John Connolly
Voces que susurran
Charlie Parker 9
Traducción de Carlos Milla Soler
Título originaclass="underline" The Whisperers
1ª edición: abril 2011
© John Connolly, 2010
AGRADECIMIENTOS
Este libro no habría podido escribirse sin la generosidad y la paciencia de Tom Hyland, veterano de la guerra de Vietnam y buen hombre, que contestó a muchas preguntas durante la redacción del texto y mejoró notablemente el manuscrito con sus conocimientos.
También doy las gracias a los participantes en Truckingboards, el foro de camioneros, que me concedieron su tiempo para explicarme en qué consistía su trabajo entre Estados Unidos y Canadá.
Mientras escribía este libro consulté muchos periódicos y revistas, en particular los artículos sensibles y comprometidos del New York Times sobre el trastorno del estrés postraumático y el tratamiento de los veteranos a su regreso de la guerra. Por otra parte, los siguientes libros fueron de un valor inestimable para llenar lagunas en mis conocimientos: My War: Killing Time in Iraq, de Colby Buzzell, Putnam, 2005, de donde salieron muchos de los detalles del servicio en un pelotón Stryker; Trigger Men, de Hans Halberstadt, St. Martin's Griffin, 2008; In Conflict: Iraq War Veterans Speak Out on Duty, Loss, and the Fight to Stay Alive, de Yvonne Latty, Polipoint Press, 2006; War and the Soul, de Edward Tick, Quest Books, 2005; Blood Brothers, de Michael Weisskopf, Henry Holt and Company, 2006; The Forever War, de Dexter Filkins, Vintage Books, 2008; The Secret Life of War, de Peter Beaumont, Harvill Secker, 2009; Sumerian Mythology, de Samuel Noah Kramer, Forgotten Books, 2007; Ancient Iraq, de George Roux, Penguin, 1964; Thieves of Baghdad, de Matthew Bogdanos, Bloomsbury, 2005; The Looting of the Iraq Museum, Baghdad, edición a cargo de Milbry Polk y Angela M.H. Schuster, Abrams, 2005; y Catastrophe! The Looting and Destruction of Iraq's Past, edición a cargo de Geoff Emberling & Kathryn Hanson, The Oriental Institute Museum of the University of Chicago, 2008.
Se han escrito muchos libros sobre la experiencia de la guerra, pero pocos autores lo han hecho de manera tan hermosa e incisiva como Richard Currey, que sirvió como médico de combate durante la guerra de Vietnam. Luz fatal, su novela ya clásica sobre Vietnam, fue reeditada en 2009 a modo de edición especial del vigésimo aniversario por Santa Fe Writers Project, y Crossing Over: The Vietnam Stories, texto del que se reproducen frases en este libro, lleva publicado tres décadas. Para más detalles, véase: www.richardcurrey.com.
Doy las gracias, como siempre, a mi editora en Hodder & Stoughton, Sue Fletcher, y a mi editora en Atria Books, Emily Besder, así como a todos los que en Hodder, Atria, y en cualquier otro sitio contribuyen a que mis extraños libros lleguen a manos de los lectores; a mi agente, Darley Anderson, y sus colaboradores; a Madeira James y Jayne Doherty; a Clair Lamb; a Megan Beatie, y a Kate y KC O'Hearn.
Por último, mi amor y agradecimiento a Jennie, Cameron y Alistair.
Ah, y a Sasha.
Para Mark Dunne, Paul O'Reilly, Noel Maher y Emmet Hegarty: Príncipes todos ellos
Prólogo
La guerra es un acontecimiento mítico. […] En el ámbito de la experiencia humana, ¿dónde, si no en el ardor del combate […], nos vemos transportados a una condición mítica y los dioses son más reales?
Un terrible amor por la guerra,
James Hilman
Bagdad
16 de abril de 2003
Fue el doctor Al-Daini quien encontró a la muchacha, abandonada y sola, en el largo pasillo central. Estaba enterrada casi por completo bajo cristales rotos y esquirlas de cerámica, bajo una pila de ropa desechada y muebles y periódicos viejos usados como material de embalaje. Apenas debía de vérsela entre el polvo y la oscuridad, pero el doctor Al-Daini había dedicado décadas a la búsqueda de muchachas como ella, y la distinguió allí donde a otros les habría pasado inadvertida.
Sólo asomaba la cabeza, con los ojos azules abiertos, los labios teñidos de un rojo desvaído. Se arrodilló junto a ella y retiró con cuidado parte de los escombros. Fuera oía voces, y el retumbo de los tanques al cambiar de posición. De pronto una luz intensa iluminó el pasillo y aparecieron hombres armados, vociferando, dando órdenes, pero llegaban demasiado tarde. Otros como ellos, anteponiendo sus propios intereses, habían permanecido de brazos cruzados mientras todo aquello ocurría. A esos individuos la muchacha les era indiferente, pero no así al doctor Al-Daini. La reconoció de inmediato, porque era una de sus preferidas. Su belleza lo cautivó desde el instante en que posó la mirada en ella, y en los años posteriores nunca dejaba de buscar algún momento de tranquilidad para pasarlo con ella durante el día, o para cruzar un saludo, o sencillamente para quedarse a su lado y devolverle la sonrisa.
Tal vez aún fuera posible salvarla, pensó, pero mientras apartaba con cautela maderas y piedras, comprendió que poco podía hacer ya por ella. Tenía el cuerpo destrozado, hecho añicos en un acto de profanación que para él carecía de todo sentido. Aquello no era un accidente, sino una agresión intencionada: vio en el suelo las huellas de las botas que le habían pisoteado las piernas y los brazos, reduciéndolos a fragmentos poco mayores que los granos de arena sobre los que ahora reposaba. Sin embargo, por alguna razón, la cabeza había escapado a la violencia más extrema, y el doctor Al-Daini no supo si el daño que le había sido infligido era, precisamente por eso, menos horrendo o más brutal.
