en bandeja de cobre. Mastica la pulpa despacio, se concentra en su dulzura.

8.

El dolor del Califa, que se vuelve agudo hacia las doce, cuando el sol quema Bagdad, no proviene de un amor ofendido. Hace mucho había dejado de querer a la esposa que lo había traicionado miserablemente en el pasado. En realidad, nunca la amó. Repartido entre tantas mujeres, se había habituado al fulgor del deseo que no excedía una semana. Sólo el tiempo de alborotarse, de tejer una fantasía que desembocaba en el lecho y allí mismo se amortiguaba. Pero mientras perduraban restos de la atracción por cualquiera de las concubinas, practicaba modalidades sexuales con la pretensión de alcanzar la cópula perfecta. Siempre en busca de un arrebato que tuviese como premio acceder al paraíso, donde agradecer a Alá la fortuna de la carne.

Al principio, a pesar de ser joven, había esbozado una reacción a esta especie de canibalismo. El hecho de devorar a las favoritas sin considerar sus aflicciones o concederles atenciones bajo la forma de una mirada larga, o de una caricia que las abasteciese de ilusiones. No habiendo, no obstante, a lo largo de los años, amado a ninguna de estas mujeres, no había hecho de ninguna de ellas un unicornio invisible a los impuros, una fuente de consuelo, un regalo mítico para quien llevaba a cuestas el peso del califato.

En general, observaba aprensivo el cuerpo femenino. Al aventurarse por el misterio que exhalaba continuamente la vulva, por más que se perturbase, no le inspiraba amor ni una emoción inusitada. Y aunque aguardase que surgiera del sexo alguna forma de esperanza que lo convenciese de estar amando, tal incendio, proviniendo de su cuerpo, y de la mujer, no ascendía a su corazón, que se mantenía frío.

Sentía, al fin y al cabo, estar practicando un acto demoníaco, sin la recompensa al menos de llegar a conocer un sentimiento restaurador, capaz de establecer nuevas formas de convivencia. Lo que lo llevó a concluir, a su vez, que no estaba en él modificar una situación con la que el corazón empedernido no quería colaborar.

En cierta ocasión, regresando del desierto de horizonte infinito, notó, al fornicar con una hermosa mujer, que sus actos en la cama, aunque convulsos y fugaces, le parecieron de repente automáticos, como practicados por un extraño a quien, a despecho de haberle prestado el falo, no había participado del festín. Alguien que se fundía con la carne femenina para desprenderse enseguida de ella apático, sin fuerzas. Forzándolo tal indiferencia a indagar la razón de que el sexo, celebrado por vendedores y artistas, llevase a los hombres a la locura, a cegarlos, escindiéndolos en dos. Hasta comprobar que, al no sucumbir jamás al amor, corolario natural del sexo, la vida lo había librado de la insania, pero, en contrapartida, lo había vaciado de expectativas, de emoción, de perplejidad, y de todo lo demás que ignoraba.

Por consiguiente, las variaciones eróticas practicadas en años anteriores, al intentar revivirlas de nuevo, ya no le infundían ánimo. Coincidiendo el desinterés por estas iniciativas con una vida cotidiana repleta de escenas gastadas, por demás conocidas. No habiendo así nada por descubrir en su reino que lo llevase a un goce responsable de que la respiración fallara, la boca espumajeara de placer. Hasta el punto de olvidar por momentos las manifestaciones de un envejecimiento que ocupaba sus días.

Antes de la llegada de Scherezade, al convocar a una favorita, se arrepentía enseguida. Se veía obligado a practicar un acto demoníaco, que lo arrastraba a las honduras del cuerpo femenino, preguntándose por qué ceder a un deseo que no le daba a cambio la esperada epifanía. Muy por el contrario, frecuentemente llegaba al epílogo con la sensación de llevar dentro de sí el cadáver de un hombre semejante a él cuando era joven.

