Ahí estaba, pues: en Joel Tobias se percibía cierto tufo. Le llegaba dinero de algún sitio. Sólo era cuestión de determinar el origen de ese ingreso adicional, y por algo que Bennett me había dicho, yo podía aventurarme a deducir la fuente. Bennett había comentado que Tobias viajaba entre Maine y Canadá. Canadá implicaba el cruce de una frontera, y una frontera implicaba contrabando.
Y tratándose de la frontera entre Canadá y Maine, implicaba droga.
Según un artículo del New York Times, «Para controlar el contrabando en la frontera entre Maine y Canadá se requeriría un pequeño ejército, tanto por lo agreste que era la mayor parte del territorio como por lo numerosas y diversas que eran las oportunidades». El artículo en cuestión fue escrito en 1892, y era tan válido entonces como lo es ahora. A finales del siglo XIX, la mayor preocupación de las autoridades era la pérdida de los aranceles derivados de las bebidas alcohólicas, el pescado, el ganado y los productos de la tierra que entraban de contrabando por la frontera, pero también las drogas empezaban ya a ser un problema: el opio se quedaba en depósito en los almacenes aduaneros de New Brunswick y luego se transportaba desde allí a Estados Unidos vía Maine. El estado tenía setecientos kilómetros de territorio fronterizo con Canadá, en su mayor parte despoblado, así como cinco mil kilómetros de litoral y unas mil cuatrocientas islas pequeñas. Por entonces era, y todavía lo es, el paraíso del contrabandista.
En la década de los setenta, a medida que el DEA, el Departamento Estadounidense Antidroga, concentraba sus esfuerzos cada vez más en la frontera sur con México, Nueva Inglaterra se convertía en una atractiva opción para los traficantes de hierba, sobre todo porque ya existía un mercado receptivo entre los estudiantes de sus doscientas cincuenta instituciones universitarias. Bastaba con comprar un barco, ir a Jamaica o Colombia y después seguir una ruta establecida que permitiera dejar una tonelada en Florida, otra en cada una de las Carolinas, una más en Rhode Island y una última en Maine. Desde entonces tenían presencia allí los mexicanos, junto con diversos grupos de sudamericanos, moteros y cualquiera que se considerara lo bastante duro para hacerse con una parte del mercado de estupefacientes y conservarlo.
Me recliné en la silla y contemplé por la ventana las marismas y las aves que sobrevolaban sus aguas a baja altura. Al sur una fina columna de humo oscuro se elevaba hacia el cielo hasta disiparse lentamente en el aire quieto, dejando una tenue estela de contaminación que empañaba el azul, por lo demás impoluto, del plácido ocaso. Telefoneé a Bennett Patchett, y me confirmó que Karen Emory estaba en el trabajo. Su turno terminaba a las siete de la tarde y, según había averiguado Bennett, Joel Tobias pasaría por allí a recogerla. Era lo que acostumbraba hacer cuando no salía a la carretera. Karen, al preguntarle Bennett si podía quedarse un rato más esa tarde, le había contestado que no, porque Joel y ella habían quedado para cenar. Explicó que las semanas siguientes Joel tenía programados varios viajes a Canadá y seguramente no dispondrían de mucho tiempo para estar juntos. Por tanto, a falta de algo mejor que hacer, decidí ir a echar un vistazo a Joel Tobias y su novia.
La cafetería Downs era un establecimiento bastante amplio, con capacidad para cien cubiertos o más, en el supuesto de que la cocina contara con todo el personal necesario y las camareras estuvieran dispuestas a ganarse las propinas con el sudor de su frente. Unos ventanales de gran tamaño daban a la Federal 1 y al aparcamiento de la bolera Big 20, al otro lado de la calzada. Una única barra atravesaba el comedor de punta a punta, con ángulos en los extremos formando una especie de U achatada. En las paredes se alineaban los reservados de cuatro plazas, y otra hilera de reservados creaba una isla de vinilo y formica en el centro del restaurante. Las camareras vestían camisetas azules con el nombre del establecimiento en la espalda, encima de una imagen de tres caballos en el esfuerzo final para alcanzar la línea de meta. Cada camarera llevaba su propio nombre bordado sobre el pecho izquierdo.
