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Esperé allí un poco más, observando la casa y pensando en la expresión de Karen Emory un rato antes, y en cómo había aparecido Tobias junto a mi codo. Después volví a Scarborough, a mi silencioso hogar. En otro tiempo vivían conmigo una mujer y una niña, y un perro, pero ahora estaban en Vermont. Yo visitaba a mi hija, Sam, una o dos veces al mes, y en ocasiones ella se quedaba a pasar una noche conmigo si algún asunto llevaba a su madre, Rachel, a Boston. Rachel salía con otro hombre, motivo por el que me resultaba incómodo irrumpir en su vida y, a veces, me invadía cierto resentimiento. Pero también mantenía las distancias porque no quería ocasionarles ningún daño, y el daño me seguía a todas partes.

El lugar de ellas lo ocupaban ahora las sombras de otra mujer y otra niña, ya no vistas, pero sí percibidas, como el aroma que queda de las flores desechadas al empezar a caerse los pétalos. Esa mujer y esa hija fallecidas habían dejado de ser una fuente de desasosiego. Me las había arrebatado un asesino, un hombre a quien yo a mi vez había quitado la vida, y en mi culpabilidad y rabia había permitido durante un tiempo que se transformasen en presencias vengativas y hostiles. Pero eso era antes: ahora, sentirlas allí me proporcionaba consuelo, porque sabía que tenían un papel que desempeñar en lo que deparase el futuro.

Cuando abrí la puerta, noté la casa caliente, llena del olor a salitre de las marismas. Sentí el vacío de las sombras, el desinterés del silencio, y dormí plácidamente, y solo.

3

Cuando sonó el timbre, Jeremiah Webber acababa de servirse una copa de vino para relajarse antes de preparar la cena. A Webber le importunaba que interrumpieran sus rutinas, y la noche del jueves era sagrada en su casa relativamente modesta, o modesta al menos conforme al opulento rasero de New Canaan, Connecticut. La noche del jueves apagaba el móvil, no atendía ninguna llamada al fijo (de hecho sus pocos amigos, conocedores de sus rarezas, sabían que no debían molestarlo, y la única excusa permisible era la mortalidad, inminente o consumada), y por supuesto no abría la puerta si sonaba el timbre. La cocina estaba en la parte trasera de la casa, y mantenía la puerta cerrada mientras cocinaba, con lo que a través del cristal de la puerta de entrada sólo se veía un fino haz de luz horizontal. Había una lámpara encendida en el salón y otra en su dormitorio, en la planta de arriba, ésa era toda la iluminación de la casa. En el aparato de música de la cocina sonaba Bill Evans a muy bajo volumen. A veces Webber se pasaba los días previos planeando con toda precisión qué música pondría mientras cocinaba y comía, con qué vino acompañaría la cena, qué platos prepararía. Concederse estos pequeños caprichos lo ayudaba a conservar la cordura.

Así pues, quienes sabían que estaba en casa un jueves por la noche difícilmente lo interrumpirían, y quienes no lo sabían con seguridad no podían confirmar su presencia o ausencia sólo por las luces encendidas. Incluso sus clientes más preciados, algunos de los cuales eran hombres y mujeres ricos acostumbrados a ver satisfechas sus necesidades a cualquier hora del día o la noche, habían acabado aceptando la inaccesibilidad de Jeremiah Webber los jueves por la noche. Ese jueves en particular su rutina ya se había visto un poco alterada por una serie de prolongadas conversaciones telefónicas, con lo que había llegado a casa pasadas las ocho, y eran ya casi las nueve y aún no había cenado. Por tanto, si normalmente no estaba de humor para interrupciones, esa noche lo estaba todavía menos.