Absorto en sí mismo, no había cómo modificar un drama que tenía por fin atender a la necesidad de que su cuerpo alcanzase un espasmo parecido a la muerte. En esas ocasiones, disolvía sus amargas consideraciones sobre el amor elaborando pronósticos en torno al tema. Como si el amor humano, huraño a él, pero presente entre sus súbditos, igualase a todos mediante la repetición del deseo que les imponía cualquier doncella.

La soledad del Califa persistía a despecho del séquito de las vírgenes que se sucedían en su lecho y que iba sacrificando cada día. Y no teniendo nunca con quién compartir sus desventuras, iba guardando en secreto sus desilusiones. Diferente de los demás mortales, se protegía de las intemperies enviando a los súbditos al cadalso.

Después de la decisión de inmolar a las jóvenes del reino, con la finalidad de satisfacer su odio a la Sultana, el Califa se sintió a salvo. Había encontrado así un modo de garantizar a la corte que era inmune a la mujer, a aquel ser de formas tan sinuosas como las líneas del Tigris y del Éufrates, en cuyas venas había encontrado leche, miel, veneno. Pero, a pesar de protegerse, flaqueaba delante de la hembra, seguía teniéndolas en el lecho como un mal necesario. Aquel ser cuya contextura, poblada de sentidos y ambivalencias, hermosa y miserable al mismo tiempo, seguía siendo para él un misterio indescifrable, al cual sólo tenía acceso en la penumbra de la noche, cuando, aturdido, palpaba a oscuras la piel lisa que le provocaba exudaciones en el cuerpo.

Entregado a los esclavos para las abluciones matinales, la piel acusaba la presencia femenina, a pesar de que lo rociaban con esencias. No había resistido al sexo. No valía de nada, por tanto, forjar como defensa subterfugios que lo desembarazasen del yugo de la mujer.

De vuelta al trono, sorbía la infusión de menta. La melancolía que advenía del poder lo protegía de las embestidas ajenas. Las aguas del baño recién dado, que aún lo calentaban, lo ayudaban a enfrentarse a las tareas del reino. Y para alivio suyo, rodeado del Visir y de los demás consejeros, sólo volvería a ver a Scherezade y a Dinazarda al caer la noche.

9.

Las esclavas se agrupan en torno a las hermanas. Un vuelo de escarabajos que murmuran con tono monocorde mensajes opacos. Nadie les presta atención ni entiende las imprecaciones que hacen a la sordina. Originarias algunas de Nubia, la geografía donde el oro de las minas hace relucir los ojos, ellas sueñan con el metal que un día las libere del palacio del Califa. Aguardan, impacientes, que les sean dadas las órdenes.

Al conceder a Scherezade otro día, el Califa se retira. Después del gesto magnánimo, Dinazarda reorganiza la vida cotidiana, como si su hermana fuera eterna. Reclama votos de obediencia de las esclavas, que preparen el baño de Scherezade antes de su reposo. Jasmine se esmera, balbuciendo palabras a guisa de plegarias a un dios con quien aparenta intimidad.

Sostenida por Jasmine, Scherezade se sumerge en la piscina. Después de la penosa jornada nocturna, prácticamente desfallece de tensión. Se esfuerza por recoger los pedazos de vida que le quedan, por guardar intactos los sentimientos ocultos en la noche vencida.

El clavo y el limón, envueltos en tul, impregnan la habitación, trasladan a la joven lejos de allí. El agua tibia, mientras conforta su cuerpo, le da ánimo. Golpea la superficie con las manos, provoca leves ondas, como si navegase a vela por el Mediterráneo, quizás por el Índico, acompañada por Simbad, que ha venido a buscarla. El marinero y ella se enlazan enternecidos, sirviendo el prolongado abrazo de vela que se hincha arrastrando el velero. Bajo el efecto de las olas encrespadas, los dos son arrastrados lejos de allí. La violencia de las corrientes marítimas es un ardid del genio del mal recién salido de la botella encontrada en la desembocadura del Tigris y del Éufrates. Es este liberto el que intenta atraer a Scherezade y a Simbad hacia el fondo de las aguas, cuya sal eterniza las carabelas hundidas.