En lugar de entrar, esperé en el aparcamiento. Veía a Karen Emory dejar las cuentas en sus mesas, preparándose ya para el final del turno. Bennett me la había descrito, y era la única rubia que trabajaba esa tarde. Era bonita y menuda, de poco más de un metro cincuenta, en conjunto delgada, aunque incluso de lejos daba la impresión de que la camiseta le quedaba pequeña en torno al busto. Probablemente más de uno frecuentaba el Downs sólo para contemplar esa tela tensada mientras el huevo le resbalaba por la barbilla.
A las 18:55, una pickup Silverado negra con las lunas ahumadas entró en el aparcamiento. Al cabo de veinte minutos, Karen Emory salió con un vestido negro corto y zapatos de tacón, el pelo suelto sobre los hombros y el rostro recién maquillado. Se metió en la Silverado, y ésta giró a la izquierda en la Federal 1, rumbo al norte. Permanecí detrás de ella hasta South Portland, donde dobló en el aparcamiento de Beale Street Barbecue, en Broadway. Karen se apeó primero, seguida de Joel Tobias. El medía al menos un palmo más, tenía el pelo oscuro, un poco largo y ya canoso, peinado hacia atrás por encima de las orejas, dejándole la frente despejada. Vestía camisa y pantalón vaquero. Si tenía algo de grasa, estaba bien escondida. Cojeaba un poco, arrastrando el pie derecho, y llevaba la mano izquierda hundida en el bolsillo delantero del pantalón.
Dejé pasar un par de minutos y entré también. Habían ocupado una de las mesas próximas a la puerta, así que me senté a la barra y, tras pedir una cerveza sin alcohol y patatas fritas, me coloqué de modo que me permitiese ver la televisión y la mesa de Tobias y Karen. Parecían pasarlo bien. Les sirvieron unos margaritas acompañados de cerveza, y compartieron un plato de degustación. Todo eran sonrisas y carcajadas, en especial por parte de Karen Emory, pero su actitud parecía un tanto forzada, o acaso a mí, influido por Bennett Patchett, me dio esa impresión. Intenté apartar de mi cabeza todo lo que él me había dicho y observarlos como a una pareja de desconocidos dignos de atención en un restaurante. Ni así: Karen se esforzaba más de la cuenta, sensación que vi confirmada cuando Tobias fue al lavabo y la sonrisa de ella se desvaneció poco a poco mientras lo veía alejarse, dando paso a una expresión pensativa y atribulada a partes iguales.
Yo acababa de pedir otra cerveza, que no tenía previsto tomar, cuando Joel Tobias apareció junto a mi codo. No reaccioné cuando se hizo un hueco ante la barra a mi lado y pidió la cuenta tras explicar que la camarera parecía ocupada con otras mesas. Se volvió hacia mí.
– Disculpe -dijo sonriendo, y volvió junto a su novia.
Alcancé a verle la mano izquierda antes de marcharse: le faltaban dos dedos y tenía cicatrices. Al cabo de un momento se acercó la camarera, cogió la cuenta de la barra por indicación del camarero y la llevó a la mesa. Un par de minutos después habían pagado y se habían ido.
No los seguí. Me bastó con verlos juntos, y la aparición de Tobias a mi lado me había inquietado. No lo había visto volver del lavabo, lo que significaba que debía de haber salido por la puerta lateral y entrado de nuevo por la principal. Tal vez hubiera fumado un cigarrillo fuera, pero, en tal caso, era fumador de un par de caladas sólo. Acaso fuese una simple coincidencia, pero yo no tenía la menor intención de confirmar las sospechas que él pudiera albergar sobre mi presencia allí saliendo a toda prisa al aparcamiento y arrancando detrás de él con un chirrido de neumáticos. Apuré casi toda la cerveza que no quería y vi un rato más el partido por la televisión antes de pagar la cuenta y marcharme del bar. El aparcamiento estaba prácticamente vacío, y la Silverado negra había desaparecido hacía tiempo. No eran aún las diez de la noche y en el cielo se percibía un resto de claridad. Fui hasta Portland para pasar por delante de la casa de Joel Tobias. Era una vivienda pequeña de dos plantas, bien conservada. La Silverado estaba en el camino de acceso, pero no se veía ni rastro del enorme camión de Tobias. Había una luz encendida en una habitación del piso de arriba, visible a través de las cortinas medio cerradas, pero se apagó mientras yo miraba, y la casa quedó totalmente a oscuras.