Webber era un cincuentón de pelo oscuro, refinado, atractivo de una manera que habría podido considerarse un tanto afeminada, impresión acentuada por su afición a las pajaritas con topos, los chalecos vistosos y un abanico de intereses culturales que incluía el ballet, la ópera y la danza interpretativa moderna, aunque no se limitaban a eso. Todo ello inducía a presuponer a los conocidos circunstanciales que Webber tal vez fuese homosexual, pero no lo era; nada más lejos, en realidad. Apenas tenía canas, rareza genética por la cual aparentaba diez años menos, y que le había permitido salir con mujeres que eran, desde todos los puntos de vista, demasiado jóvenes para él sin atraer la clase de atención condenatoria, motivada acaso por la envidia, que suelen suscitar tales emparejamientos de edad dispar. Su relativo encanto para el sexo opuesto, unido a cierto grado de generosidad hacia quienes se granjeaban su favor, tenía sus pros y sus contras, como Webber había podido comprobar. A causa de eso había fracasado en dos matrimonios, cosa que sólo lamentaba en el primer caso, ya que en su momento quiso a su primera mujer, aunque no lo suficiente. Gracias a la hija de ese matrimonio, su única descendiente, las líneas de comunicación entre los dos miembros distanciados de la pareja habían permanecido abiertas, y ahora Webber, como consecuencia de ello, tenía la impresión de que su primera esposa sentía por él, en general, una especie de afecto. El segundo matrimonio, en cambio, fue un error, un error que no tenía la intención de cometer de nuevo, y la razón por la que ahora prefería la informalidad al compromiso en lo que al sexo se refería. Así las cosas, rara vez deseaba compañía femenina, pese a haber pagado antes un precio por sus apetitos en forma de matrimonios rotos, y las correspondientes penalizaciones económicas. Por consiguiente, Webber atravesaba desde hacía un tiempo graves problemas de liquidez, y forzosamente había tenido que tomar medidas para rectificar tal situación.

Se disponía a quitar la espina a la trucha colocada sobre un pequeño tajo de granito cuando oyó el timbre. Se limpió los dedos en el delantal, cogió el mando a distancia y bajó el volumen un poco más a la vez que aguzaba el oído. Se acercó a la puerta de la cocina y miró la pequeña pantalla del portero automático.

Había un hombre ante su puerta. Llevaba un sombrero de fieltro y tenía el rostro ladeado respecto a la lente de la cámara del portero automático. Pero mientras Webber lo observaba, el hombre se volvió al frente, como si de alguna manera hubiese percibido que alguien lo escudriñaba. Mantuvo la cabeza agachada de modo que los ojos quedaron ocultos por la sombra, sin embargo, por lo poco que alcanzó a ver de su cara, Webber supo que el hombre plantado ante la puerta era un desconocido. Parecía tener una marca en el labio superior, pero acaso fuera sólo efecto de la luz.

El timbre volvió a sonar, y el hombre mantuvo el dedo en el botón, con lo que la secuencia bitonal se repitió una y otra vez.

– Pero ¿qué coño…? -exclamó Webber en voz alta. Pulsó el botón del portero automático-. ¿Sí? ¿Quién es? ¿Qué quiere?

– Quiero hablar -contestó el hombre-. No importa quién soy; lo que debería preocuparle es para quién trabajo. -Su dicción era un tanto ininteligible, como si tuviera algo en la boca.

– ¿Y para quién es?

– Represento a la Fundación Gutelieb.

Webber soltó el botón del portero automático y se llevó el dedo índice a la boca. Se mordió la uña, un hábito suyo desde la infancia, señal de inquietud. La Fundación Gutelieb: sólo había realizado unas cuantas transacciones con ellos. Todo se había llevado a cabo por mediación de una tercera parte, un bufete de abogados de Boston. Sus intentos para averiguar qué era exactamente la Fundación Gutelieb, y quién podía ser el responsable de las decisiones a la hora de adquirir, habían sido en vano, y al final empezó a sospechar que dicha fundación no era sino un nombre de conveniencia. Cuando persistió en sus esfuerzos, recibió una carta de los abogados advirtiéndole que la organización en cuestión era muy celosa de su privacidad, y que cualquier otra pesquisa por parte de Webber daría como resultado el cese inmediato de toda operación comercial entre la fundación y él, así como la difusión de rumores en los lugares oportunos insinuando que acaso el señor Webber no fuese tan discreto como algunos de sus clientes deseaban. A raíz de eso, Webber dio marcha atrás. La Fundación Gutelieb, real o pura fachada, le había solicitado la localización de objetos poco comunes, y caros. Los gustos de quienes se hallaban detrás parecían muy peculiares, y cuando Webber lograba satisfacerlos, le pagaban puntualmente, sin preguntas ni regateos.