– Pequeña mía -susurró mientras le acariciaba la mejilla con dulzura. Era la primera vez que la tocaba en quince años-. ¿Qué te han hecho? ¿Qué nos han hecho a todos?
Debería haberse quedado. No debería haberla abandonado, no debería haber abandonado a ninguna de ellas; pero los fedayines habían entablado combate con los estadounidenses cerca del Ministerio de Información, y ellos oían desde allí el tiroteo y las explosiones mientras protegían los frisos con sacos de arena y envolvían las estatuas con gomaespuma, alegrándose de haber podido poner a buen recaudo al menos parte de los tesoros antes de la invasión. Las escaramuzas habían llegado hasta el centro emisor de televisión, a menos de un kilómetro de allí, y a la terminal de autobuses, al otro lado del complejo, cada vez más cerca de ellos. El doctor Al-Daini, aduciendo que tenían alimentos y agua almacenados en el sótano, había abogado por quedarse; pero los demás, en su mayoría, consideraron que el riesgo era excesivo. Salvo uno, todos los vigilantes habían huido, dejando atrás armas y uniformes, y hombres vestidos de negro, armados, irrumpían ya en los jardines del museo. Así las cosas, habían cerrado las puertas de la entrada y escapado por detrás para cruzar a la orilla este del río, con la idea de esperar en casa de un compañero hasta el cese de hostilidades.
Pero el cese no se produjo. Cuando intentaron volver por el Puente de la Ciudad Sanitaria, se vieron obligados a retroceder, de modo que regresaron a casa de ese mismo compañero de trabajo, y tomaron café, y esperaron un poco más. Quizá se quedaron allí demasiado tiempo, planteándose una y otra vez si convenía o no salir de lo que, por el momento, era un lugar seguro, pero, en realidad, ¿qué otra opción tenían? Aun así, él no podía perdonarse, ni mitigar su culpabilidad. Había abandonado a la muchacha, y esa gente se había ensañado con ella.
Y ahora las lágrimas corrían por su rostro, no a causa del polvo y la mugre, sino por la rabia y el dolor y la pérdida. No dejó de llorar, ni siquiera cuando unos pies calzados con botas se acercaron a él y un soldado le iluminó la cara con una linterna. Había otros detrás de él, con las armas en alto.
– ¿Quién es usted? -preguntó el soldado.
El doctor Al-Daini no contestó. No podía. Tenía puesta toda su atención en los ojos de la muchacha rota.
– ¿Habla usted inglés? Se lo preguntaré otra vez: ¿quién es?
El doctor Al-Daini detectó nerviosismo en la voz del soldado, pero también un amago de arrogancia, la superioridad natural del conquistador en presencia del conquistado. Dejó escapar un suspiro y alzó la mirada.
– Soy el doctor Mufid Al-Daini -dijo, enjugándose los ojos-, y soy el conservador adjunto de la sección de antigüedades romanas de este museo. -Reflexionó por un momento-. Mejor dicho: era el conservador adjunto de la sección de antigüedades romanas, porque ahora el museo ya no existe. Sólo quedan fragmentos. Ustedes han permitido que esto ocurra. Se han cruzado de brazos y lo han consentido…
Pero hablaba más para sí mismo que para ellos, y las palabras se hicieron ceniza en su boca. El personal del museo había abandonado el recinto el martes. El sábado se enteraron de que el museo había sido saqueado y empezaron a regresar en un esfuerzo por evaluar los daños y prevenir más robos. Alguien contó que el saqueo ya se había iniciado el jueves, cuando centenares de personas se concentraron ante la valla que circundaba el museo. Durante dos días dieron rienda suelta al pillaje. Corrían ya rumores de que algún que otro miembro del personal había colaborado en el saqueo, de que ciertos vigilantes del museo habían ayudado a identificar las piezas más valiosas. Los ladrones arrasaron con todo aquello que podían llevarse a cuestas e intentaron destruir gran parte de lo que era imposible acarrear.
El doctor Al-Daini y unos cuantos más se presentaron en el cuartel general de la Infantería de Marina y suplicaron protección para el edificio, ya que el personal temía que los saqueadores regresaran, y los tanques del ejército de Estados Unidos apostados en el cruce, a sólo cincuenta metros del museo, se habían negado a acudir en su auxilio, so pretexto de que obedecían órdenes. Al final, los norteamericanos prometieron un destacamento de guardia, pero no habían acudido hasta ese mismo día, el miércoles. El doctor Al-Daini había llegado poco antes que ellos, ya que actuaba como enlace con el ejército y los medios de comunicación y llevaba varios días yendo de un despacho militar a otro y proporcionando contactos a la prensa.
Con sumo cuidado, levantó la cabeza rota, juvenil y sin embargo antigua, la pintura visible aún en el pelo y la boca y los ojos después de casi cuatro mil años.
– Miren -dijo, todavía con lágrimas en los ojos-. Miren lo que le han hecho.
Y los soldados observaron por un momento a aquel viejo cubierto de polvo blanco, con una cabeza hueca entre las manos, antes de pasar a apostarse en las salas saqueadas del Museo de Iraq para su protección. Eran jóvenes, y esa operación tenía que ver con el futuro, no con el pasado. No habían sufrido bajas, allí no. Y esas cosas pasaban.
Al fin y al cabo, estaban en guerra.